XXXIII

LAS BARCAZAS DE SAL Y LOS BARCOS DE EMIGRANTES ALEMANES

Rodeado por su ancho cinturón de mampostería, cada muelle de Liverpool es una ciudad amurallada, llena de vida y conmoción, o, más bien, un pequeño archipiélago, un compendio del mundo, donde están representadas todas las naciones de la Cristiandad, e incluso del mundo pagano. Pues, en sí mismo, cada barco es una isla, una colonia flotante de la tribu a la que pertenece.

Aquí confluyen los confines más remotos de la tierra y las vergas y palos de todos esos barcos representan a todos los bosques del globo, como en un gran parlamento de mástiles. Canadá y Nueva Zelanda envían sus pinos; América, sus robles; la India, la teca; Noruega, sus abetos; y la muy honorable caoba, disputada por Honduras y Campeche, ocupa su puesto al timón. Aquí, bajo el benéfico influjo del Genio del Comercio, todos los climas y países se abrazan y las vergas se entrecruzan en un abrazo fraternal.

Un muelle de Liverpool es como un gran caravasar, un hotel al estilo espacioso y generoso de la Astor House. Aquí los barcos se alojan por un precio moderado, y no se les pide que paguen hasta el momento de la partida. Se les da acomodo y se les pone a resguardo del mal tiempo y otras calamidades. Pues me resisto a dar crédito a esas historias que he oído contar sobre terribles tormentas en las que los barcos amarrados en los muelles han perdido los masteleros de juanete. Cualesquiera que sean los trabajos y penalidades que hayan sufrido en su travesía, procedan de Islandia o de la costa de Nueva Guinea, una vez llegados aquí sus sufrimientos han concluido y pueden descansar en esta posada fluvial.

No sabría decir cuántas horas pasé contemplando los barcos del muelle del Príncipe y especulando sobre los viajes que habrían hecho y sus planes futuros. Algunos acababan de llegar, maltrechos y fatigados, de los puertos más remotos; otros estaban de punta en blanco, alegres y dispuestos para hacerse a la mar.

Todos los días, el Highlander tenía algún nuevo vecino. Un negro bergantín de Glasgow, con su tripulación de sobrios escoceses, y un capitán de aspecto muy serio y ahorrativo, era sustituido por un alegre bergantín goleta francés de dos palos, en cuyo castillo de proa sonaba todavía el eco de las canciones, y cuyo alcázar estaba medio hundido de tanto baile.

Al otro lado, tal vez, un magnífico barco de pasajeros neoyorquino del tamaño de un navío de setenta y cuatro cañones, que era como un Mivart’s o un Delmonico's[83] flotante, le cedía su sitio a un barco de emigrantes rumbo a Sydney, que recibía a bordo su carga de pastores de los montes Grampianos que pronto cuidarían de sus rebaños en los valles y colinas de Nueva Holanda[84].

Sobre todo me gustaba y divertía una multitud de barcazas de sal, aparejadas como si fueran balandras y no mucho más grandes que un barco de práctico, aunque negras y altas de proa y con unas velas rojas, que parecían curtidas y teñidas como el cuero. Aquellas barquitas iban y venían con su cargamento hasta los barcos destinados a Norteamérica, y, cuando cinco o seis de ellas se abarloaban al mismo tiempo al casco enorme de los navíos yanquis, parecían hormigas rojas alrededor de la carcasa de un búfalo negro.

Una vez cargadas, la borda de esas cómicas embarcaciones queda casi al nivel del agua y, con frecuencia, cuando soplaba viento fresco en el río, las vi volando entre la espuma, sin que se viera nada más que el mástil, la vela y un hombre en la caña del timón, con la carga cómodamente asegurada bajo las escotillas.

Era divertido ver la importancia que se daba el patrón de cualquiera de aquellas barcas diminutas. Se daba tantos humos como un almirante en la popa de un navío de tres puentes y, sin duda, tenía muy buena opinión de sí mismo. Y ¿por qué no iba a hacerlo? ¿Acaso César habría podido pedir más? Aunque su barcaza no fuese muy grande, estaba bajo sus órdenes; y, aunque su tripulación consistiera sólo en él mismo, si la gobernaba bien, conseguía un triunfo que los moralistas de todas las épocas han puesto muy por encima de las victorias de Alejandro.

