XXXII
LOS MUELLES
El Highlander pasó más de seis semanas atracado en el muelle del Príncipe, y en todo ese tiempo, además de anotar mis observaciones sobre los sitios más cercanos, hice varias excursiones a los muelles vecinos, pues no me cansaba de admirarlos.
Hasta entonces no había visto más que los raquíticos amarraderos de madera y los descuidados y desastrados embarcaderos de Nueva York, y aquellos enormes muelles llenaban mi imaginación de sorpresa y admiración. En Nueva York, por supuesto, me había impresionado la gran cantidad de barcos y el bosque enmarañado de mástiles a lo largo del East River, pero mi asombro se había visto disminuido mucho por esos antiestéticos e irregulares embarcaderos que estoy convencido de que son una vergüenza y una lacra para la ciudad que tolera su existencia.
En cambio, en Liverpool, contemplé largas murallas chinas de mampostería, gigantescos embarcaderos de piedra y una sucesión de muelles bordeados de granito, totalmente cerrados y comunicados muchos entre sí, que casi traía a la memoria la gran cadena de lagos americanos: Ontario, Erie, St. Clair, Huron, Michigan y Superior. El tamaño y la solidez de aquellas estructuras casi parecía equivalente a lo que había leído de las viejas pirámides de Egipto.
Liverpool puede jactarse con justicia de haber creado el modelo de «dique húmedo[79]» de la actualidad y todo lo relacionado con su diseño, construcción, regulación y mejora. Incluso Londres tuvo que copiarlo de Liverpool, y Le Havre siguió su ejemplo. En magnitud, coste y durabilidad, los muelles de Liverpool superan, incluso hoy, a cualquier otro del mundo.
El primer muelle construido en la ciudad fue el muelle viejo, al que aludí durante mi paseo dominical con la guía. Fue erigido en 1710, y desde entonces ha ido surgiendo esa larga línea de diques de mampostería que flanquea hoy la orilla del Mersey.
Se pueden recorrer kilómetros a lo largo de dicha orilla pasando de un muelle a otro como por una cadena de inmensas fortalezas: el del Príncipe, el muelle George, el de las Salinas, el muelle Clarence, el muelle Brunswick, el muelle Trafalgar, el muelle del Rey, el de la Reina y muchos más.
Movida por una gratitud patriótica a los héroes navales que con su valor hicieron tanto por proteger el comercio de Gran Bretaña, del que tanto dependía Liverpool, la ciudad hace mucho que bautizó sus calles más modernas con varios nombres ilustres, de los que se enorgullecería Broadway: Duncan, Nelson, Rodney, Cabo San Vicente, Nilo[80].
Pero me parece una lástima que no otorgasen tan nobles nombres a sus nobilísimos muelles, de modo que fuesen como una serie de monumentos destinados a perpetuar los nombres de los héroes relacionados con el comercio que tan bien supieron defender.
Y cuánto mejor serían esos emocionantes monumentos, mucho más llenos de vida y agitación que los solitarios obeliscos de Luxor, y las fútiles torres de piedra, que, inútiles para el mundo, aspiran en vano a eternizar un nombre tallándolo solitario en el granito. Esos monumentos son ciertamente cenotafios, fundados muy lejos de donde se labró su fama el héroe, que, si es un héroe de verdad, tendría que seguir ligado a los intereses de su raza, pues la auténtica fama es generosa, desinteresada, social y solidaria. No son más que lápidas que conmemoran su muerte, pero que no celebran su vida. Me parece muy bien que sobre la tumba desconocida y tres veces mísera de un Dives[81] se erija una enorme columna de mármol, que recuerde el hecho de que vivió y murió, pues esos registros son indispensables para conservar su escaso recuerdo entre los hombres, aunque se trate de un recuerdo que no tardará en desmoronarse con el mármol y en mezclar se con el olvido de la multitud. Pero construir semejante vanidad pomposa sobre los restos de un héroe es una calumnia a su fama y un insulto a su espíritu. Se construyen monumentos más duraderos en privado con las letras del alfabeto que los que pudo fundar el mismo Keops con todo Egipto y Nubia por cantera.
Entre los muelles mencionados arriba están los del Rey y la Reina. En la época me recordaron a menudo a las dos calles principales del pueblo de América del que yo procedía, que una vez tuvieron ese mismo nombre. Habían sido bautizadas antes de la Declaración de Independencia, y unos años más tarde, en una fiebre de libertad, se abolieron en una entusiasta reunión municipal donde se declaró solemnemente que el rey Jorge y su mujer eran indignos de ser inmortalizados por el pueblo de L. Un erudito local me contó que se encargó a un comité formado por dos barberos que escribiese al anciano y trastornado caballero[82] para informarle de la nueva situación.
