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HARRY BOLTON EN ALTA MAR
Aún no he dicho nada de cómo le fue de marinero a mi amigo Harry ¡Pobre Harry!, un sentimiento de tristeza inconsolable me embarga cada vez que pienso en ti. Esa travesía no sirvió sino para acercarte a esa tumba oceánica, que te ha enterrado con todos tus secretos y a la que no se puede peregrinar para llorarte.
Pero ¿por qué esta pesadumbre al pensar en los muertos? ¿Por qué no alegrarnos? ¿Es porque los imaginamos privados para siempre de alegría? ¿Porque pensamos que están muertos de verdad? Los difuntos no pasan a visitarnos; sus voces no resuenan en el aire; aunque sea verano, para ellos es invierno, y ni siquiera notamos en nuestros miembros la savia que reverdece los árboles cada primavera.
Pero, ¡Harry!, cuando recuerdo tu imagen es como si volvieras a la vida. Te veo tan clara y palpablemente como si estuvieras vivo, y puedo hacer que los demás se percaten también de tu existencia. ¿Está muerto aquél de quien puede decirse tal cosa?
Sin embargo, ¡Harry!, te mezclas con un millar de formas extrañas, los centauros de la imaginación, medio humanos y rea les, medio grotescos y descabellados. Imaginaciones divinas que, como los dioses, frecuentan los bosques de nuestras Tesalias, y, abrazadas por tempestuosas reminiscencias driádicas, conciben los seres que asombran al mundo.
Pero, ¡Harry!, aunque tu imagen merodee por mis bosques de Tesalia, sigue igual que siempre y destaca entre las manadas de seres híbridos y de centauros como una cebra entre alces.
Desde luego, con su camisa de Guernsey a rayas, su piel morena y brillante y su cabello, Harry Bolton, entre la tripulación del Highlander, no era muy distinto del suave y sedoso cuadrúpedo criollo que, perseguido por los bosquimanos, brinca en los bosques de los cafres.
¡Cómo te perseguían, Harry, cebra mía, esos salvajes oceánicos, esos inconmovibles e incivilizados marineros nuestros! ¡Cómo te acosaban del bauprés al palo mayor y te sobresaltaban en todos tus escondrijos!
Antes del día de nuestra partida, los marineros supieron que el joven de aspecto femenino a quien veían a diario en las inmediaciones de la pensión del Clíper de Baltimore en Union Street formaría parte de su tripulación en el viaje de vuelta. Por tanto lo miraron con ojos críticos y no tardaron en decidir que Harry no aportaría mucho al conjunto de su fuerza y que el ímpetu de un brazo tan débil no supondría una gran diferencia a la hora de halar las drizas de las gavias. Así que se les hizo antipático antes de conocerlo, y esas antipatías, como todo el mundo sabe, son las más inveteradas y las que se enconan con más facilidad. Sin embargo, incluso los marineros respetan el vínculo sagrado que protege al extranjero, y, por un tiempo, se abstuvieron de ser groseros y se limitaron a tratar a mi amigo con una educación fría y nada compasiva.
En cuanto a Harry, al principio la novedad colmó su imaginación, pues la idea de viajar a un país lejano conllevaba, como para cualquiera de nosotros, un optimismo expectante e indefinible. Y, aunque había vuelto a quedarse sin dinero, a excepción de uno o dos soberanos, la emoción de saberse en alta mar hacía que eso no le preocupara.
Sin embargo, me sorprendió que una persona tan vivida demostrara una ignorancia tan increíble de lo que era totalmente inadmisible para una persona en su situación. Aunque tal vez su familiaridad con la vida aristocrática lo hiciese menos apto para comprender el otro extremo. ¿Habrá quien me crea si digo que aquel joven de Bury subió una vez a cubierta a hacer la guardia matutina con un batín brocado, zapatillas bordadas y un gorro de dormir con borla?
En cuanto lo vi vestido de esa guisa, volví a abrigar una sospecha que ya me había cruzado antes por la imaginación, y casi me convencí de que, por mucho que él dijese, era imposible que Harry Bolton hubiese estado embarcado antes, ni siquiera como «conejillo de Indias» en un barco del servicio de las Indias, pues un mínimo conocimiento de la vida marinera y de los marineros le habrían aconsejado no hacer aquella locura.
—¿Quién es ese chino mandarín? —gritó el oficial, que había hecho varios viajes a Cantón—. Oye, amigo, arría esas velas ahora mismo y recógelas en un santiamén.
—¿Señor? —respondió Harry muy sorprendido—. ¿No es ésta la guardia matutina y no es éste un batín para vestir por las mañanas?
Pero, aunque, según la opinión de mi amigo, no podía haber nada más apropiado, en la del oficial era una incongruencia monstruosa y tuvo que quitarse el ofensivo batín y el gorro.