Todas tienen un pequeño camarote, el más precioso, encantador y delicioso agujero del mundo, no mucho mayor que una alcoba antigua. Se ilumina por pequeños ventanucos redondos que hay en cubierta, de modo que, para el que está dentro, el techo es como un pequeño firmamento que centellea con radiaciones astrales. No obstante, el lugar no es muy apto para personas de estatura y es indispensable adoptar una posición sentada o recostada. Pero por muy pequeño, bajo y estrecho que sea el camarote, de algún modo aloja al patrón y a su familia. A menudo veía a la buena mujer, sentada junto al borde de la portilla abierta, como una señora a la puerta de una casita de campo, ocupada en zurcirle los calcetines a su marido; o tal vez en cortarle el pelo mientras él se agachaba a sus pies. Y una vez que estaba preguntándome cómo se las arreglaría esa pareja para encontrar acomodo abajo, me sorprendió la ruidosa irrupción de varios niños de mejillas sonrosadas que salieron por la portilla como unos spaniels de una perrera.

En cierta ocasión tuve la curiosidad de subir a bordo de una barcaza de sal y entablé conversación con el patrón, un soltero, que cuidaba él solo de la barca. Resultó ser un tipo muy sociable y amable, al que le gustaba vivir con comodidad. Era casi de noche y me invitó a cenar en su santuario y nos sentamos como una pareja en el reservado de un bar.

—¡Je, je! —se rió arrodillándose junto a un grueso y húmedo barril de cerveza y colocando una jarra debajo del grifo—. Ya lo ves, Jack[85], aquí abajo tengo de todo y paso muy buenos ratos. No está mal tomarse un último trago antes de irse a dormir, ¿eh, Jack? En fin, moja un poco los labios, amigo. ¿Tienes una pipa…? Pero antes vamos a cenar.

Así que fue a un armarito que había colgado de la pared y tanteando en él y diciendo: «¿Qué tenemos aquí…, qué tenemos aquí?», sacó una barra de pan, un queso pequeño, un poco de jamón y un bote de mantequilla. Luego se colocó un tablero sobre las rodillas y puso la mesa, con la jarra de cerveza en el centro.

—Pero esa mesa sólo tiene dos patas —exclamé—, hagámosla de cuatro.

Y de ese modo dividimos la carga y cenamos tan contentos sobre nuestras rodillas.

Era un tipo rubicundo, de mejillas tostadas por el sol; y daba gusto ver la espuma de la cerveza burbujeando en su boca y centelleando en su barba castaña. Era tan parecido a un gran vaso de cerveza que casi me dieron ganas de cogerlo por el cuello y verter su contenido.

—Bueno, Jack —dijo cuando terminamos la cena—, ¿fumas? Pues llénate una pipa —y me alcanzó una petaca de piel de foca y una pipa. Estuvimos fumando en su pequeño despacho hasta que empezó a parecerse a un gran salón en Tofet[86], y, a pesar de la rubicunda nariz de mi anfitrión, apenas podía verlo entre la humareda.

—¡Je, je, muchacho! —se rió—, te aseguro que aquí no hay bichos, los ahumo todas las noches antes de irme a dormir.

—¿Y dónde duerme? —le pregunté, mirando a mi alrededor sin ver nada remotamente parecido a una cama.

—¿Dormir? —respondió—, pues en mi chaqueta, no hay mejor colcha, y como almohada empleo la cabeza. ¡Je, je!, divertido, ¿verdad?

—Muy divertido —dije.

—¿Quieres más cerveza? —preguntó—, tengo de sobra.

—No, gracias —repliqué—, tengo que irme. —El humo del tabaco y la cerveza me habían dado ganas de respirar aire fresco. Además, me remordía la conciencia por haberme entregado de ese modo a los placeres de la mesa.

—No te vayas —dijo—; no te vayas, muchacho, no salgas a la humedad; haz caso de un viejo cristiano. —Me puso la mano en el hombro—. Si sales ahora, se te pasará el efecto de la cerveza y te despejarás enseguida; en cambio, si te quedas, no tardarás en echar un sueñecito.

