LIV

UN EXCELENTE TABACO DE CLAVO Y DE COLA DE CERDO[136]

Ya he explicado lo ventajosamente que habían dispuesto de su tabaco en Liverpool mis compañeros de tripulación, ahora debo contar cómo sus infames transacciones comerciales les obligaron a pasar finalmente muchas penurias.

Fieles a su carácter poco previsor, y seducidos por los altos precios que se pagan en Inglaterra, habían vendido la mayor parte del tabaco que tenían, e incluso habían conseguido que el oficial les entregara el que había guardado bajo llave por orden de los funcionarios de Aduanas. De modo que, durante el viaje de vuelta, cuando la tripulación llevaba unas dos semanas en alta mar, se hizo tristemente evidente que el tabaco escaseaba.

Una de las diversiones favoritas de los marineros cuando no están de guardia por la tarde son las cartas; y aunque no sepan jugar al whist, el cribbage y otros juegos del mismo jaez, son adictos a un juego que llaman High-Low Jack, nombre que tiene cierto sabor náutico y marinero. Por lo general, las apuestas son rollos de tabaco de mascar, que apilan como cartuchos de monedas en los baúles mientras juegan. Júzguese, entonces, el perverso entusiasmo con que la tripulación del Highlander barajaba y repartía ahora las cartas, y cómo aumentó paradójicamente su interés a medida que las apuestas se fueron haciendo más y más escasas, hasta quedar reducidas a «mascadas».

Acabaron tan obsesionados que hubo quienes, después de trabajar mucho en cubierta durante la guardia nocturna, se privaban de horas de sueño para poder echar una partida. Y, como es muy difícil dormir en presencia de jugadores, sobre todo si se trata de marineros, cuya conversación tiende siempre a ser más bien bulliciosa, los que querían descansar echaban del castillo de proa a aquellos tipos. Así que tenían que salir a cubierta y convertirla en una mesa de cartas; e, invariablemente, había discusiones, acusaciones muy poco caballerescas de trampas y fullería y, de vez en cuando, algún intercambio de golpes.

Aunque no es de extrañar, si se tiene en cuenta que casi no veían nada, pues no tenían otra luz que la del cielo nocturno, y las cartas, de tanto usarlas, estaban rotas y manchadas de alquitrán, tanto que varios miembros de los cuatro palos de la baraja podrían haberse apartado de sus respectivos clanes para formar una quinta tribu bajo el nombre de «Manchas de alquitrán».

El tabaco fue escaseando cada vez más, hasta que, por fin, se hizo necesario emplearlo del modo más económico posible. La cantidad mínima de la mascada llegó a durarles un día, y por la noche, después de pedirle permiso al cocinero, la dejaban en el horno de la cocina para que se secase y poder fumársela después en pipa.

Al final no quedó ni un solo rollo, y, carentes del solaz y el estímulo que tanto necesitan los marineros en alta mar, la tripulación se volvió distraída, taciturna y tristemente atormentada por la melancolía. Eran como fumadores de opio a los que hubieran privado de pronto de su droga. Se sentaban en sus baúles, desamparados y abatidos, presas de una tristeza infinita y miraban la lámpara del castillo de proa en la que habían encendido tantas pipas agradables. Recordaban con conmovedora elocuencia aquellas tardes felices —los momentos consagrados al humo y el vapor— en las que, después de pasarse el día mascando, se dejaban embelesar por las afables y amistosas bocanadas.

Una noche, cuando parecían más tristes y desconsolados que nunca, Blunt, el cockney irlandés, se puso en pie de pronto con una idea en la cabeza:

—¡Muchachos, busquemos debajo de las literas!

—¡Bendito seas, Blunt! ¡Qué idea tan buena!

En el acto, apartaron los baúles, inspeccionaron los rincones más oscuros y su recompensa fueron dos barras de tabaco de clavo y varias mascadas viejas escupidas allí por algún marinero en un viaje anterior. Jackson fue el encargado de dividirlas de manera imparcial, y en esa ocasión se portó con una equidad que contentó a todos por igual.

Para repartir el tabaco recurrieron al curioso procedimiento habitual entre los marineros cuando se requiere el mayor grado posible de imparcialidad. Ahora lo describiré y recomiendo que todos los herederos que tengan que repartir una herencia lo consideren con atención, pues, si adoptasen este método náutico, el aforismo universalmente calumnioso de Lavater[137] se descartaría por ineficaz: «No pretendas conocer a nadie hasta que hayas repartido con él una herencia».

Cortaron los clavos en tantas partes como hombres había presentes y, después de concluir la operación en presencia de todos, Jackson cogió el tabaco y, mirando a la pared y de espaldas al grupo, señaló uno de los trozos con su cuchillo y gritó: «¿De quién es éste?». Y uno, al que habían escogido previamente, respondía al azar desde el otro extremo del castillo de proa: «De Blunt», y a Blunt iba a parar, y así seguían hasta que todos quedaban servidos.

