XXXVII
LO QUE VIO REDBURN EN EL PASAJE LANCELOT
La Casa de los Muertos me trae a la memoria otros tristes recuerdos, pues en las cercanías de los muelles se ven cosas muy penosas.
De camino a la pensión del clíper de Baltimore pasaba casi siempre por una estrecha callejuela llamada «pasaje Lancelot», donde había varios almacenes de algodón de aspecto carcelario. En esa calle, o más bien callejón, rara vez se veía a nadie salvo a algún carretero, o a algún vigilante del almacén que merodeaba por su tenebrosa guarida como un fantasma.
Una vez, al pasar por allí, oí un llanto muy débil que parecía provenir de las profundidades de la tierra. No se veía ni un alma y las sombrías paredes rodeaban la tortuosa acera por todas partes y convertían en crepúsculo la luz del día. Cuando oí aquel triste ruido me llevé un buen susto y estuve a punto de echar a correr. Parecía el llanto inagotable y desesperado de una persona que se hubiera perdido para siempre. Finalmente me acerqué a una trampilla que comunicaba con la profunda bodega de un almacén decrépito; y allí, a unos cinco metros por debajo de la acera, acurrucada en una miseria innombrable y con la cabeza gacha, vi la silueta de lo que había sido una mujer. Sus brazos azulados rodeaban dos objetos encogidos en su regazo que parecían niños y se apoyaban en ella, uno a cada lado. Al principio, no supe si estaban vivos o muertos. No vi el menor indicio, ellos no se movieron ni rebulleron, pero en la bodega se seguía oyendo aquel llanto que helaba la sangre.
Hice un ruido con el pie, que retumbó en el silencio, cerca y lejos, pero no hubo respuesta. Luego otro más fuerte y uno de los niños levantó la cabeza, miró desmayadamente hacia arriba y luego cerró los ojos y se quedó quieto. La mujer también miró hacia arriba y me vio, pero volvió a bajar la mirada. Estaban entumecidos y a punto de morir de inanición. Ignoro cómo se habían arrastrado hasta aquella madriguera, pero sin duda lo habían hecho buscando un lugar donde morir. La muerte estaba tan grabada en sus ojos vidriosos e indiferentes que en ese momento ni siquiera pensé en ayudarles y casi los miré como si ya estuviesen muertos. Me quedé observándolos con el alma en vilo y me pregunté qué derecho tenía nadie en el mundo a sonreír y estar contento cuando ocurrían cosas así. Aquello bastaba para helarle el corazón a cualquiera y para convertir a un Howard[96] en un misántropo. ¿Qué eran esos fantasmas que estaba viendo? ¿Acaso no eran personas? ¿Una mujer y dos niñas? ¿Con ojos, y labios y orejas como cualquier reina?, y con corazones que, aunque no rebosaban de sangre, latían con el dolor sordo y mortecino que era su vida.
Por fin, seguí andando hacia un descampado que había al lado del callejón, con la esperanza de encontrar a alguna de las mujeres harapientas que había visto a diario hurgando en la basura, en busca de pequeñas partículas de algodón que luego lavaban y vendían por cuatro perras.
Las encontré, abordé a una de ellas y le pregunté si conocía a las personas que acababa de ver. Me respondió que no y que tampoco quería hacerlo. Luego le pregunté a otra, una mujer mísera y desdentada que iba envuelta en una especie de tosco chal hecho jirones. Me miró un momento y, a continuación, siguió hurgando en la basura y me dijo que sabía de quién le hablaba, pero que no tenía tiempo de cuidar de una mendiga y de sus mocosos. Me acerqué a otra que parecía saber lo que me había llevado hasta allí. Le pregunté si no había ningún lugar donde pudieran llevar a la mujer.
—Sí —respondió—, al cementerio.
Yo le dije que estaba viva y no muerta.
—Entonces no se morirá —fue su respuesta—. Lleva tres días ahí abajo sin comer nada… Lo sé de buena tinta.
