VIII
LO ASIGNAN A LA GUARDIA DE BABOR, SE MAREA Y RELATA OTRAS DE SUS VIVENCIAS
Estaba empezando a oscurecer cuando, de pronto, convocaron a todos los marineros al alcázar, y, como es lógico, fui con ellos.
«¿Qué irá a pasar ahora?», pensé, y pronto tuve ocasión de descubrirlo. Al parecer, nos iban a dividir en guardias. El primer oficial empezó por elegir a un apuesto y fornido marinero para su guardia; luego le llegó el turno de elegir al segundo oficial, y él también escogió a un marinero apuesto y fornido. Pero no fui yo…, no…, y a medida que iban eligiendo, uno tras otro, en rotación regular, caí en la cuenta de que ninguno de los dos oficiales me miraba siquiera, sino que seguían buscando entre los demás, escudriñando sus rostros, pues estaba oscuro, y diciéndoles que no se ocultaran con las solapas de las chaquetas. Pero los marineros, sobre todo los más apuestos y fornidos, parecían muy preocupados por apartarse todo lo posible, y se calaban la gorra sobre los ojos; y aunque puede que fueran sólo imaginaciones mías, desde luego pensé que todos afectaban una especie de indiferencia altanera respecto a la guardia en la que iban a incluirlos, y no parecían pensar que valiera la pena preocuparse por el asunto. Y los mismos hombres que, unos minutos antes, habían demostrado una enorme agilidad y rapidez al trepar por los aparejos y subir al mástil al oír la voz de mando, ahora se apoyaban perezosos contra las amuradas; como si estuvieran convencidos de que para entonces los oficiales ya deberían saber quiénes eran los mejores hombres, y se valorasen lo suficiente para obligar a los oficiales a tomarse la molestia de buscarlos, pues, si valía la pena tenerlos, también valdría la pena buscarlos.
Por fin, eligieron a todos menos a mí; y le tocó escoger al primer oficial; aunque no le quedaba mucha elección, pues yo era el único que quedaba y lo quisiera o no tenía que formar parte de su grupo, como el resto que llevamos al hacer una suma.
—Bueno, Buttons —dijo el primer oficial—, pensaba que me libraría de ti. Y, de hecho, señor Rigs —añadió, dirigiéndose al segundo oficial—, creo que será mejor que vaya con los de su guardia… Se lo cedo, así tendrá usted un hombre más que yo.
—No, muchas gracias —dijo el señor Rigs.
—Le vendrá bien —dijo el primer oficial—, mire, el muchacho no es mal parecido… Está un poco verde, desde luego, pero también lo estuvo usted hace un tiempo, Rigs.
—No, se lo agradezco —repitió el segundo oficial—. Lléveselo usted… Es suyo por derecho… Yo no lo quiero. —Y así me asignaron al grupo del primer oficial, es decir, a la guardia de babor.
Mientras ocurría dicha escena, me sentí muy humillado; ahí estaba yo, como un corderito inocente, sobre el que discuten dos carniceros. Nada de lo sucedido hasta entonces me había recordado con tanta claridad dónde estaba y en lo que me había convertido. Me alegré mucho cuando nos ordenaron volver a proa.
