XVIII

SE ESFUERZA POR PERFECCIONAR SU ESPÍRITU Y DA NOTICIA DE UN TAL BLUNT Y SU LIBRO DE LOS SUEÑOS

Ese domingo por la tarde no me tocó estar de guardia y se me ocurrió aprovechar la ocasión para perfeccionar mi espíritu.

Mi litera era una de las de arriba y, justo sobre la cabecera, había un «ojo de buey», una pieza circular de cristal muy grueso insertada en cubierta para dejar pasar la luz. Era una luz mortecina y equívoca y muchas veces me sorprendí mirando hacia arriba para ver si no habrían tapado de pronto el ojo de buey, pues cada vez que alguien lo pisaba al pasar por cubierta la luz se apagaba momentáneamente, y, lo que era peor, a veces le echaban encima un cabo adujado y nadie lo quitaba hasta que yo me vestía y subía a apartarlo, una interrupción de mis estudios que me incomodaba mucho, sobre todo si estaba diligentemente ocupado en la lectura.

No obstante, me alegraba tener al menos un poco de luz en aquel oscuro agujero, donde nos metíamos como conejos en su madriguera; y el momento más feliz era cuando mis compañeros se dormían y podía tumbarme en mi litera, durante la guardia de mañana, y leer en relativo silencio y soledad.

Ya había leído dos libros que me había prestado Max, a quien le habían tocado en el reparto de los efectos personales del marinero que había saltado por la borda. Uno era una relación de Naufragios y desastres en alta mar[34] y el otro un gran volumen de color negro con las palabras «Delirium tremens» escritas con grandes letras doradas en el lomo. Resultó ser un famoso tratado sobre la enfermedad del que recuerdo haber visto varios ejemplares en los puestos de libros de alrededor de Fulton Market y a lo largo de South Street, en Nueva York.

Pero ese domingo saqué un libro del que esperaba obtener un gran provecho e instrucción. Me lo había regalado el señor Jones, que tenía una nutrida biblioteca y había bajado aquel ejemplar de uno de los estantes más altos, donde aguardaba polvoriento. Cuando me lo dio, me dijo que, aunque fuese a embarcarme, no debía olvidar la importancia de una buena educación; y que apenas había una situación en la vida, por muy humilde y deprimente, u oscura y triste, que fuese en la que no pudiera encontrarse un momento para enriquecer el espíritu y formarse en las ciencias exactas. Y añadió que, aunque, desde luego, no parecía muy prometedor para mi futuro que me embarcase como marinero a una edad tan temprana, sin duda acabaría rindiéndome beneficios al final y, en cualquier caso, siempre que tuviera la precaución de cuidarme, me proporcionaría al menos una constitución saludable, y eso no había que subestimarlo, pues cuántos hombres ricos cambiarían todos sus bonos e hipotecas por mi robustez juvenil.

Añadió que no debía esperar sólo una obra trivial y ligera, y un mero entretenimiento, sino que encontraría diversión y edificación hermosa y armoniosamente combinadas; y que aunque, al principio, pudiera ser que lo encontrase aburrido, si leía el libro a conciencia pronto descubriría en él encantos ocultos y atractivos imprevistos; aparte de que tal vez me enseñara el modo de sacar de la pobreza a mi familia y de volver a hacerlos ricos.

Con esas palabras, me lo entregó y yo le quite el polvo de un soplido y le eché un vistazo al lomo: La riqueza de las naciones. No contento con eso, leí lo que decía la portada y descubrí que era una «investigación sobre la naturaleza y las causas» de la mencionada riqueza de las naciones. Seguí leyendo y tropecé con la palabra «Aberdeen», el lugar donde estaba impreso el libro, y pensando que cualquier cosa procedente de Escocia, un país extranjero, debía de resultar entretenida de un modo u otro, le di las gracias calurosamente al señor Jones, y prometí leer el libro con atención.

Así que, tumbado en mi litera, empecé el libro metódicamente, por la primera página, y resolví no permitir que las pocas páginas que había hojeado previamente me impidieran acercarme a la esencia y el espíritu del libro, donde imaginaba que residía algo semejante a la piedra filosofal, un talismán secreto que transmutaría incluso la brea y el alquitrán en plata y oro.