—Se lo merece —dijo una vieja bruja mientras se echaba sobre los hombros encorvados la bolsa con lo que había recogido y se alejaba cojeando—, se lo merece esa Betsey Jennings… ¿Por qué no se casó, eh?
Salí del pasaje Lancelot, llegué a una calle más frecuentada y en cuanto encontré a un policía le conté el estado en que estaban la mujer y las niñas.
—No es asunto mío, amigo —me dijo—. Esa calle no está en mi sector.
—Entonces ¿quién se encarga?
—No lo sé. Pero ¿a ti qué más te da? Eres yanqui, ¿no?
—Sí —respondí—, pero vamos, si quiere le ayudaré a sacar a la mujer.
—Vamos amigo, vuelve a tu barco y quédate allí y deja que el municipio se ocupe de esas cosas.
Abordé a otros dos policías, pero sin mucho más éxito, y ni siquiera se dignaron acompañarme. Lo cierto es que era un lugar silencioso, oculto y apartado, donde nadie reparaba en la desgracia de aquellas tres desdichadas.
Volví con ellas y otra vez di varias patadas para llamar su atención, aunque esta vez ninguna de las tres me miró ni se movió siquiera. Mientras dudaba qué hacer, una voz me llamó desde lo alto de la ventana enrejada de un desván que daba a la calle. Yo le pedí al hombre, una especie de vigilante, que bajara, cosa que hizo cuando señalé a la bodega.
—Bueno —dijo—, ¿y qué?
—¿No podríamos sacarlas? —pregunté—. ¿No tiene algún sitio en su almacén donde podamos instalarlas? ¿No tiene nada de comer?
—Debes de estar loco, muchacho —respondió—, ¿acaso crees que Parkins & Wood quieren ver su almacén transformado en hospital?
Luego fui a la pensión y le conté a la hermosa Mary lo que había visto y le pregunté si no podría hacer algo para que sacasen de allí a la mujer y a las dos niñas; o, en caso de que no pudiera, que me diese un poco de comida para ellas. Pero, aunque en conjunto no era mala persona, Mary me contestó que ya tenía bastante con darles limosna a los mendigos de su propia calle (cosa que hacía, efectivamente) como para encima tener que cuidar de todo el vecindario.
Fui a la cocina y abordé a la cocinera, una anciana galesa bajita y apergaminada, de lengua acerada, a quien los marineros llamaban «Brandy-Nan» y le rogué que me diera un poco de comida fría, si no tenía algo mejor, para llevarla a la bodega. Pero prorrumpió en una catarata de insultos contra los míseros ocupantes de la bodega y se negó. Luego entré en el comedor donde estaban sirviendo la cena, esperé a que saliera la chica y cogí un poco de pan y queso de una mesa, lo oculté entre la ropa y salí de la casa. Corrí al callejón y arrojé la comida en la bodega. Una de las niñas la cogió convulsa, pero la soltó desfalleciente; la hermana le apartó el brazo y cogió el pan, aunque de forma débil y vacilante como un bebé. Se lo llevó a la boca, pero lo soltó y murmuró algo parecido a «agua». La mujer no se movió: seguía con la cabeza gacha como la primera vez que la vi.
En vista de eso, corrí a los muelles hasta una sucia tabernucha de marineros y pedí que me dieran una jarra de agua, pero el viejo mezquino que la regentaba se negó a menos que le pagara. Yo no llevaba dinero encima. Así que, como la pensión caía un poco lejos y perdería mucho tiempo en ir a buscar mi gran pote de hierro al barco, corrí a una de las bocas de riego que recordaba haber visto utilizar para apagar los restos de un incendio en una trapería, me quité un sombrero nuevo de lona impermeable que me habían prestado y lo llené de agua.