Pero, a pesar de aquellas tentaciones, le estreché la mano a mi anfitrión y me fui.

De todo lo que vi en los muelles nada me interesó tanto como los emigrantes alemanes, que subían a bordo de los grandes barcos neoyorquinos varios días antes de que se hicieran a la vela, para tener tiempo de instalarse cómodamente antes de partir. Ancianos decrépitos y niños de teta, chicas risueñas con corpiños de botones relucientes y hombres astutos de edad mediana, con pipas decoradas en la boca, se mezclaban en multitudes de cinco, seis y setecientos u ochocientos en un solo barco.

Todas las noches aquellos compatriotas de Lutero y Melanchton se reunían en el castillo de proa a rezar y cantar. Y era muy edificante escuchar sus sonoros himnos, que reverberaban entre los barcos abarrotados, y resonaban contra los altos muros de los muelles. Cerraba uno los ojos y pensaba que estaba en una catedral.

En alta mar observan la misma costumbre y, todas las noches, durante la guardia nocturna, entonan las canciones de Sión arrullados por el gran órgano marino: una piadosa costumbre de una raza devota, que envía así sus aleluyas por delante, a medida que se aproxima a una tierra desconocida.

Y mi país tiene en esos sobrios alemanes a la parte más valiosa y cabal de su población extranjera. Son ellos quienes han engrosado el censo de los Estados noroccidentales y quienes, al trasladar sus arados de las colinas de Transilvania a las praderas de Wisconsin y cultivar el trigo del Rin en los bancales de Ohio, recolectan el trigo, que, cien veces multiplicado, puede volver a sus parientes de Europa.

Hay algo en el modo en que ha sido poblada América que, al contemplarlo, destruye para siempre en cualquier espíritu noble los prejuicios nacionales.

Habitada por gente de todas las naciones, todas las naciones pueden reclamarla como suya. Es imposible derramar una gota de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Ya sea inglés, francés, alemán, danés o escocés, el europeo que se mofa de un americano está llamando Raca a su propio hermano y se arriesga a ser juzgado por ello[87]. No somos un pueblo estrecho de miras, de intolerante nacionalidad hebrea; nuestra sangre no se ha degradado en el intento de ennoblecerla con una sucesión exclusivamente limitada a nosotros mismos. No, nuestra sangre es como la corriente del Amazonas: está hecha de un millar de nobles afluentes que desembocan todos en uno. No somos tanto una nación como un mundo, pues a menos que podamos decir, como Melquisedec[88], que el mundo es nuestro padre, no tendremos ni padre ni madre.

Y es que ¿quiénes fueron nuestro padre y nuestra madre? ¿O es que podemos citar a algún Rómulo y Remo entre nuestros antepasados? Nuestros ancestros se pierden en la paternidad universal, y César y Alfredo, san Pablo y Lutero, y Homero y Shakespeare son tan nuestros como Washington, que es tan del mundo como nuestro. Somos los herederos de todos los tiempos, y compartimos nuestra herencia con todas las demás naciones. En este hemisferio occidental todas las tribus y los pueblos se están uniendo en un todo confederado, y habrá un futuro en el que veamos a los hijos de Adán reunidos como en el viejo hogar del Edén.

El otro mundo más allá de éste, por el que suspiraban los devotos antes de Colón, se descubrió en el Nuevo, y el plomo de la sonda que tocó por primera vez aquel fondo holló el suelo del paraíso terrenal. No era un paraíso entonces ni lo es ahora, pero lo será, si Dios quiere, con la madurez que da el tiempo. La semilla está sembrada y debe llegar la cosecha; y los hijos de nuestros hijos la segarán con sus hoces. Así se abolirá la maldición de Babel[89], llegará un nuevo Pentecostés, y la lengua que hablarán será la lengua de Gran Bretaña. A franceses, y daneses, y escoceses, a los habitantes de las orillas del Mediterráneo y las regiones que lo circundan, italianos, indios y moros, se les aparecerán lenguas como de fuego[90].