XXX
REDBURN SE PASMA Y EMBOBA CON UNAS VIEJAS GUÍAS DE VIAJE EXTRANJERAS
Entre los raros volúmenes de la biblioteca de mi padre había una colección de viejas guías inglesas y europeas que había comprado en el curso de sus viajes muchos años antes. En mi infancia yo las había estudiado muchas veces y no me cansaba de contemplar sus numerosos adornos y grabados ni de mirar sus portadas, algunas de las cuales me recordaban bigotudos rostros extranjeros.
Entre otras, había un panfleto descolorido de tapas rosas y aspecto parisino, que ya había perdido el color de las mejillas, titulado Voyage Descriptif et Philosophique de L’Ancien et du Nouveau Paris: Miroir Fidéle, también un libro viejo y mohoso oscurecido por el tiempo y encuadernado en un papel mármol muy parecido al vertí antique, y titulado Itinéraire Instructif de Rome, ou Description Générale des Monuments Antiques et Modernes et des Ouvrages les plus Remarquables de Peinture, de Sculpture, et de Architecture de cette Célibre Ville, en cuya portada rojiza había un grabado que representaba una roca desnuda a la sombra de una encina (un paisaje desolado) al abrigo de la cual se reclinaba maternalmente la madre adoptiva de Rómulo y Remo para dar de mamar a los dos ilustres gemelos, un par de querubines desnudos tirados por el suelo con los brazos entrelazados e inmersos en su absorbente ocupación; de una rama colgaba una enorme hoja de cactus como un arabesco y la loba parecía una especie de vaca sin cuernos; el libro se había publicado Avec privilege du Souverain Pontife. Además, había un viejo volumen encuadernado en terciopelo con cierres de latón titulado El viajero a través de Holanda, con un grabado del ayuntamiento de Ámsterdam; y un venerable Retrato de Londres en el que abundaban los grabados de St. Paul, el Monumento, el Temple, Hyde-Park Corner, la Guardia Montada, el Almirantazgo, Charing Cross y el puente de Vauxhall. Había además un libro muy voluminoso con una cubierta amarillenta y polvorienta que recordaba la puerta de una diligencia y tenía una portada muy elaborada llena de adornos que imitaban las marcas de un látigo de postillón, titulado en parte Caminos principales, tanto directos como transversales, de Inglaterra y Gales, a partir de un nuevo estudio llevado a cabo por orden del Director General de Correos de su Majestad. Esta obra describe las ciudades, mercados, barrios y corporaciones municipales y sedes judiciales y da la hora de llegada y recogida del correo en cada una de ellas. Describe las posadas de las metrópolis de donde parten las diligencias y las posadas campestres que proporcionan caballos de posta y carruajes. Describe las mansiones de los nobles y caballeros ubicadas cerca de los caminos e incluye mapas de los alrededores de Londres, Bath, Brighton y Margate. Está dedicado A sus señorías los muy honorables condes de Chesterfield y Leicester por su agradecido, obediente y humilde servidor John Cary, 1798. También había un panfleto verde con un lema de Virgilio y un intrincado escudo de armas en la cubierta, que parecía un diagrama del laberinto de Creta, titulado Descripción de York, sus antigüedades y edificios públicos, en particular de la Catedral, realizada con gran esfuerzo a partir de documentos auténticos. Además, un pequeño volumen de aspecto académico, con encuadernación clásica de pergamino, y un frontispicio que reunía las torres y almenas del King’s College y la magnífica catedral de Ely, que, geográficamente, distan más de veinticinco kilómetros, titulado Guía de Cambridge, sus colegios, patios, bibliotecas y museos, y de las ceremonias de la ciudad y Universidad, además de una descripción de la catedral de Ely. También tenía un panfleto con una cubierta a la japonesa grabado con un desordenado grupo de estructuras parecidas a pagodas que pretendía ser una representación exacta de la Portada norte o principal de Blenheim, y se titulaba Descripción de Blenheim, residencia de su Gracia el duque de Marlborough, con una completa relación de sus pinturas, tapices, y muebles; un pintoresco paseo por sus parques y jardines y una descripción general de la famosa galería de cerámicas, etc. Incluye un ensayo sobre jardinería y está adornada con una vista del palacio y un nuevo y elegante plano del parque. Y, por fin, y muy pertinentemente, había un volumen titulado RETRATO DE LIVERPOOL.