Volví al pasaje Lancelot y, con tantas dificultades como si estuviera bajando a un pozo, me las arreglé para bajar a la bodega, donde apenas había espacio para estar de pie. Las dos niñas bebieron del sombrero mirándome con una expresión obtusa e inalterable que hizo que me diera vueltas la cabeza. La mujer no dijo ni una palabra y no se movió. Mientras las chicas rompían el pan y se lo comían, traté de levantarle la cabeza, pero, a pesar de su debilidad, parecía empeñada en no moverla. Al ver que seguía con los brazos apretados contra el regazo y que parecía tener algo oculto entre los harapos, me cruzó la cabeza una idea que me empujó a apartárselos por la fuerza un momento: me encontré un bebé famélico con la parte inferior del cuerpo metido en un bonete viejo. Tenía el rostro deslumbrantemente blanco, a pesar de tanta miseria, pero los ojos cerrados parecían bolas de índigo. Debía de llevar varias horas muerto.
La mujer se negó a hablar, comer o beber, y le pregunté a una de las niñas quiénes eran y dónde vivían, pero se quedó mirando al vacío y murmuró algo incomprensible.
Aquel ambiente empezaba a hacérseme irrespirable, aunque me quedé un momento dudando de si podría sacarlas a rastras de allí. Sin embargo, en caso de que lo lograse, ¿qué haría luego? Morirían en la calle, y aquí al menos estaban a cubierto de la lluvia; y, lo que es más, podrían morir en soledad.
Trepé hasta la calle y, al volver a mirarlas, casi me arrepentí de haberles llevado comida, ya que comprendí que sólo serviría para prolongar su desgracia sin la menor esperanza de aliviarlas de forma permanente, y que no tardarían en morir, pues era demasiado tarde para que la medicina pudiera serles de ayuda. No sé si atreverme a confesar otra cosa que se me ocurrió mientras estaba allí, pero fue lo siguiente: sentí un impulso casi irresistible de hacerles un último favor y poner fin, de algún modo, a su horrible vida; y lo habría hecho de no habérmelo impedido la idea de la ley. Pues sabía bien que la ley, que las dejaba morir solas sin darles ni un vaso de agua, se gastaría mil libras, si hiciese falta, en condenar a quien se ofreciera siquiera a poner fin a su mísera existencia.
Al día siguiente, y al siguiente, pasé tres veces por la bodega y siempre vi la misma estampa. Las niñas apoyadas a cada lado de la mujer, y la mujer abrazada todavía al bebé con la cabeza gacha. La primera noche no vi el pan que les había echado por la mañana, pero la segunda el pan que les eché se quedó sin tocar. A la tercera mañana el olor que salía de la bodega era tal que abordé al mismo policía con el que había hablado antes, que estaba patrullando la misma calle y le dije que las personas de las que le había hablado habían muerto, y que sería mejor que mandase sacarlas de allí. Me miró como si no me creyera y añadió que la calle no estaba en su sector.
De vuelta a los muelles, camino del barco, entré en el cuartel que había al otro lado del muro y pregunté por uno de los capitanes, a quien le conté toda la historia, pero, por lo que dijo, pude deducir que la policía del puerto era distinta de la de la ciudad, por lo que aquél no era el lugar indicado para comunicar aquella información.
Esa mañana no pude hacer nada más, pues tenía que volver al barco, pero a las doce, cuando bajé a comer, corrí al pasaje Lancelot y descubrí que la bodega estaba vacía. En lugar de la mujer y las niñas había un reluciente montón de cal.
No pude averiguar quién se las había llevado, o dónde las dejaron, pero mis oraciones habían tenido respuesta: estaban muertas y en paz.
No obstante, volví a mirar a la bodega y me pareció ver las formas pálidas y encogidas acurrucadas allí todavía. ¡Ah! ¿De qué sirven nuestras creencias y cómo es que tenemos esperanza de salvarnos? Vuelve a contarme, oh Biblia, la historia de Lázaro para que pueda encontrar consuelo en mi corazón para los pobres y los desamparados. Rodeados como estamos de los infortunios y necesidades del prójimo e inclinados, sin embargo, a proseguir con nuestros propios placeres sin prestar atención a su sufrimiento, ¿no somos como gente velando un cadáver que se estuviera divirtiendo en la casa del difunto?