Al ir a marcharnos, el segundo oficial llamó a uno de los marineros por su nombre: «¿Bill?», y Bill respondió: «¿Señor?», como si el otro fuese todo un caballero. Me sorprendió no poco, que se dirigiese a un hombre con una chaqueta tan vieja, raída y andrajosa con tanto respeto; aunque también me había sorprendido que el primer oficial lo llamara «señor Rigs» en la escena del alcázar; como si el tal señor Rigs fuese un acaudalado comerciante que viviera en una casa de mármol en Lafayette Place. Sin embargo, no tardé en descubrir que en el mar todos los oficiales son «señores», y se tomarían como un insulto que un marinero se dirigiera a ellos de otro modo. Y, de hecho, es uno de sus derechos y privilegios que les llamen «señor» cuando les hablan: «Sí, señor; no, señor; sí, sí, señor», y son tan picajosos con que les llamen así como tantos caballeros y barones, aunque sus títulos no son hereditarios, como en el caso de los sir Johns y sir Joshuas de Inglaterra. No obstante, y por lo que se refiere al segundo oficial, sus títulos son las únicas dignidades de las que disfruta, pues, en conjunto, lleva una vida de perros. El capitán nunca lo considera digno de su compañía, aunque en ocasiones el primer oficial sí lo sea, tal vez no en el camarote pero al menos en el alcázar; además, el segundo oficial desayuna, almuerza, come y cena de las sobras que quedan en la mesa del camarote, e incluso el despensero, que no responde ante nadie salvo el capitán, lo trata a veces con arrogancia; y tiene que trepar al mástil cuando las gavias tienen los rizos tomados; y más de una vez debe echar mano al cubo del alquitrán; y debe guardar la llave del armario del contramaestre, y llevarles las piolas y las trincas a los marineros que están ocupados con el aparejo; además de hacer muchas otras cosas que cualquier barón que se precie se negaría a hacer aunque le fuera el título y aun la vida en ello.
Una vez divididos en guardias, nos enviaron a cenar; no obstante, no pude comer nada más que una galleta; me habría gustado tomar un poco de té, pero no tenía pote donde servírmelo y me dio apuro pedirles a los rudos marineros que me dejaran beber del suyo, así que me tuve que ir sin beber ni un solo sorbo. Pensé en acudir al cocinero negro a rogarle que me diera una lata vacía, pero parecía tan enfadado que se me quitó la idea de la cabeza.
Después de cenar, pues en un barco nadie lo llama tomar el té, llamaron a cubierta a la guardia en la que me habían incluido, y nos dijeron que tendríamos que hacer el primer turno de guardia nocturna, es decir, de las ocho a medianoche.
Entonces empecé a sentirme mal y a notar molestias en el estómago, como si lo tuviera muy revuelto; y noté una sensación extraña y me dio vueltas la cabeza; así que no me quedó la menor duda de que se trataba del principio de algo terrible: el mareo. En vista de que me encontraba cada vez peor, le expliqué a uno de los marineros lo que me ocurría y le rogué que presentara mis excusas muy educadamente ante el primer oficial, pues pensé que sería mejor ir abajo y pasar la noche en mi litera. Pero él se limitó a reírse de mí y a decir que mi madre no tendría que haberme dado permiso para embarcarme; me indignó que un hombre a quien había oído maldecir de forma tan terrible se atreviera a pronunciar su sagrado nombre. Era una especie de blasfemia y tuve la impresión de que arrancaba los secretos más apreciados y mejor custodiados de mi alma, pues por aquel entonces el nombre de mi madre era el centro de los más puros sentimientos que albergaba en mi corazón y que había aprendido a guardar en secreto en lo más profundo de mi ser.
Pero exteriormente no me di por enterado de las palabras del marinero, pues eso sólo habría servido para empeorar las cosas.
Aquel hombre era groenlandés de nacimiento, tenía la piel muy blanca allí donde no estaba curtida por el sol, unos hermosos ojos azules algo separados y un rostro ancho y simpático cubierto de pelo rubio y rizado. No era muy alto, pero sí muy fornido y activo y tenía unas espaldas tan anchas como un escudo, con los hombros muy separados. Debía de ser un marinero con mucho éxito entre las mujeres, pues se pasaba el día hablando en su inglés macarrónico de las hermosas damas a las que conocía en Estocolmo y Copenhague y de un lugar que llamaba «El Garfio», y pensé que sería el lugar donde vivían los hombres de nariz ganchuda que se quedaban con las carabinas de los demás y con cualquier otra cosa que les cayera en las manos. Iba vestido con mucho gusto, como si supiera que era un hombre bien parecido. Lucía un chaquetón de lana azul marino y llevaba un pañuelo nuevo de seda alrededor del cuello, pasado a través de una vértebra de tiburón muy bien pulida y tallada. Sus pantalones eran de dril blanco, y calzaba un hermoso par de zapatillas y un sombrero de lona embreada tan reluciente como un espejo, del que pendía una larga cinta negra que a veces se le enredaba en el aparejo; llevaba también unas anclas de oro en las orejas y un anillo de plata en el dedo, muy gastado y abollado de tanto tirar de los cabos y de las demás tareas de a bordo. Recuerdo que pensé que más le habría valido dejarse las joyas en casa.