Como la descripción de uno de estos muelles de Liverpool servirá para retratar cualquiera de ellos, trataré de contar aquí cómo era el muelle del Príncipe, donde el High1ander descansó después de su travesía a través del Atlántico.
El muelle, de construcción relativamente reciente, probablemente sea el mayor de todos, y es bien conocido por los marineros americanos, por el hecho de que suele ser frecuentado por sus barcos. En él atracan los nobles paquebotes neoyorquinos, que en casa están al pie de Wall Street, y también los barcos algodoneros y los cargueros de Savannah y Mobile.
El muelle se construyó, como los otros, sobre el lecho del río en su mayor parte, después de sacar laboriosamente la tierra y la roca y de compactarlas de nuevo como material para construir los muelles y los embarcaderos.
Por el río, el muelle del Príncipe está protegido por un largo malecón de mampostería, coronado por un enorme muro, y, por el lado de la ciudad, por varios muros similares, uno de los cuales discurre a lo largo de una avenida. El espacio así circundado tiene forma oblonga y calculo que debe de ocupar entre seis y ocho hectáreas, aunque, como no tenía vara de topógrafo cuando lo calculé, no podría estar seguro.
El área ocupada sólo por el muelle, sin contar los embarcaderos que lo rodean, puede que sea de unas cuatro hectáreas. Desde la calle se accede a él a través de varias puertas, por lo que, una vez atrancadas, el muelle queda cerrado como una casa. Desde el río se accede a través de una esclusa y los barcos sólo pueden entrar cuando el nivel del agua en el muelle coincide con el del río, es decir, cuando la marea está alta, pues el agua del muelle está siempre a esa altura. De modo que, durante la marea baja, la quilla de los barcos de los embarcaderos está casi seis metros por encima de la de los barcos del río. Eso, por supuesto, produce una extraña sensación en el visitante, que ve cientos de barcos enormes flotando muy altos en medio de un bloque de mampostería.
El muelle del Príncipe está, por lo general, tan atestado de barcos que la entrada de un recién llegado suele producir una gran agitación entre los ocupantes más antiguos. Los capitanes de muelle, cuya autoridad declara la chapa que llevan sobre el sombrero, suben a las popas y castillos de proa de los diversos navíos y les gritan por doquier a los desconocidos:
«¡Ah del Highlander! ¡Largad una bolina y apartaos del Neptuno! ¡Ah del Neptuno! ¡Largad una amarra por popa y separaos del Tridente! ¡Ah del Tridente, largad una bolina y poneos a popa del Intrépido!». Y así recorre a todos los barcos una especie de descarga eléctrica, pues si tocas uno es como si los tocaras todos. Esta labor irrita y exaspera mucho a los marineros, pese a que no es más que uno de los inconvenientes inevitables de los muelles cerrados, los cuales, a cambio, tienen innumerables ventajas.
Justo al otro lado de la esclusa hay una balsa, siempre conectada con el río, a través de una estrecha bocana entre dos embarcaderos. Esa balsa constituye una especie de antecámara al muelle propiamente dicho, donde los barcos esperan su turno para entrar. En caso de tormenta es evidente la necesidad de esa balsa, pues sería imposible amarrar un barco que entrase a favor de la marea después de cruzar el océano. De las olas turbulentas, primero se deslizan en la antecámara entre los dos embarcaderos y desde allí pasan al muelle.
Respecto al coste de los muelles, sólo puedo decir que el muelle del Rey, que incluye un área comparativamente menor, se completó con un coste de veinte mil libras esterlinas.
El vigilante de nuestro barco, un hombre oriundo de Liverpool que se había pasado la vida navegando, contaba una curiosa historia relativa a ese muelle. Uno de los barcos que transportó tropas desde Inglaterra hasta Irlanda durante la guerra del rey Guillermo de 1688 entró en el muelle del Rey el día de su inauguración en 1788, después de un intervalo de un siglo. Era un pequeño bergantín llamado Y lo más probable es que, como sus tablones debían de haberse cambiado varias veces a lo largo cien años, lo único que conservara del original fuese el nombre.
Los muros incluyen un área pavimentada muy extensa, y a lo largo de los embarcaderos hay hileras de cobertizos de hierro concebidos como almacenes provisionales de las mercancías desembarcadas de los barcos. Nada supera el ajetreo y la actividad que se ven en esos muelles durante el día: balas, cajones, cajas y maletas van de un lado a otro en manos de miles de trabajadores; no dejan de entrar y salir carretas; los capitanes de muelle gritan constantemente; marineros de todas las naciones cantan mientras tiran de las drizas y toda esa conmoción aumenta con el retumbar de los altos muros, que multiplica el ruido.