LVII
CASI UNA HAMBRUNA
—¡Mamá, mamá!, ven a ver a los marineros comiendo en unos comederos como los de nuestros cerdos. —Eso exclamó uno de los niños de la antecámara que se asomó al castillo de proa a la hora de la cena, donde la tripulación estaba comiendo de los «cuezos», que, de hecho, se parecen mucho a los comederos de los cerdos.
—¿Cerdos, eh? —tosió Jackson desde su litera, donde se había sentado para presidir el banquete, aunque no participara en él, como un demonio que hubiese perdido el apetito de tanto mascar azufre—. ¿Cerdos? ¡No ha de pasar mucho tiempo, diablos irlandeses, antes de que deseéis cenar en nuestros comederos!
Su malévola profecía acabó cumpliéndose
Según iban pasando los días sin divisar tierra y con los vientos contrarios que retrasaban la marcha del barco, y lo acosaban como una jauría de perros, la inconsciencia y la falta de previsión de los pasajeros de la antecámara respecto a las provisiones que debían llevar al viaje empezaron a tener consecuencias inevitables.
Por fin, un nutrido grupo fue a popa a ver al oficial y le comunicó que no tenían nada que comer, se les habían acabado los alimentos y si no les daban comida del barco se morirían de hambre.
Se informó al capitán, quien se vio obligado a emitir un ucase para que se le entregasen una galleta de barco y dos patatas al día a cada pasajero de la antecámara cuya indigencia pudiera ser demostrada de forma fehaciente, una especie de sustituto de los huevos escalfados y las magdalenas.
Pero tan escasa ración era insuficiente para saciar su hambre y apenas bastaba para cubrir las necesidades de un adulto sano. La consecuencia fue que a lo largo de todo el día, y parte de la noche, decenas de emigrantes se paseaban por cubierta en busca de algo que devorar. Saqueaban el gallinero, se llevaban los pollos de tapadillo y los guisaban en la cocina pública. Hacían incursiones en la pocilga del barco y raptaban a un prometedor lechón que devoraban crudo, pues no se atrevían a deshacerse de su cuerpo de otro modo; rondaban el tabuco del cocinero, hasta que éste tenía que salir a amenazarles con un cucharón lleno de agua hirviendo; asaltaban al despensero en sus trayectos habituales del camarote a la cocina; merodeaban por el castillo de proa para robar la cesta del pan y acosaban a los marineros como mendigos en la calle, pidiéndoles un bocado en nombre de la Iglesia.
Al final, se vieron empujados a cometer tales excesos que aquel Grande de Rusia, el capitán Riga, redactó otro ucase advirtiéndoles de que cualquier emigrante al que se encontrase culpable de robo sería atado al aparejo y azotado.
Eso motivó secretos movimientos en la antecámara, que casi me hicieron temer por la seguridad del barco, pero, después de todo, no pasó nada grave e incluso toleraron, o al menos no protestaron demasiado, el castigo singular que el capitán mandó aplicar a un miembro de su clan, en sustitución de los azotes, pues pensó sin duda que una disciplina demasiado rigurosa habría exasperado hasta la insurrección a los quinientos emigrantes.
Fabricaron una tapadera —medio tonel— para una de las grandes tinas de cubierta e hicieron un agujero en ella y otros dos orificios más pequeños en el fondo de la tina. Luego ajustaron la tapadera —dividida por la mitad, a lo largo del diámetro del orificio— al cuello del culpable, quien quedó así unido a la tina, que descansaba sobre sus hombros mientras las piernas le asomaban por los agujeros del fondo.
Era una pesada carga, pero el hombre podía andar con ella; y su aspecto era tan ridículo que, a pesar de la indignidad, él mismo se echó a reír con los demás al ver la pinta que tenía.
Ahora, Pat, amigo —le dijo el oficial—, a ver cómo te las arreglas para llenar esa panza de madera.
No obstante, nuestro viejo «doctor» se compadecía de él y le daba como limosna un poco de comida que dejaba sobre la tapadera de la tina, de manera que, cuando llegó el momento de soltarlo, Pat se quejó, pues habría preferido mil veces seguir ejerciendo de Diógenes en el tonel lo que quedaba de famélica travesía.