Visiones vagas aunque agradables de mi opulencia futura flotaban ante mí al empezar el primer capítulo titulado «De las causas de la mejora de la fuerza productiva del trabajo». Seco como una galleta con queso, sin duda; y el contenido del capítulo no es que fuese mucho mejor. Pero no había hecho más que empezar, y, si seguía leyendo, seguro que el gran secreto se desvelaría ante mis ojos. Así que leí y leí sobre los «salarios y beneficios del trabajo», sin conseguir ningún beneficio propio a cambio de aquel tiempo dedicado a la lectura.

El libro se iba volviendo cada vez más y más árido, las páginas olían a serrín, hasta que por fin eché un trago de agua y volví a empezar con renovadas energías. Pero pronto tuve que dar por inútiles mis esfuerzos y pensé que el viejo tablero de backgammon que teníamos en casa con las palabras «Historia de Roma» impresas en el dorso estaba tan lleno de contenido y era mucho más divertido. Me pregunté si el señor Jones habría leído el libro, y no pude sino recordar que había tenido que subirse a una silla para bajarlo de un estante polvoriento: eso, sin duda, parecía sospechoso.

La lectura más entretenida estaba en las páginas de respeto, donde encontré una dedicatoria escrita a lápiz y casi borrada: «A Jonathan Jones de su gran amigo Daniel Dods, 1798». De modo que, originalmente, debió de pertenecer al padre del señor Jones, y me pregunté si él habría leído el libro, o si lo habría hecho algún otro, aunque fuese el propio autor, si bien, según dicen, los autores nunca leen sus libros y bastante tienen con haberlos escrito.

Por fin, acabé quedándome dormido con el libro en las manos y nunca en toda mi vida he dormido tan profundamente; después, siempre lo envolvía con una chaqueta y lo utilizaba como almohada, pues servía muy bien para ese propósito, y, aunque a veces me despertaba sintiéndome torpe y estúpido, no creo que fuera culpa del libro.

Y ya que estoy hablando de libros, aprovecharé para dar aquí noticia del marinero Jack Blunt y su Libro de los sueños.

Jackson, que parecía conocer hasta el último rincón del mundo, siempre le reprochaba a Jack que era un «cockney irlandés», por lo que deduje que había nacido en Irlanda y se había licenciado en Londres, en algún lugar de Radcliffe Highway[35], aunque a mí nunca me pareció que tuviera acento.

Era un tipo de aspecto curioso, de unos veinticinco años de edad, diría yo, aunque al verlo de espaldas cualquiera lo habría tomado por un anciano diminuto. Tenía los brazos y las piernas muy gruesos, cortos y rechonchos, de modo que, cuando llevaba puesta la chaquetilla, el sombrero impermeable y las botas de agua hasta las rodillas, parecía una gruesa marsopa que se hubiese puesto de pie. Además tenía la cara muy redonda, como una morsa, y más o menos esa misma expresión entre humana e indescriptible. Era, en conjunto, un tipo amable y algo inclinado a considerar la vida en el mar de un modo novelesco, que entonaba baladas sobre sirenas enamoradizas que se encaprichaban de jóvenes pescadores de ostras y apuestos marineros. Y contaba la historia desdichada de un tripulante de un barco de guerra que sufrió un desengaño en Portsmouth, durante la última guerra, y desperdició temerariamente su vida en una de las carronadas del alcázar en el combate entre la Cruerriirey el Constitutiori[36]; y otra historia incomprensible sobre una especie de reina de las hadas marina que importunaba a un capitán para que hirviese un papel con su firma en una sopa de anguilas, como antídoto para el escorbuto.

Creía en toda suerte de hechizos y conjuros y en las ensalmadas siempre murmuraba bárbaras palabras irlandesas para pedir un poco de viento.