Era un libro curioso y notable, y son tantos los recuerdos agradables que tengo de él que, de ser posible, me gustaría inmortalizarlo.
Permítaseme bajarlo de su altar y pintarlo con los colores de la vida real.
Al hojear ahora el volumen y pasar las páginas que tanto amé en mi infancia, las mismas que, años y años antes, pasó mi padre junto a las mismas escenas que en él se describen, me inunda una leve y placentera tristeza que me empuja hacia un pasado ya olvidado.
¡Libro querido! Vendería mi Shakespeare, e incluso sacrificaría mi viejo Hogarth antes que separarme de ti. Sí, dejaría que me embargasen antes de enviarte dando tumbos a la sala de subastas. Sí, amada reliquia de familia: hasta que te deshagas hoja a hoja, y letra a letra, tendrás un cómodo estante en alguna parte, aunque yo no tenga un banco donde sentarme.
De tamaño es lo que los libreros llaman un decimoctavo; está encuadernado en tafilete verde, que, por lo que recuerdo, se ha ido deslustrando con el tiempo; las esquinas tienen parches irregulares de rojo, como pequeños tricornios; y algún bárbaro desconocido le ha infligido una herida incurable en el lomo. No tiene letras, por lo que, a quien inspeccione mis humildes estantes, rara vez se le ocurrirá abrir el anónimo librito verde. Ahí pasa día tras día, semana tras semana, año tras año, sin que nadie lo lea más que yo, pero el mucho aprecio que le tengo compensa tanto desprecio.
Pero abramos el libro.
¿Qué son esos garabatos en las hojas de respeto? ¿Qué alumno incorregible de un maestro de caligrafía ha pasado por aquí? ¿Qué dibujante de animales salvajes y castillos en el aire? ¡Ah, no!, son parte de este libro tan precioso y contribuyen a que sea un tesoro para mí.
Algunos de esos garabatos son míos; y, como hacen los poetas con sus sonetos juveniles, podría escribir debajo de este caballo: «Dibujado a la edad de tres años», y de este bosquejo: «Ejecutado a los ocho años».
Otros son obra de mis hermanos, hermanas y primos, y algunas de las manos que los trazaron se han convertido ya en polvo.
Pero ¿qué hace aquí este ancla? ¿Y este barco? ¿Y esta cancioncilla de Dibdin[67]? El libro debe de haber pasado por las manos de algún marinero del castillo de proa. No, el ancla, el barco y la cancioncilla de Dibdin son mías; las dibujó esta mano y en este mismo viaje a Liverpool. Pero no tan deprisa, no quería contar eso todavía.
Justo en medio de esos garabatos trazados a lápiz, y, de hecho, totalmente rodeado por ellos, está escrito de la mano de mi padre en tinta indeleble, aunque desvaída, lo siguiente:
WALTER REDBURN
Riddough’s Royal Hotel
Liverpool, 20 de marzo de 1808
Al pasar la página, encuentro una miscelánea de recordatorios escritos a lápiz y casi borrados, característicos de una imaginación metódica, y por tanto sin duda de mi padre, que debió de escribirlos en distintos momentos durante su estancia en Liverpool. Ejercen sobre mí un interés extraño, antiguo, contenido y estival, y, aunque debido a los borrones es casi como leer palabras al azar en un periódico, quiero transcribir aquí algunos[68]:
En la página opuesta, sólo puedo descifrar lo siguiente:
Cena con el señor Roscoe el lunes.
Visita al señor Morille ese mismo día.
Dejar una tarjeta en casa del coronel Digby el martes.
El viernes por la noche teatro: Ricardo III y una nueva farsa.
Enviar carta a la señorita L., el martes.
Llamar a Sampson & Kilt el viernes.
Hacer efectiva la letra de pago en Londres.
Enviar noticias a casa en La Princesa.