Pasó mucho tiempo antes de que yo pudiera creer que aquel hombre fuera verdaderamente de Groenlandia, aunque tenía un aspecto lo bastante exótico para haber venido de la luna, y siempre estaba contando historias de aquel lugar lejano: cómo pasaban los inviernos, lo amargo que era el frío y que acostumbraba a meterse en la cama y dormir doce horas seguidas, y luego se daba una vuelta por ahí y se volvía a meter en la cama, y luego volvía a levantarse… quién sabe cuántas veces, y todo en una noche; pues, según decía, en su país las noches duraban tantas semanas que había bebés groenlandeses que cumplían tres meses antes de que pudiera decirse con propiedad que tuvieran un día.
Había leído antes cosas parecidas en libros de viajes, pero aquello no eran más que lecturas, igual que cuando uno lee Las mil y una noches, en las que nadie cree en realidad; pues en cierto modo cuando leía acerca de aquellos países maravillosos nunca llegué creer lo que decían, sino que sólo me parecía muy extraño, demasiado extraño para ser cierto; aunque jamás pensé que quienes habían escrito el libro estuvieran mintiendo. No sé cómo explicar con exactitud a lo que me refiero, pero dicho queda que jamás creí en Groenlandia hasta que vi a aquel groenlandés. Y, al principio, oírle hablar de Groenlandia sólo sirvió para volverme más incrédulo, pues ¿qué se le había perdido a alguien de Groenlandia entre nuestro grupo? ¿Por qué no estaba en su casa entre los icebergs? ¿Cómo resistía el sol veraniego sin derretirse? Además, en lugar de carámbanos en las orejas, llevaba pendientes; y no vestía pieles de oso, ni se protegía las manos con unos enormes mitones; cosas que me resultaba imposible no relacionar con Groenlandia y los groenlandeses.
Pero estaba hablando de mi mareo y de que pretendía retirarme a pasar la noche. Aquel groenlandés, al ver que estaba enfermo, se ofreció a convertirse en médico y curarme; bajó al castillo de proa y volvió con una jarra marrón, como una jarra de melaza, y una tacita de lata, y en cuanto me acercó la jarra a la nariz, no me hizo falta decir lo que contenía, pues olía como una taberna, y efectivamente resultó estar llena de licor de Jamaica.
—Vamos, Buttons —dijo—, una sola dosis de esto te sentará mejor que una noche de sueño; toma, bébetelo, y luego cómete siete u ocho galletas y te sentirás tan robusto como el palo mayor.
No me apetecía mucho hacer lo que decía, pues tenía ciertos escrúpulos respecto al consumo de licor; y, para ser sincero, no me avergüenzo por ello: en el pueblo donde vivía mi madre, yo era miembro de una sociedad llamada Asociación por la Abstinencia Total Juvenil, de la que mi amigo Tom Legare era presidente, secretario y tesorero, y guardaba los fondos en un monederito que le había bordado su prima. Creo que había tres dólares y seis centavos la última vez que hizo cuentas, un día de mayo en que nos encontramos en un bosquecillo a la orilla del río. Tom era un tesorero muy honrado, y nunca gastó ni un centavo del dinero de la sociedad en cacahuetes; y además era un muchacho amable y generoso a quien yo apreciaba mucho. Pero ahora no es el momento de hablar de Tom.