Con frecuencia, nos relataba sus visitas a una pitonisa de Liverpool, una negra llamada De Squak, cuya casa frecuentaban mucho los marineros, y explicaba que tenía dos gatos negros de ojos muy verdes con un gorro de dormir en la cabeza, que se sentaban muy solemnes sobre una mesa con patas en forma de garras que había cerca de la vieja bruja, mientras ésta le tomaba el pulso para predecirle lo que le iba a ocurrir.

El tal Blunt tenía una densa mata de pelo, muy grueso y espeso, que, por una u otra razón, se estaba volviendo gris muy deprisa, y, en ese estado de transición, parecía que llevara un quepis de piel de tejón.

El fenómeno de aquel cabello tan cano en una cabeza tan joven había confundido a Blunt hasta tal punto que acabó por llegar a la conclusión de que debía de tratarse de un caso de magia negra urdida contra él por algún enemigo; y ese enemigo, opinaba él, era el anciano casero de una pensión de marineros de Marsella, a quien había ofendido gravemente una vez al derribarlo de un puñetazo en una pelea.

Así que, durante su estancia en Nueva York, y en vista de que su pelo se iba volviendo cada vez más gris y de que las damas y todos sus amigos se burlaban de él y le decían que era un viejo con un pie en la tumba, fue a ver una noche a un boticario, le explicó su caso y le preguntó qué era lo podía hacer por él.

El boticario, sin dudarlo, le dio una botella de medio litro de algo que llamó «Aceite de Trafalgar para la reparación del cabello», precio un dólar; y le dijo que, si cuando terminase la botella no lograba el efecto deseado, debería probar la botella número dos, llamada «Bálsamo del Paraíso, o elixir de la batalla de Copenhage». Aquellos pomposos nombres navales encantaron a Blunt, a quien no le cupo duda de que debían de ser beneficiosos.

Vi ambas botellas, y en una de ellas había un grabado que representaba a un joven, supuestamente con el cabello gris, vestido con un camisón y plantado en mitad de su habitación que se aplicaba el elixir en la cabeza con ambas manos, mientras en la cama que tenía al lado se veía una botella con la etiqueta «Bálsamo del Paraíso». Del texto se deducía que aquel joven de pelo cano estaba tan satisfecho con el ungüento que se había levantado en sueños de la cama, y, después de buscar a tientas en el armario, había cogido la preciosa botella, se había aplicado su contenido, se había vuelto a la cama y a la mañana siguiente se había despertado sin tener ni idea de lo ocurrido. Lo que, sin duda, resulta muy misterioso, aunque no lo es menos que el impresor llegase a enterarse de un suceso que ignoraba el propio protagonista y que había ocurrido sin testigos.

Mientras estuvimos en alta mar, Blunt se aplicó regularmente sus ungüentos tres veces cada veinticuatro horas, y, aunque la primera botella no tardó en vaciarse con sus copiosas aplicaciones y la segunda estaba a punto de terminarse, él seguía convencido de que al llegar a Liverpool sus esfuerzos se verían coronados por el éxito. Y estaba encantado de que aquel cambio gradual se produjera mientras estábamos en alta mar, sin exponerlo a los insidiosos comentarios de la gente, por el mismo principio por el que los dandis se van a pasar unos días al campo cuando deciden dejarse patillas. A menudo les preguntaba a sus compañeros si notaban ya algún cambio y si era un cambio muy grande. Y, a decir verdad, se había producido un cambio considerable, pues de tanto untarse el pelo de aceite y no lavárselo, peinárselo ni cepillárselo, se le habían apelmazado las greñas como la crin de un caballo salvaje y ahora tenían un tono oscuro y muy brillante.

Además de su colección de ungüentos capilares, Blunt también se había agenciado varias cajas de pastillas que le había comprado a un médico de marineros en Nueva York, quien, por medio de carteles colgados en los postes a lo largo de los muelles, anunciaba que estaría en la esquina noreste de Catherine Market, entre las diez y las doce de la mañana, para atender a sus pacientes, dispensar medicinas y dar consejos gratis.