Al pasar la página, despliego un mapa que, en mitad del escudo de Inglaterra que hay en una esquina dice con letras negritas que éste es «Un plano de la ciudad de Liverpool». Aunque no se advierte mucha planificación en las callejas de aspecto angosto y retorcido, ni en los muelles irregularmente desparramados por la orilla del Mersey, que fluye como una pacífica corriente en el dibujo.
En la esquina noreste se extiende un Sahara uniforme de color blanco amarillento, un desierto que todavía conserva las marcas de mi esfuerzo por poblarlo denodadamente de toda suerte de toscos monstruos dibujados con lápices de colores. El espacio designado por ese lugar, ahora está, sin duda, cubierto de edificios.
Descubro varias líneas de puntos trazadas a pluma que irradian en todas direcciones desde Lord Street, donde está escrito «Riddough’s Hotel», el establecimiento donde se alojó mi padre.
Esas marcas describen sus excursiones por la ciudad; sigo las líneas por calles y callejas, y a través de grandes plazas, y entro con él en los patios más estrechos.
Gracias a las marcas veo que mi padre no olvidó su religión en un país extranjero, sino que iba a la iglesia de St. John, cerca de Haymarket, y a otros lugares de adoración pública: veo que visitó la Sala de Prensa[69] en Duke Street, el Liceo en Bold Street, y el Teatro Real y que pasó a presentarle sus respetos al eminente señor Roscoe[70], el historiador, poeta y banquero.
Tras plegar reverentemente el plano, paso por un grabado del Ayuntamiento y llego hasta la portada que, en el centro, está adornada con un paisaje que representa a una dama ligera de ropa calzada con unas sandalias, sentada pensativamente sobre una roca desolada junto a la orilla del mar, con la cabeza apoyada en una mano, y que le muestra al extranjero una especie de bandeja ovalada en forma de pájaro y este lema en el borde: Deus nobis haec otia fecit[71].
El pájaro forma parte del escudo de la ciudad y es una representación imaginaria de un ave hoy extinguida, llamada «Liver» que, al parecer, habitaba una laguna que los arqueólogos afirman que cubría gran parte del terreno ocupado hoy por la ciudad de Liverpool, y de ese pájaro y esa laguna deriva el nombre de Liverpool[72].
A lo lejos, detrás de la mujer pensativa, hay un barco que navega a todo trapo y sobre la playa se ve la figura de un hombrecillo que trata en vano de arrastrar un enorme fardo lleno de cosas.
Colocado simétricamente por encima y debajo de dicho dibujo, está este título completo, aunque temo que el impresor no sea capaz de proporcionar una reproducción exacta:
Retrato
de
Liverpool
o
guía del extranjero
y vademécum de bolsillo del caballero visitante
DE LA CIUDAD
Ilustrado
con grabados
de los artistas más consumados y eminentes
Liverpool:
Impreso en Swift’s Court,
Y vendido por Woodward y Alderson, 56 Castle St.
1803
Un breve y ceremonioso prefacio informa al lector, como si el escritor no dejase de hacerle reverencias, de la favorecedora recepción proporcionada a las ediciones previas de la obra y cita testimonios de respeto aparecidos en varias revistas como The British Critic, Review, y el séptimo volumen de Beauties of England and Wales; concluye expresando la esperanza de que esta nueva edición, revisada e ilustrada, pueda «hacerlo menos indigno de la atención del público y menos indigno del asunto que pretende ilustrar».
Es un prefacio agradable, refinado y respetuoso, cuya fecha y lugar de impresión se indican solemnemente al final: «Hope Place, 1 de septiembre de 1803».
Pero ¡cuál no habría sido mi satisfacción al demorarme en ese párrafo circunstancial, si el escritor hubiese indicado la hora precisa del día y el reloj en el que la había constatado, y si hubiera mencionado al menos su edad, nombre y ocupación!
Pero todo eso se ha perdido: ignoro quién era y el destino de este autor estimable es compartir el olvido de todos los incógnitos literarios.
Debía de tener las más nobles y elevadas opiniones sobre el verdadero valor de la fama, puesto que desdeñó perpetuarse incluso por una simple inicial.
