XLIX
CARLO
Entre los emigrantes que viajaban a bordo del barco había un chico italiano de orondos mofletes y pelo castaño, ataviado con una raída chaqueta de terciopelo de color verde oliva y unos pantalones andrajosos remangados hasta las rodillas. No tendría más de quince años, pero en el pensativo crepúsculo de sus grandes ojos matutinos parecían dormitar vivencias tan tristes y variadas que sus días debían de haberle parecido años. No eran ojos como los de Harry, aunque éste los tuviera grandes y femeninos. Brillaban con una luz suave y espiritual, como una fría estrella en el cielo tropical, y traslucían humildad, un profundo sentido común y mucha resistencia frente a las adversidades de la vida.
Tenía la cabeza más bien pequeña, cubierta de gruesos mechones de cabellos rizados como zarcillos que colgaban sobre la frente y las delicadas orejas; en cierto modo recordaba a un ánfora clásica cubierta de follaje de Falerno.
De rodillas abajo, sus piernas desnudas eran tan hermosas como el brazo de una dama, igual de suaves y redondeadas y con la misma gracia infantil. Toda su figura era tan franca, agradable e indolente que parecía haber madurado en una viña napolitana, un chico como los que roban los gitanos en la infancia, como los que pintaba Murillo cuando se mezclaba con los pobres y los marginados en busca de motivos con los que conmover la mirada de los ricos y opulentos, un chico como esos mendigos andaluces llenos de poesía que emana hasta del último desgarrón de su ropa.
Se llamaba Carlo, y era un pobre y solitario hijo de la tierra, que no tenía padres y había sido arrastrado por el océano de la vida como un roción de espuma en una galerna.
Unos meses antes, había desembarcado, procedente de Messina, en el muelle del Príncipe con su organillo, y había recorrido las calles de Liverpool tocando los soleados aires de los climas meridionales entre la bruma norteña y la lluvia. Y ahora, después de reunir lo suficiente para pagarse el pasaje a través del Atlántico, había vuelto a embarcar para buscar fortuna en América.
Desde el primer momento, Harry se encariñó con el chico.
—Carlo —le preguntó—, ¿qué tal te fue en Inglaterra?
Él estaba apoyado en una vela vieja extendida sobre la lancha, y, echándose la sucia gorra con borlas hacia atrás y acariciándose una pierna como un niño, lo miró y respondió en un inglés macarrónico, que era como mezclar el fuerte vino de Oporto con un delicioso almíbar:
—¡Ah, me fue muy bien! Sé canciones para todos los públicos, muchachos y viejos, alegres y tristes. Sé marchas militares para los jóvenes, canciones de amor para las damas y tonadas solemnes para los ancianos. No atraigo multitudes, pero sé por sus caras qué canciones les gustarán más; nunca me paro delante de una casa sin antes juzgar por el portal por qué canción me darán un poco de dinero; nunca toco canciones tristes a los alegres, ni alegres a los tristes, aunque, las más de las veces, los ricos gustan de las tristes y los pobres de las alegres.
—¿Y no te has encontrado nunca con viejos refunfuñones y malhumorados que prefieren verte marchar antes que escuchar tu música?
—Sí —respondió Carlo, jugueteando con el pie—, a veces sí.
Y, en esos casos, sabiendo lo que valoran los inquietos la tranquilidad, supongo que no te irás a menos que te paguen un chelín.
—No —prosiguió el chico—, quiero a mi organillo tanto como a mí mismo, ¡el pobre es mi único amigo! Me canta cuando estoy triste y me alegra, y nunca he tocado delante de una casa para que me pagasen por marcharme, ¿verdad que no, querido organillo? —Y miró hacia abajo por la escotilla donde lo tenía guardado—. No, eso no lo he hecho nunca y nunca lo haré, así me esté muriendo de hambre, pues cuando me echan, no creo que mi organillo tenga la culpa, sino que son ellos los culpables, pues tienen los cañones del órgano tan rotos y oxidados que no se les puede insuflar música en el alma.