—¡Es lamentable! —me dijo Harry, yo contaba con pasar la guardia en batín hasta la hora del café… Supongo que ese oficial hotentote no le dejaría fumarse un narguile a un caballero por la mañana; pero ¡por mi vida, que pienso llevar cinturón para fastidiarle!
¡Ay, pobre Harry, ésa fue la roca contra la que te estrellaste! Molesto por la falta de educación y refinamiento de los oficiales y la tripulación, picado y ofendido, Harry no consiguió sino provocarles aún más, y la indignación que desató no tardó en sobrepasarle.
Los marineros le tenían especial inquina a su enorme baúl de caoba que se había mandado hacer a medida en una casa de muebles. Estaba ornamentado con tornillos de talón y otros adornos, e iba lleno de las prendas con que Harry se había paseado por Londres esa temporada, pues los chalecos y pantalones que había vendido en Liverpool cuando andaba mal de dinero no habían disminuido en mucho sus existencias.
Era curioso oír las varias opiniones e insinuaciones de los marineros al vislumbrar aquella colección de sedas, terciopelos, paños y satenes. No sé con exactitud qué pensarían que había sido Harry, pero todos parecían unánimemente convencidos de que, al dejar el país, Harry les había dejado un hueco a los aficionados al juego. Jackson le pidió incluso que se remangara para ver si llevaba un as escondido.
Es un hecho notable que siempre que un joven esbelto de modales desenfadados y trato educado se incorpora a la tripulación de un barco, los marineros casi invariablemente atribuyen su decisión de embarcarse a una necesidad irremediable de huir de tierra firme para escapar de la policía.
Esos caballeros de dedos blancos también deben de tener los dedos ligeros, se dicen, o no se verían obligados a mancharse de alquitrán como nosotros. ¿Qué otra cosa podría empujarles a embarcarse?
Así que, desde el principio, tomaron concluyentemente a Harry por un personaje dudoso.
A veces, no obstante, sólo se burlaban de su aspecto, sobre todo una tarde en la que se le mojó la chaqueta y tuvo que ponerse una de sus chaquetas con faldones. Dijeron que llevaba dos penoles de mesana en la popa, declararon que era un chupatintas arruinado, o el mozo de un barbero ambulante, o el perro faldero de una vieja solterona. En cuanto al capitán, para Harry fue como si no hubiese ningún caballeroso y complaciente capitán Riga a bordo. Pues, para su gran sorpresa —y justo como yo le había predicho—, el capitán Riga no le prestó la menor atención y dejó la labor de adiestrar al novato en manos de sus oficiales y de la tripulación.
Pero lo peor aún estaba por llegar. Pues los primeros días, siempre que había que subir al aparejo, reparé en que Harry se dedicaba a adujar infatigablemente los cabos de cubierta sin darse por enterado de que sus compañeros estaban trepando por los obenques. Y, cuando todos los de la guardia estaban ocupados en cargar las velas de juanete, es decir, en tirar de los cabos de cubierta que envuelven la vela en la verga, Harry siempre se las arreglaba para ponerse cerca de la cabilla de maniobra, de modo que, cuando dos de nosotros teníamos que trepar por el aparejo, él estaba muy ocupado afirmando los chafaldetes, y tan absorbido en esa ocupación, y en dar complicadas vueltas alrededor de la cabilla, que le era imposible subir a las amuradas antes de que lo hicieran sus compañeros. No obstante, después de afirmar los chafaldetes de tal modo que era imposible que se soltaran, Harry siempre hacía ademán de correr a toda prisa a los obenques, pero al mirar arriba y ver que otros se le habían adelantado, se apartaba, en apariencia muy contrariado de que le hubiesen privado de la oportunidad de hacerlo.
Eso me sorprendió mucho y hablé con mi amigo, que me confesó, para mi alarma, que lo había intentado por su cuenta y era incapaz de hacerlo: no podía trepar al aparejo, sus nervios no lo resistirían.
—Entonces, Harry —le dije—, más te valiera no haber nacido. ¿Sabes lo que ocurrirá ahora? ¿No te advertí de que te asegurases de que ibas a poder manejarte en el aparejo? ¿No me respondiste que habías hecho dos viajes a Bombay? Harry, hiciste una locura al enrolarte. Pero tal vez sea sólo una impresión tuya, vuelve a intentarlo y te aseguro que muy pronto te sentirás tan cómodo en las vergas como un pájaro en un árbol.
Pero no hubo modo de convencerle de que volviera a intentarlo, el hecho era que sus nervios no podían resistirlo, a lo largo de su carrera de cortesano había bebido demasiado café moka y té «pólvora de cañón» y había fumado demasiados habanos.
Por fin, tal como yo le había advertido muchas veces, el oficial le llamó una mañana y le ordenó subir al vertello del palo mayor y despasar las drizas de las banderas de señales.
—¿Señor? —dijo Harry aterrorizado.
—¡He dicho que subas! —gritó el oficial cogiendo un trozo de cabo grueso.
