XXV
LOS ENSERES DEL ALCÁZAR
Como, por los motivos ya señalados, no me permitían ponerme al timón, tuve que contentarme con aprenderme el compás, que había copiado en una hoja en blanco de La riqueza de las naciones y estudiaba cada mañana como si fuese la tabla de multiplicar.
Me gustaba mirar la bitácora y observar la aguja, y me preguntaba por qué apuntaba siempre al norte y no al sur o al oeste, pues no comprendo el motivo de que señalara precisamente en la dirección en la que lo hace. Además, lo lógico sería que, puesto que desde el principio del mundo la marea de la emigración se ha dirigido siempre hacia el oeste, la aguja señalara hacia allí; sin embargo, señala siempre hacia el polo, donde hay pocas cosas capaces de atraer a un marinero, a no ser el hielo para preparar julepes de menta.
Dicho sea de paso, nuestra bitácora, el armario que contenía el compás del barco, merece que le dedique unas palabras. Era una especie de casita del tamaño de una jaula de pájaro con puertas correderas y dos cajones en el interior, que estaba siempre colgada de un soporte, justo enfrente de la rueda del timón. Tenía dos chimeneas para que saliera el humo de la lámpara que ardía dentro por la noche. Estaba pintada de verde, tenía persianas venecianas en dos lados y por el otro una ventana de guillotina, de modo que parecía una agradable residencia de verano en una fresca arboleda al final de un umbroso camino de jardín. De haber estado en el lugar del capitán, habría plantado unas parras en macetas para que trepasen sobre la bitácora, o habría metido unos canarios y la habría convertido en un aviario. Es sorprendente el aspecto tan distinto que pueden tener hasta las cosas más insignificantes si se tiene un poco de gusto y delicadeza.
Tampoco quiero pasar por alto el timón, que era de construcción moderna y el ojito derecho del capitán. Constaba de un complejo sistema de engranajes, ruedas dentadas y ejes de latón bruñido, que recordaba un poco una prensa de periódico o un telar mecánico. A los marineros, en cambio, no les gustaba demasiado, por culpa de los accidentes que sufrían sus dedos imprudentes, que se enganchaban entre los engranajes y otros intrincados mecanismos. Además, cuando el oleaje levantaba de pronto el barco, en mitad de una calma, el timón daba a veces una guiñada y echaba por los aires al timonel dando vueltas como Ixion[52], y a menudo lo hería y quebrantaba como si del suplicio de la rueda se tratara.
La «caja de la carne», otra especie de armario, o más bien de fresquera, donde se guardaba la provisión semanal de cerdo y ternera salada, también formaba parte de los enseres del alcázar y merece una descripción. Tenía forma ovalada y estaba rodeada de aros plateados asegurados con tornillos y un cerrojo dorado muy ornamentado. Era el asiento donde el capitán se sentaba a fumar todas las tardes, con un gorro chino con una borla en la cabeza y un fragante habano entre los blancos y afilados dientes. El capitán Riga era muy comodón.
¡Y luego estaba el magnífico cabestrante! El orgullo y la gloria de la tripulación, y era objeto de los constantes mimos y cuidados del cocinero, cuya obligación era tenerlo tan bruñido como una tetera, y que también los pasajeros de la antecámara admiraban a distancia. Como la mesa de un salón, estaba justo en medio del alcázar, con sus radios de latón resplandecientes y jaspeados por venas adamantinas de caoba y saúco. Era el cuarto de estar del capitán y la oficina del primer oficial, que guardaba entre las barras lápiz y papel para redactar sus informes.
Podría seguir y hablar del tambucho, que los oficiales empleaban como lugar de reunión, y de la sobreregala del palo mayor, que rodeaba un pequeño parque de lona pintada de verde donde un perrillo blanco con una cinta azul alrededor del cuello, propiedad de la hija del capitán de muelle, daba sus paseos matutinos y tomaba el aire como si fuese una versión reducida del campo de bolos de Nueva York.