Cuando el groenlandés se me acercó con su jarra de medicina, le di las gracias lo mejor que pude, pues justo entonces estaba asomado por la borda y tenía la sensación de estar a punto de morir, pero me las arreglé para decirle que estaba obligado solemnemente a no beber alcohol bajo ninguna consideración, aunque, como tuve una especie de presentimiento de que la bebida me habría sentado bien por una vez en mi vida, empecé a lamentar no haber tenido la precaución, al hacer el juramento de abstinencia, de incluir una pequeña cláusula que me permitiese beber alcohol en caso de mareo. Y recomiendo a los abstemios que lo tengan en cuenta, y así, si llegan a hacerse a la mar, no tendrán necesidad de quebrantar sus juramentos, como siento decir que tuve que hacer yo. Me resultó muy difícil romper un voto nunca violado hasta entonces, sobre todo porque el ron no tenía un sabor muy agradable, y de hecho me abrasó la boca de tal modo que no volví a disfrutar de la comida hasta pasado un tiempo. Incluso cuando volví a estar fuerte y recuperado, me pregunté cómo podría gustarle aquello a los marineros; pues muchos, aparte del groenlandés, habían llevado consigo una jarra, para «ir tirando», como ellos decían. No obstante, no les sirvió para ir tirando mucho tiempo, pues el ron se acabó el segundo día, y tiraron las jarras por la borda. Me gustaría saber dónde estarán ahora.
A decir verdad, descubrí que, a pesar de su sabor áspero, aquel licor que bebí era justo lo que necesitaba; aunque supongo que si me hubiese tomado una taza de café caliente también me habría sentado bien y tal vez mucho mejor. Pero no había a esa hora de la noche, o a ninguna otra hora, porque lo que ellos llamaban café y que nos daban cada mañana con el desayuno, era la bebida de sabor más curioso que bebí nunca y se parecía tan poco al café como a la limonada, aunque, desde luego, estaba tan frío como la limonada, y siempre pensé que el cocinero tenía una nevera y le echaba hielo. Aún más curioso era que tuviese un gusto y calidad diferente cada mañana. A veces sabía a pescado, como si fuese una infusión de arenques holandeses; a veces sabía muy salado, como si hubieran cocido en él un trozo de penco viejo o de ternera; y otros días tenía sabor a queso, como si el capitán hubiese mandado prepararlo con cortezas de queso; y había veces en que tenía tan mal sabor que me sentía tentado a pensar que habían hervido en él un par de calcetines viejos. De qué demonios estaba hecho y por qué tenía sabores tan diferentes, quedó para siempre en el misterio, porque, cuando se dedicaba a ejercer su vocación, nuestro viejo cocinero se recluía en la cocina y nunca reveló ninguno de sus secretos.
A pesar de ser un tipo muy serio, tal como contaré más adelante, o tal vez precisamente por eso, era un cocinero de aspecto muy sospechoso, y no creo que hubiera logrado nunca un empleo en Delmonico’s[18] en Nueva York. Era una suerte para él ser negro, pues no me cabe duda de que su color nos impedía ver la suciedad de su cara; no lo vi lavarse más que una vez, y fue en uno de sus peroles de sopa una noche oscura cuando creía que nadie lo veía. Nunca pude averiguar qué le impulsó a lavarse la cara en ese momento, pero supongo que debió de despertarse soñando con la suciedad de sus mejillas. En cuanto a su café, a pesar de lo desagradable de su sabor, cada mañana despertaba en mí la misma extraña curiosidad por saber qué nuevo sabor iba a tener; y aunque, desde luego, nunca dejé de hacer un nuevo descubrimiento y de añadir otro sabor a mi paladar, jamás vi que mejorase la calidad de aquella bebida, que en ese aspecto parecía siempre igual.
Es muy probable por tanto que, estando tan mareado como estaba, una taza de café como el que preparaba nuestro cocinero no me hubiera hecho ningún bien o incluso hubiese acabado conmigo. Y, ya que era tan malo y que, como dije antes, por la noche nunca nos daban café, creo que puede disculpárseme que bebiera, como hice, otra cosa en su lugar; y en dichas circunstancias, sería muy poco elegante por parte de los demás miembros de la Asociación por la Abstinencia que me reprocharan haber quebrantado mi juramento, cosa que jamás habría hecho salvo en caso de necesidad. Sin embargo, el efecto perverso de romper un juramento en cualquier ocasión se puso pronto en evidencia, pues abrió con insidia el camino a subsiguientes violaciones, que, aunque leves, no tenían excusa posible.