Yo os pregunto, abogados —y a ti te invoco, espíritu de Blackstone[138]—: ¿Se os ocurre un método más imparcial que éste?

Pero los clavos y las mascadas de la última travesía pronto desaparecieron y, luego, tras un breve intervalo de relativa alegría, los hombres volvieron a sumirse en la melancolía.

No obstante, no tardó en ocurrírseles un ingenioso truco, no del todo desusado entre los marineros, para aliviar la severidad de la depresión que los consumía. Deshicieron unos cabos y sacaron los hilos, que, cortados en trocitos, utilizaron como sustituto del tabaco. Preferían los cabos viejos, sobre todo los que llevaban mucho tiempo en la bodega y habían adquirido una humedad epicúrea que le daba más solera a su viejo sabor, como de queso.

En medio de los cabos más gruesos, hay una parte central recta, alrededor de la cual se trenzan los hilos exteriores. Cuando, al buscar estopa, me topaba entre la filástica vieja empleada en esos casos con uno de esos trozos de cuerda, siempre experimentaba un extraño y absurdo deleite al deshacerlo lentamente y llegar poco a poco a su aromático y oculto «corazón», pues así se llama a esa parte central.

Suele tener un color oscuro y leonado con cierto lustre, resulta muy agradable al tacto, despide un olor acre, como el de una vieja y polvorienta botella de oporto recién sacada de la bodega, y, en conjunto, es un objeto que ningún buen gastrónomo podría resistirse a acariciar.

Tampoco le faltan a este delicioso trozo de basura numerosas asociaciones interesantes, trágicas y lúgubres. ¿Quién puede decir a cuántas tormentas ha sobrevivido, qué mares remotos ha surcado? ¿Cuántos recios mástiles de navíos de línea de setenta y cuatro cañones y fragatas habrá asegurado en la tempestad? ¿A qué profundidades se habrá hundido, en forma de maroma, en el fondo de puertos desconocidos? ¿Qué exóticos peces le habrán mordisqueado en el agua y qué ave marina sin catalogar la habrá picoteado cuando formaba parte de un elevado estay o de un obenque?

Pues bien, ese particular trozo de cuerda, ese agradable «corte» era lo que buscaban con más ahínco los marineros. Y, cuando cogían medio metro de cabo viejo, lo cortaban con cuidado para ver si tenía algo de «solomillo».

Por mi parte, no obstante, no puedo decir que aquella golosina tuviera un gusto agradable, por muy hermoso que fuera su aspecto para el arqueólogo o su aroma para el epicúreo en fragancias náuticas. De hecho, y aunque puede que me equivocase, me parecía que tenía un sabor acre y astringente, probablemente por el alquitrán que vicia en mayor o menor grado el gusto de todos los cabos. Pero a los marineros sí parecía gustarles y, en cualquier caso, lo mordisqueaban con delectación. Convertían uno de los bolsillos de sus pantalones en una chatarrería y, cuando alguien les pedía una mascada, sacaban un trozo de cabo.

Otro truco que empleaban para aliviar sus penurias era utilizar hojas de té secas, en lugar de tabaco, para llenar sus pipas. Cualquiera que haya cenado en un castillo de proa en alta mar se habrá sorprendido de la cantidad de hojas de té que quedaban en su pote. El caso es que no nos faltaba material para llenar las pipas.

Casi olvido relatar lo más interesante de este asunto; en concreto, que, a pesar de la escasez del producto original, Jackson siguió teniendo un remanente que no terminó hasta muy poco antes de llegar a puerto.

En lo más profundo de su desesperación ante la pérdida de su solaz más precioso, cuando los marineros estaban tan inconsolables como los cautivos babilónicos, Jackson se sentaba con las piernas cruzadas en su litera, que era una de las de arriba, y, envuelto en una nube de humo de tabaco, contemplaba a los dolientes con una sonrisa sardónica.

Les recordaba su locura por vender sus reservas de tabaco por el sucio ánimo de lucro, les retrataba su estupidez, se demoraba en los sufrimientos que se habían producido, exageraba esos sufrimientos y los ridiculizaba, se mofaba y se carcajeaba de ellos. Ninguno osaba responder a sus procaces ataques, ni a nadie se le ocurría pedirle que les aliviara de su penuria. Al contrario, tal como acabo de contar, compartían con él los clavos que encontraban.

El extraordinario dominio que ejercía el decrépito Jackson sobre doce o catorce marineros sanos y fuertes es un enigma cuya solución habrá que dejar a los filósofos.