IV
DE CÓMO VENDIÓ SU CARABINA
Al día siguiente fui yo solo al despacho del armador a firmar las condiciones, y allí encontré una gran multitud de marineros, que, en cuanto averiguaron lo que quería, empezaron a guiñarse el ojo unos a otros, y oí cómo un tipo que llevaba un gran gorro sureño le decía a otro viejo lobo de mar vestido con una guerrera harapienta:
—Mira qué chaqueta, ¿te has fijado en los botones? Ese muchacho no busca un barco mercante, seguro que quiere ir a cazar ballenas. Eh, chico, ¿vendes a peso esos botones tan grandes?
—Regálanos uno para usarlo de plato, ¿quieres? —dijo otro.
—Dejad al muchacho en paz —dijo un tercero—. Ven aquí, jovencito, ¿te ha dado tu mamá unos caramelitos para llevarte a bordo?
«No son malos tipos —pensé yo tratando de verlo por el lado bueno, pues vi que no serviría de nada hacerme el ofendido—, no lo dicen con mala intención, aunque, desde luego, resultan bastante descarados», y traté de tomarme a broma sus burlas; de todos modos, inscribí mi nombre en el rol lo más rápido que pude y me batí en retirada.
El barco tenía anunciada la partida para el día siguiente. Así que dediqué el resto del día a ultimar los preparativos. Después de tratar en vano de venderles mi carabina a diversos compradores por un precio justo, pasaba con ella al hombro por Chatham Street[5] cuando un hombrecillo de pelo rizado, nariz ganchuda y rostro moreno y grasiento, que recordaba a los retratos de judas Iscariote, me llamó desde una tienda de aspecto extraño que tenía tres bolas doradas[6] sobre la puerta.
Con un acento peculiar, como si se hubiese estado atiborrando de budín indio o de alguna otra mezcla harinosa, aquel hombrecillo de pelo rizado me invitó a entrar en su tienda con mucha educación; y con una cortés reverencia y muchos saludos innecesarios y observaciones sobre el buen tiempo que hacía, me rogó que le dejara echar un vistazo a mi carabina. Yo se la di enseguida, encantado de tener una oportunidad de deshacerme de ella, y le dije que no deseaba otra cosa.
—¡Ah! —repuso, otra vez con su acento de budín indio que no trataré de imitar, y dando menos muestras de interés que al principio—, pensé que era mejor, es muy vieja.
—No —respondí sorprendido—, sólo la he usado tres veces; ¿cuánto me daría por ella?
—Aquí no compramos nada —dijo con un repentino aire de indiferencia—, aquí la gente viene a empeñar cosas.
Como nunca había oído la palabra «empeñar», le pregunté qué significaba; y me contestó que cuando la gente necesitaba dinero iban a verlo con sus carabinas y cobraban un tercio de su valor, y las dejaban allí, hasta que podían devolver el dinero.
«Qué anciano tan benévolo debe de ser este hombre —pensé—, y qué atento».
—Y dígame —le pregunté—, ¿cuánto me daría usted por empeñar mi fusil?
—Bueno, supongo que debe de valer unos seis dólares, y teniendo en cuenta que es usted un muchacho, le daría tres dólares por ella.
—¡No! —exclamé, volviendo a coger el arma—, vale cinco veces más, iré a otra parte.
—Buenos días entonces —dijo—, espero que tenga más suerte. —Y me hizo una reverencia al salir como si esperara volver a verme pronto.
No había llegado muy lejos cuando vi otras tres bolas colgadas sobre una puerta. Entré y vi un mostrador alargado, con una especie de barrotes que iban de extremo a extremo y tres ventanillas, con tres ancianos asomados, como prisioneros que mirasen entre las rejas. Detrás del mostrador había todo género de objetos apilados y etiquetados. Sombreros, gorras, abrigos, fusiles, espadas, bastones, cofres, planos, libros, escritorios y muchas cosas más. En una vitrina de cristal vi muchos relojes, sellos, cadenas, anillos, alfileres de corbata, y toda suerte de baratijas. En una de las ventanillas, hablando muy seria con uno de los hombres de nariz ganchuda, había una mujer muy delgada con un vestido y un chal de seda descoloridos, que llevaba a una niñita pálida de la mano. Al acercarme, ella bajó la voz y el hombre negó con la cabeza y pareció enfadado y maleducado, luego intercambiaron unas palabras acerca de una miniatura, vi pasar un poco de dinero por la ventanilla, y la mujer y la chiquilla salieron por la puerta.