—¡No se le ocurra pegarme! —chilló Harry muy erguido.
—Toma y sube de una vez —gritó el oficial y le golpeó con el cabo en la espalda, aunque sin mucha fuerza.
—¡Por Dios! —gritó Harry haciendo una mueca, no por el golpe sino por la ofensa, y luego trató de abalanzarse sobre el oficial, que alargó el brazo y lo contuvo sin esfuerzo y se burló de él de tal modo que, de no haber temido las consecuencias, yo mismo le habría empujado contra él.
—¡Capitán Riga! —gritó Harry
—No te molestes en llamarlo —dijo el oficial—, está dormido y no se despertará hasta que volvamos a avistar tierra yanqui. ¡Sube! —añadió agitando el cabo.
Harry miró con una mueca de terrible sufrimiento e indignación a los sonrientes marineros que se habían arremolinado en torno a él y luego posó su mirada en mí, y, al no encontrar esperanza, sino incluso una admonición de obediencia como único recurso, subió al aparejo y llegó enseguida a la cofa del palo mayor. Pensé que unos pasos más lo llevarían hasta el vertello y temí que en su desesperación pudiera saltar por la borda, pues había oído hablar de novatos que hacían cosas así en alta mar y no volvía a vérseles nunca. Pero no, se detuvo y miró abajo desde la cofa. ¡Mirada fatal!, enervó hasta su última fibra y lo vi tambalearse y agarrarse desesperadamente a los obenques, hasta que el oficial le gritó que no exprimiera el alquitrán del aparejo.
—¡Sube, amigo!
Pero Harry no respondió.
—Tú, Max —le gritó el oficial al marinero holandés—, sube y ayúdale, ¿me oyes?
Max subió por el aparejo y empujó a Harry con su roja cabezota en la base de la espalda. La necesidad obliga, así que mi pobre amigo siguió subiendo más y más alto con Max empujándole a cada paso. Por fin, llegó al sobrejuanete y vio las delgadas drizas de las banderas de señales, apenas más gruesas que un bramante flotando al viento.
—¡Despásalas! —gritó el oficial.
Vi el brazo de Harry extendido: incluso desde cubierta se notaba cómo le temblaban las piernas, y, por fin, ¡gracias a Dios!, hizo lo que tenía que hacer.
Bajó lívido como la muerte, con los ojos enrojecidos y todos los miembros temblorosos. Desde ese momento no volvió a pisar firme; nunca subió a las amuradas, y en lo que quedaba de la travesía se convirtió en una persona alterada.
Después habló con el oficial —puesto que no había manera de entrevistarse con el capitán— y le pidió que intercediera en su nombre ante Riga, para que lo borrara de la lista de tripulantes y le permitiese hacer el resto del viaje como pasajero de la antecámara, privilegio por el que estaba dispuesto a pagar, en cuanto pudiera vender unas cuantas cosas en Nueva York, mucho más del precio normal del billete. Pero el oficial le respondió con una negativa tajante, y le miró atónito por su descaro. Una vez enrolado como marinero en un barco, uno sigue siendo marinero al menos hasta el final de la travesía, pues durante ese breve período ningún oficial puede soportar tratar en pie de igualdad a una persona a la que antes ha dado órdenes a voluntad.
De modo que Harry le dijo solemnemente al oficial que haría cualquier cosa que le dijera, menos volver a subir al aparejo. Cualquier cosa menos eso.
Aquello decidió el destino de Harry a bordo del Highlander a partir de entonces, la tripulación lo hizo objeto de sus peores pullas y chanzas y convirtió su vida en un martirio.
Pocos imaginan lo deprimente y humillante que es estar a merced de unos marinos tiranos y analfabetos, sin poder hacer valer ninguna de tus virtudes excepto tu ignorancia sobre todo lo concerniente a la vida en el mar y las obligaciones que tienes que cumplir. En ese ambiente, y en esas circunstancias, Isaac Newton y lord Bacon serían bufones y paletos, y a Napoleón Bonaparte le pondrían los cepos y lo patearían sin piedad. He podido comprobarlo en más de una ocasión y Harry, el pobre Harry, no fue ninguna excepción. Y, por las circunstancias que me libraron de sufrir esas amarguras, aun compadecía más al pobre hombre que, por culpa de un nerviosismo que él mismo desconocía, se convirtió en la liebre perseguida por toda la tripulación.
Pero ¿cómo era posible que Harry Bolton, que, a pesar de su aspecto femenino, había demostrado en nuestro viaje a Londres un carácter tan irascible, se sometiera ahora pasivamente a esas muestras de desprecio y oprobio? Tal vez su carácter estuviera quebrantado ya. Pero no trataré de entenderlo, somos criaturas muy extrañas, como todo el mundo sabe, y hay momentos en la vida de cada hombre en los que nos comportamos de un modo tan distinto, y en apariencia tan contradictorio al habitual, que sólo quien nos creó puede explicarlo.