XLII

SU AVENTURA CON EL ANCIANO Y MALHUMORADO CABALLERO

La aventura en la sala de prensa que relaté en un capítulo anterior me trae a la memoria otra que me sucedió en el Liceo, unos días más tarde, y que más vale que cuente aquí antes de que se me olvide.

Iba paseando, por Bold Street creo que era, cuando me llamó la atención un edificio muy grande y elegante de piedra arenisca marrón. Tenía las ventanas abiertas y allí, cómodamente sentados con las piernas dobladas sobre las rodillas, vi a varios ancianos caballeros de aspecto feliz y sosegado que leían revistas y periódicos; uno de ellos tenía en la mano un hermoso volumen de cantos dorados.

«Sí, éste debe de ser el Liceo —pensé—, comprobémoslo». Así que saqué mi guía, la abrí por la estampa correspondiente, y, efectivamente, el edificio que tenía delante se ajustaba a ella piedra por piedra. Me quedé un rato al otro lado de la calle comparando el grabado con el original, y me entretuve observando a los agradables caballeros sentados junto a las ventanas abiertas, hasta que por fin sentí el incontrolable impulso de entrar un momento y hojear un poco las noticias.

«Soy un pobre grumete sin amigos —pensé—, y no creo que les importe, sobre todo teniendo en cuenta que soy extranjero, y a los extranjeros debe tratárseles con cortesía». Sin dejar de darle vueltas al asunto crucé la calle y, con un leve recelo en el corazón, subí al bordillo, me quité el sombrero mientras estaba todavía en la calle y entré tranquilamente.

Pero no había llegado muy lejos en la enorme y noble habitación, cubierta de cuadros hermosos, cuando un caballero muy atrabiliario levantó la vista del London Times, cuya cabecera vi impresa en el periódico que tenía en la mano, y me miró como si yo fuese un perro con el pellejo cubierto de barro y me hubiera colado del arroyo en aquella habitación tan elegante, y me amenazó ferozmente con su bastón de puño de plata, hasta que se le cayeron las gafas de la nariz. Casi en el mismo momento se me acercó un hombre muy enfadado, que parecía tener un emplasto de mostaza en la espalda que le sacara de quicio, tiró al suelo unos papeles que había estado cumplimentando, me cogió por los hombros y, aplicando el pie en la parte más ancha de mis pantalones, me llevó hasta la calle y me echó a la acera, sin ofrecerme la más mínima disculpa por aquella afrenta. Salté tras él, pero en vano; habían cerrado la puerta.

«Es evidente que estos ingleses no tienen modales», pensé, y me fui calle abajo rumiando para mis adentros.