Si pudiera encontrarlo hoy, descansando olvidado en algún cementerio, le compraría una lápida y mandaría grabar en ella la portada de su libro, pues la considero su más noble epitafio.
Después del prefacio, el libro empieza con un extracto del prólogo escrito por el excelente doctor Aikin[73], el hermano de la señora Barbauld, con motivo de la inauguración del Teatro Real de Liverpool en 1772:
Allí donde la corriente del Mersey, tras mucho serpentear por el llano,
vierte su tributo en el circundante océano,
eligieron unos pescadores instalar su humilde morada;
el trabajo bien hecho bendijo su dulce retiro;
habituados a la vida dura, pacientes, valientes y rudos,
desafiaron las olas por un precario sustento:
construyeron sus casas en la orilla,
con las redes y botes como única despensa.
De hecho, toda la obra abunda en pintorescas citas poéticas y anticuadas alusiones clásicas que van de la Eneida a El naufragio de Falconer[74].
Y el autor anónimo debió de ser no sólo un erudito y un caballero, sino un hombre desinteresado y amable, imbuido de auténtico patriotismo ciudadano, pues en su «panorama de la ciudad» hay nueve páginas de letra muy prieta con un poema olvidado de un poeta olvidado oriundo de Liverpool.
A modo de disculpa por lo que podría parecer la imposición al público de un episodio tan largo, lo presenta cortés e inspiradamente diciendo que «durante muchos años el poema ha sido difícil de encontrar y en la actualidad sigue siendo poco conocido, y por tanto un breve fragmento de éste será sin duda del agrado del lector culto, sobre todo teniendo en cuenta que este noble poema épico está escrito con gran acierto en la expresión y los sentimientos más delicados».
Una vez, una única vez, se me pasó por la cabeza la desconsiderada idea de que el autor de la guía bien pudiera ser el autor del poema. Aunque eso fue hace muchos años y no he vuelto a permitir que una idea tan mezquina se insinuase siquiera en mi imaginación.
Dicho poema épico, a juzgar por el ejemplar que tengo delante, está compuesto al viejo estilo elegante y avanza tan poderoso como un carruaje tirado por cuatro caballos. Canta a Liverpool y al Mersey, a sus muelles y barcos, a sus almacenes y balas de mercancías y a sus anclas, y, tras extenderse sobre la época abyecta en la que «el noble Mersey fluía sin gloria», el poeta exulta como el Parnaso entero con:
Ahora el mundo asombrado su nombre conoce,
desde la India lejana al mismísimo Septentrión
doquiera el vasto Atlántico sus orillas baña,
doquiera el Báltico agita sus olas invernales,
doquiera llega su venerable corriente,
que a Sicilia envuelve como a una novia,
Groenlandia por ella a sus ballenas renuncia,
y la Galia temperada cultiva sus viñas:
en la cálida Iberia florece el limonero,
y la fruta madura inclina la rama;
por doquier son conocidas sus prósperas flotas
y así hace suyas las riquezas de todos los climas.
También incluye una alusión delicadamente velada al señor Roscoe:
Y aquí R*s*o* explora con su genio
nuevas rutas antes desconocidas.
De hecho, tanto el anónimo autor de la guía como el inspirado bardo del Mersey dan la impresión de estarle muy agradecidos a Roscoe por dotar a su ciudad bienamada de una reputación que aumentaba graciosamente su notoriedad como mero centro comercial. Le llaman el moderno Guicciardini de la Florencia moderna y se refieren a sus historias, traducciones y biografías de personajes italianos con una admiración clásica.
El primer capítulo empieza de forma metódica y profesional, informando al lector impaciente de la latitud y longitud exactas de Liverpool, de modo que, desde el principio, queden despejadas todas las dudas al respecto. Luego procede a hacer una relación de la historia y las antigüedades de la ciudad, empezando por un registro del Doomsday Book[75] de Guillermo el Conquistador.