«No pienso venderle mi carabina a ese hombre», pensé yo; y pasé a la ventanilla siguiente, y, mientras esperaba a que me atendieran, un anciano con un sobretodo pasó una petaca de plata por la ventanilla; y un joven que vestía una camisa de calicó y una chaqueta reluciente con cuello de terciopelo entregó un reloj de plata; y un apocado muchacho sacó una sartén de debajo de la capa; y otro chico, una Biblia; y todo aquello pasó por el hombre de la nariz ganchuda, que parecía dispuesto a enganchar con ella cualquier cosa que tuviera a su alcance; así que no tuve ninguna duda de que estaría encantado de enganchar mi carabina, pues el largo mostrador con los barrotes parecía una enorme red capaz de atrapar todo género de peces.
Por fin vi una oportunidad y me acerqué a la ventanilla; para anticiparme a un hombre muy grande que acababa de entrar, metí violentamente el fusil por la ventanilla, y el hombre de la nariz ganchuda soltó un grito pensando que iba dispararle. Por fin cogió el fusil, lo miró de arriba abajo, apretó el gatillo tres veces, y dijo:
—Un dólar.
—¿Cómo que un dólar? —pregunté yo.
—Es todo lo que puedo darle —replicó.
Él se volvió hacia la persona siguiente:
—Bueno, ¿y usted qué es lo que quiere?
Se trataba de un joven con una corbata roja muy raída y un rostro granujiento que daba la impresión de haberse echado a perder del mismo modo que su corbata. Mediante unos misteriosos golpecitos en el bolsillo del chaleco y otras indicaciones, dio a entender que tenía algo secreto que comunicar.
Pero el hombre de la nariz ganchuda le habló en voz muy alta y le dijo:
—De eso nada; lléveselo. ¿Tiene un reloj robado? Aquí no traficamos con esas cosas.
Al oírlo, el joven se ruborizó de pies a cabeza y miró a su alrededor para ver quién había oído al prestamista; luego sacó algo muy pequeño del bolsillo, y ocultándolo debajo de la palma de la mano lo pasó por la ventanilla.
—¿De dónde ha sacado este anillo? —dijo el prestamista.
—Quiero empeñarlo —susurró el otro ruborizándose de nuevo.
—¿Cómo se llama? —dijo el prestamista, en voz muy alta.
—¿Cuánto me da usted por él? —le susurró en respuesta el otro, inclinándose y mirando como si quisiera hacer callar al prestamista.
Por fin, llegaron a un acuerdo, cuando el hombre de detrás del mostrador cogió un billetito, se lo ató al anillo y empezó a escribir en el papel; luego le preguntó al joven dónde vivía, una pregunta que pareció avergonzarlo mucho; pero por fin balbució un número de Broadway.
—Eso es el City Hotel[7]; usted no vive ahí —dijo el hombre, mirando con crueldad el abrigo raído que llevaba el otro.
—¡Oh!, vamos —balbució el joven poniéndose muy colorado—, pensaba que eso era sólo una especie de formalidad; no quiero decirle dónde vivo, porque no tengo costumbre de ir a casas de empeño.
—Sabe muy bien que ha robado ese anillo —gritó el hombre de la nariz ganchuda indignado por aquella ofensa, y aparentemente decidido a arruinar para siempre la reputación del joven—. Estoy tentado de llamar a la policía; ya le he dicho que aquí no aceptamos objetos robados.
Ahora todas las miradas estaban pendientes del joven martirizado, que parecía a punto de desmayarse; y una pobre mujer con un gorro de noche y ropa de bebé en la mano miró temerosa al prestamista, como asustada de tener que enfrentarse a un modelo de integridad tan terrible. Por fin, el joven se fue furtivamente con su dinero y por la ventana lo vi doblar la esquina tan deprisa que se golpeó el codo contra la pared.
Esperé un poco más y vi cómo atendían a unos cuantos más; y, tras comprobar que los hombres de la nariz ganchuda invariablemente fijaban su precio en todos los artículos y que si alguien regateaba lo mandaban a otro sitio, decidí que sería inútil tratar de sacarles más de lo que me habían ofrecido; sobre todo cuando vi que tenían tantas carabinas colgando del techo que la mía no debía de interesarles mucho; y además que debían de ser muy ricos y prósperos para tratar a la gente de un modo tan arrogante.
Me pareció que lo mejor sería volver al prestamista del pelo rizado y aceptar su primera oferta. Pero, cuando llegué, estaba muy ocupado con otra persona y me tuvo mucho rato esperando; por fin llegó mi turno y le dije que aceptaba los tres dólares que me había ofrecido.
—Debería haberlos cogido cuando tuvo ocasión —replicó—. Ahora no le daré más de dos dólares y medio.
En vano traté de convencerlo, él se mostró inconmovible, así que me embolsé el dinero y me fui.