—No, Carlo, música como la tuya no, desde luego —dijo Harry con una carcajada.
—¡Ah! Ahí está el fallo. Aunque mi organillo esté tan lleno de música como una colmena de abejas, no hay otro en el mundo capaz de inculcar la música en un pecho poco musical, igual que mis canciones no pueden sonar en un arpa sin cuerdas.
Al día siguiente hizo un tiempo sereno y delicioso, y por la noche el barco surcaba sereno las olas impelido por una brisa suave pero firme y los pobres emigrantes, aliviados de sus últimos sufrimientos, se reunieron en cubierta; Carlo, harto de haraganear por ahí, bajó y, ayudado por los emigrantes, subió su organillo.
La música es sagrada y sus instrumentos, por muy humildes que sean, deben ser amados y venerados. Cualquier cosa que haya creado, cree o pueda crear música tendría que ser tan sagrada como el bocado de oro del caballo del shah de Persia y el martillo dorado con el que le clavan las herraduras. Los instrumentos musicales deberían ser como las pinzas de plata con que los sumos sacerdotes atendían los altares judíos —que nadie podía profanar con sus manos—. Quien se burle del más humilde caramillo, aunque se haya fabricado con la madera del seto de un mendigo, estará insultando al mismísimo y melodioso dios Pan.
No hay ningún humilde objeto capaz de crear música, ni siquiera un pífano o el violín de un negro, que no deba ser venerado como el órgano más grandioso que jamás haya inundado de armonía las naves de una catedral. Pues incluso un arpa judía puede tocarse de tal modo que despierte a todas las hadas que hay en nuestro interior y las haga bailar en nuestra alma como en un macizo de violetas iluminado por la luna.
Pero ¿qué sutil poder es este que reside en un simple pedazo de acero, que lo mismo podría haberse empleado para fabricar un clavo de diez peniques, y que se clava, sin golpes, en nuestro ser más profundo y nos muestra cosas desconocidas?
No fue por pura especulación ni con ánimo meramente trascendental por lo que los gloriosos griegos afirmaron que el alma humana era, en esencia, una armonía. Y, si admitimos la teoría de Paracelso y Campanella de que todos albergamos cuatro almas en nuestro seno, podemos explicar esos sonidos con eslabones de plata, esos melodiosos cuartetos que a veces cantan y se instalan en nuestro interior, como si nuestras almas fuesen aristocráticos salones y nuestra música la compusieran venerables arpistas galeses.
Pero ¡ved!, aquí está el organillo del pobre Carlo, y mientras la multitud silenciosa lo rodea, él mira humilde pero inquisitivamente a su alrededor, mientras su mano derecha tira y hace girar las palancas de marfil de su instrumento.
¡Contemplad el organillo!
Si es cierto que los viejos violines de Cremona atesoran tantas virtudes y su melodiosidad está en proporción con su antigüedad, qué divinos embelesos no podemos anticipar de este venerable, oscurecido y viejo organillo, que casi podría haber tocado la marcha fúnebre de Saúl[126] en el entierro del propio rey Saúl.
¡Un precioso organillo antiguo!, tallado con fantásticas torres, torreones y campanarios: su arquitectura parece de estilo gótico monástico, y, visto desde delante, recuerda a la fachada oeste de la abadía de York.
¡Esos arcos esculpidos, que conducen a intrincados vericuetos! ¡Esas ventanas con parteluces, que dan la impresión de abrirse a capillas inundadas con la luz de devotos atardeceres! Y ¡qué decir de esos livianos contrafuertes y tejados, y de esas hornacinas con sus santos! Pero, ¡alto!, he aquí una iniquidad moruna, pues, por mi vida, que esto es un arco sarraceno, y, por lo que sé, bien podría conducirnos a alguna Alhambra interior.
Y así es, pues en cuanto Carlo hace girar la manivela, oigo el gorgoteo de la Fuente de los Leones mientras suena una abigarrada canción italiana…, un mar líquido de sonidos, que me rocía la cara con su espuma.