Aquí, no obstante, debemos confesar sinceramente que, a pesar de todos sus otros méritos, mi autor favorito demuestra cierta falta de verdadera penetración y rigor arqueológico que debería haberle hecho despreciar la idea de detener sus investigaciones en el reinado del monarca normando y remontarse decididamente a través de la Edad Media hasta Moisés, el hombre de Uz[76] y Adán, hasta establecer sin lugar a dudas que el suelo de Liverpool se fundó en el momento mismo de la Creación.
Pero tal vez uno de los pasajes más curiosos del capítulo de investigación arqueológica sean las pías y moralizantes reflexiones del autor sobre el interesante hecho de que, en 1571, los habitantes de la ciudad enviasen un memorial a la reina Isabel rogándole un subsidio para lo que, con su peculiar estilo, llaman «la depauperada real ciudad de Liverpool».
Al contemplar esta guía vieja, descolorida y deteriorada, que lleva las marcas de los estragos de casi medio siglo, y leer cómo esta antigualla se extiende, como si fuese una obra moderna, sobre otras antigüedades previas, no puedo sino recordar que el mundo se está haciendo viejo. Y, cuando paso al segundo capítulo, «Sobre el crecimiento de la población y el número de habitantes», y me dedico a hojear, página tras página, todo el volumen, repleto de alusiones a la inmensa grandeza del lugar, que, desde entonces, ha cuadriplicado con creces su población, opulencia y esplendor, y cuyos habitantes deben considerar el período en él descrito con una creciente sensación de superioridad y orgullo, me inunda una cómica tristeza respecto a la vanidad de toda exaltación humana. Pues la piedra clave de hoy es la piedra angular de mañana, e igual que la basílica de San Pedro se construyó en gran parte con las ruinas de la antigua Roma, también todas nuestras edificaciones, por imponentes que sean, servirán de cantera y material para las aún más grandiosas cúpulas de la posteridad.
E igual que esta vieja guía se jacta del, para nosotros, insignificante Liverpool de hace cincuenta años, las guías de Nueva York se jactan hoy de la magnitud de una ciudad, cuyos futuros habitantes, numerosos como la arena de la playa y circundados de altos muros y torres que flanquearán interminables avenidas de gran gusto y opulencia, mirarán todas nuestras Broadways y Bowerys como el exiguo núcleo de su Nínive. Desde el Hudson arriba, más allá del río Harlem, donde crecen hoy los arbolillos que darán sombra centenaria con sus anchas ramas a sus mansiones señoriales, puede que envíen exploradores para internarse en las oscuras y humeantes callejuelas de la Quinta Avenida y la calle Catorce, y, más al sur, es posible que desentierren el actual edificio dórico de Aduanas y lo presenten como una prueba de que su poderosa metrópoli disfrutó de una antigüedad helénica.
Puesto que soy extremadamente reacio a no dar aquí un ejemplo del noble estilo de este Retrato de Liverpool, tan diferente de las breves, coquetas y poco fiables guías de Niágara y Buffalo de la actualidad, incluiré ahora el capítulo sobre las investigaciones arqueológicas, sobre todo porque resulta muy entretenido y proporciona mucha información rara y valiosa para el lector sobre la ciudad a la que hice mi primer viaje. Y creo que a propósito de todo eso, que yo ignoro por completo, es mucho mejor citar a mi viejo amigo al pie de la letra que trocear una información tan buena como el mejor solomillo y preparar con ella un ragú por mi cuenta y hacerlo pasar por original. Sí, honraré a mi preciosa guía como se merece.
Aunque ¡cómo podría el arte del impresor oscurecer y envejecer las páginas hasta amarillearlas como un suave crepúsculo y lograr que le inspirasen al lector los mismos recuerdos que me trae a mí el original!
¡No!, por la memoria sagrada de mi padre, y por mis sacrosantos y cariñosos recuerdos familiares, ¡no lo haré! ¡No te citaré, viejo libro de tafilete verde, ante el frío rostro del mundo de corazón marmóreo, pues los lectores superficiales deshonrarían tus antigüedades al pasarlas por alto, y a mí me acusarían de hinchar mi libro plagiando una guía de viaje…, el más vulgar e ignominioso de los robos!