No sabría decir si Blunt creía padecer dispepsia o no, pero en el desayuno siempre se tomaba tres pastillas con el café, igual que hacen en Iowa, donde es tan frecuente la fiebre biliar que en las casas de pensión ponen una cajita de píldoras azules en la bandeja entre el salero y la mostaza y el bote de los mondadientes. Pero es que en el oeste la gente es muy tosca y maleducada.

Muchas veces Blunt tomaba también un vaso rebosante de sales Glauber[37], pues, como muchos otros marinos, nunca se embarcaba sin una buena provisión de esa delicia. Con frecuencia tomaba la medicina cuando estaba empapado de pies a cabeza y luego volvía a cubierta en plena tormenta. Pero eso no es nada comparado con otros marineros que se medican con calomel al doblar el Cabo de Hornos y aún así siguen de servicio. Conozco algunas historias terribles al respecto, pero me abstendré de contarlas.

Si alguien de tierra adentro tomara esas sales como lo hacía Blunt, probablemente moriría; en cambio, en el mar, el aire y el agua salada impiden que uno se acatarre con tanta facilidad como en tierra; yo mismo, como tenía tan poca ropa en aquel barco, me metí más de una vez empapado en la cama y volví a salir hirviendo y humeando como un filete asado, y nunca me puse enfermo, pues entonces tenía el talismán de la juventud y la salud que me hacía invulnerable a cualquier enfermedad física.

Pero ya va siendo hora de hablar del Libro de los sueños. Bien escondido en un rincón de su baúl, Blunt tenía un panfleto de aspecto extraordinario, con las tapas rojas cubiertas de signos y símbolos astrológicos, que pretendía ser un tratado completo y exhaustivo del arte de la adivinación, de modo que hasta el más simple de los marineros podía aprenderlo.

También pretendía ser el mismísimo método mediante el cual Napoleón Bonaparte había ascendido de cabo a emperador. Por eso se titulaba Libro de los sueños de Bonaparte, pues su magia se basaba en la interpretación de los sueños y en su aplicación a la predicción del futuro, para poder tomar todo género de medidas preparatorias de antemano, lo que sería muy práctico y satisfactorio en todos los sentidos si fuese cierto. Los problemas se planteaban de forma numérica con un método confuso y difícil, que, no obstante, se hacía más sencillo gracias a un juego de tablas incluidas al final del panfleto, similares a las tablas de logaritmos que hay al final del manual del navegante de Bowditch[38].

Pues bien, Blunt adoraba, reverenciaba e idolatraba aquel Libro de los sueños de Bonaparte, y estaba convencido de que entre aquellas tapas rojas y sus sueños se escondían los secretos del futuro. Cada mañana, antes de tomarse las píldoras y aplicarse los ungüentos capilares, bajaba de su litera antes de que los demás se despertasen, sacaba su panfleto y un trozo de tiza, se sentaba a horcajadas sobre su baúl y empezaba a rascarse la grasienta cabeza para recordar sus sueños fugitivos, y hacía anotaciones en la tapa del baúl, como si estuviese haciendo las cuentas del día.

Aunque a menudo se confundía y se perdía en los laberintos de las figuras cabalísticas del libro —y en el capítulo de instrucciones para principiantes, pues casi no sabía leer—, si nadie le interrumpía al final se las arreglaba para llegar a alguna conclusión convincente. Así que, como por lo general tenía una expresión alegre, debía de pensar que sus asuntos futuros iban a las mil maravillas.

Sin embargo, una noche nos sobresaltó a todos al saltar de su litera con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y gritar con voz áspera:

—¡Muchachos, muchachos! ¡Preparad los bancos! ¡Deprisa, deprisa!

—¿Qué bancos? —gruñó Max—. ¿Qué es lo que ocurre?

—¡Los bancos, los bancos! —chilló Blunt sin prestarle atención—. ¡Talad los bosques, echadme una mano, muchachos, el Día del Juicio está próximo!

Y un momento después volvió a subirse a su litera y se quedó inmóvil murmurando, como si hubiese hablado en sueños.

No supe a qué se refería con eso de los «bancos», hasta que, poco después, oí a dos marineros discutir sobre si la humanidad asistiría de pie o sentada al Día del Juicio.