¡Toca, toca, joven italiano! Qué más da que no suenen todas las notas, hay algo en mi interior que completa la melodía. Vuelve hacia mí tus ojos pensativos y matutinos, y mientras me arrastran los dos órganos —uno tuyo y otro mío—, deja que me asome a tu mirada insondable: hacerlo es tan hermoso como mirar en los mares del Sur y contemplar los rayos deslumbrantes de los delfines.
¡Toca, toca!, pues con cada nota desfilan ejércitos que enarbolan estandartes triunfantes entre la pompa del sonido. Creo ser Jerjes[127], entre los marciales relinchos de todos los sementales de la caballería persa. Como moscas de damasco dorado apretadas en una alta rama, mis sátrapas pululan a mi alrededor.
Pero ahora termina el desfile y me siento desfallecer; entretanto Carlo manipula sus palancas de marfil y unas flautas entonan una zarabanda, sonidos suaves, dulces y lánguidos como unos remos de plata en un arroyo burbujeante. Y ahora suena un aire marcial, como si diez mil trompetas forjadas con espuelas y empuñaduras de espadas llamaran al Norte, al Sur y al Este a dirigirse hacia el Oeste.
Vaya, ¿qué ventosos brezales son éstos? ¿Qué sonidos espectrales como los de las brujas de Macbeth? ¡El baile de los espíritus de Beethoven[128]! El toque de reunión de los espíritus y aparecidos. Ahí vienen de la mano Medusa, Hécate, la de Endor y todos los demonios de Blocksberg[129].
Una vez más, se mueven las palancas de marfil y unos sones largos y dorados —alguna oda a Cleopatra— asoman lentamente y se extienden formando grandes ondas de belleza: ante mí flotan innumerables reinas vestidas con gasas plateadas.
Todo eso tenía en su mano Carlo: hacerme y deshacerme; desarmarme y volverme a montar, pieza a pieza. Es arquitecto de catedrales de sonido y de ramajes de canciones.
¡Y todo lo consigue con el sonido de ese viejo organillo! Venerados sean, pues, todos los organillos callejeros; ese chico italiano tiene más melodías a su disposición que un centenar de orquestas parisinas.
Pero ¡ved! Carlo sabe regocijar la vista además del oído, y la misma magia en mi interior engrandece todas esas figuras, que, no obstante, necesitan de la mano reparadora del artista y que les quiten el polvo.
La fachada oeste de la abadía de York se abre, y, como las puertas del cielo de Milton[130], gira sobre bisagras doradas.
¿Qué tenemos aquí? ¿El interior del palacio del gran Mogol? Grupos de columnas doradas, fuentes, doseles y sofás; y damas y caballeros vestidos de seda y lentejuelas.
El organillo toca una marcha solemne, y, presto, unos arcos se abren de par en par y sale una tropa de hombres marciales tocados con plumas y turbantes carmesíes, recorren el salón con sus tintineantes cimitarras, saludan, prosiguen su camino y desaparecen por el fondo.
Ahora unos airosos acróbatas, unos esclavos nubios negros. Trepan por largas pértigas, se ponen cabeza abajo y se desvanecen.
Y ahora un baile de disfraces: damas y caballeros salen por las puertas laterales, un sultán lleva del brazo a una sultana; un emperador, a una reina; y las espadas enjoyadas de los caballeros de salón atraen las miradas de las coquetas y las condesas.
Entonces cae el telón y el pobre organillo parece sucio, viejo y desvencijado.
Ahora dime, Carlo, si esos sueños elíseos pueden transportarme en la esquina de cualquier calle por un solo penique, ¿hay alguien más rico que yo? No será el dueño de un millón.
Y, Carlo, ¡malhadada sea la voz que te salude, joven italiano, sin amabilidad, y maldito el esclavo que expulse tu maravillosa caja de suspiros y sonidos de un portal señorial!