XLI

REDBURN VAGABUNDEA DE AQUÍ PARA ALLÁ

No sé si a otros viajeros les parecería relevante decirlo, pero el hecho es que en los meses de verano los días en Liverpool son muy largos, y la primera noche que estuve paseando a la luz del crepúsculo hasta pasadas las nueve, traté de recordar mis conocimientos astronómicos para explicar de forma convincente aquel curioso fenómeno. No obstante, los días en verano, y las noches en invierno, son tan largos en Liverpool como en el cabo de Hornos, pues la latitud de ambos lugares casi es la misma.

Con todo, esos largos días de Liverpool me venían de perlas, pues, después de la jornada de trabajo a bordo del Highlander, disponía de varias horas para pasear por la ciudad. Una vez visitados los puntos de interés que vi marcados en el mapa de mi padre, empecé a extender mis vagabundeos, constituido en comité de una sola persona para investigar todos los lugares accesibles de la ciudad, aunque han pasado muchos años antes de que se me haya ocurrido entregar mi informe.

Para mí era un gran placer, pues allí donde he ido siempre me ha gustado mucho vagabundear solo de aquí para allá por las calles y callejas menos frecuentadas y especular sobre los desconocidos con los que me cruzaba. Así, en Liverpool, me dediqué a pasear por los interminables callejones de las pensiones, mirando los nombres de las puertas, admirando las caras bonitas de las ventanas y dándoles de pasada mi bendición a los niños mofletudos de los umbrales. Estoy seguro de que también me miraban a mí, pero ¿y qué? En ocasiones así, se trata siempre de un toma y daca. La verdad es que mi chaqueta de caza y yo causamos bastante sensación en Liverpool, y no me queda duda de que más de un padre de familia al volver a su casa debió de contarles a sus hijos la curiosa historia de un fenómeno errante con el que se había cruzado por la calle ese día. Tal como dice la canción: «No me preocupaba por nadie, no, no, y nadie se preocupaba por mí». Miré hasta hartarme con total impunidad, y, a cambio, dejé que me mirasen todo lo que quisieran.

Un día estaba en una gran plaza, mirando boquiabierto un espléndido carruaje que había aparcado en un portal. Los lustrosos caballos rebosaban buenos cuidados, y lo mismo ocurría con las suntuosas pantorrillas con encajes dorados del cochero y los lacayos que esperaban con ellos. Lo que más me llamó la atención fue el color rubicundo de las mejillas de aquellos hombres y las muchas pruebas de que disfrutaban con deleite de su comida.

De pronto me percaté de que quienes eran objeto de mi curiosidad me habían hecho a mí objeto de la suya y me estaban mirando como si fuese un intruso en suelo británico. Ciertamente, tenían sus motivos, pues, cuando pienso en el aspecto que debía de tener en esos días, me maravillo de que no me pidieran mil veces el pasaporte en mis innumerables paseos.

Sin embargo, no era más que un mortal con pinta de solitario entre decenas de miles de andrajosos y desarrapados. Pues, en ciertas zonas de la ciudad, habitadas por obreros y gente pobre, tenía que abrirme paso entre un gentío de hombres, mujeres y niños mugrientos, que se echan a la calle a esas horas de la tarde a pasar el rato. En Nueva York jamás había visto nada parecido. A menudo asistí a escenas curiosas y tristes, y, sobre todo, recuerdo haberme cruzado con un hombre pálido y andrajoso que corría frenéticamente mientras trataba de librarse de su mujer y sus hijos, que se aferraban a sus brazos y piernas y le pedían, en nombre de Dios, que no los abandonara. Parecía dispuesto a lanzarse al agua y ahogarse desesperado y enloquecido por la pobreza. En esos sitios, la pobreza me precedía y me pisaba los talones por dondequiera que anduviese. La pobreza, la pobreza, la pobreza, en formas casi inagotables, y también el sufrimiento y la necesidad se daban la mano en esas míseras callejas.

No conviene olvidar algo que me llamó mucho la atención. Y es la ausencia de negros, que en las grandes ciudades de los «estados libres» de América casi siempre forman una parte considerable de los indigentes. Sin embargo, en esas calles no se veía un solo negro. Todos eran blancos y, con la excepción de los irlandeses, nativos de aquella tierra y tan ingleses como los duques de la Cámara de los Lores. Eso me producía una sensación extraña y me recordaba, más que ninguna otra cosa, que no estaba en mi propio país. Allí un mendigo es algo inaudito y ser ciudadano americano es casi una garantía contra el pauperismo, lo que tal vez se deba a las virtudes del voto.

Esto de los negros me trae a la memoria el interés con que se mira a los marineros negros cuando van por las calles de Liverpool. De hecho, en Liverpool los negros andan con paso orgulloso y con la cabeza bien alta, pues aquí no despiertan pasiones tan exageradas como en América. Tres o cuatro veces me crucé con nuestro despensero negro, muy bien vestido y paseando del brazo de una hermosa mujer inglesa. En Nueva York, a una pareja así la habría asaltado la muchedumbre a los tres minutos, y el despensero habría tenido suerte de escapar sin un hueso roto. Esa recepción tan amistosa y los desacostumbrados privilegios de los que disfrutan en Liverpool hacen que los cocineros negros y los despenseros de los barcos americanos le tengan aprecio al lugar y les guste viajar a él.

En esa época era tan joven e inexperto, y estaba tan influido inconscientemente por prejuicios locales y sociales compartidos por la mayor parte de los hombres y que las masas apenas pueden evitar, que al principio me sorprendió que a un hombre de color lo tratasen así, pero un poco de reflexión me demostró que, después de todo, no era más que reconocer sus exigencias de humanidad e igualdad; y es que, en algunas cosas, los americanos dejamos que otros países lleven a cabo el principio que encabeza nuestra Declaración de Independencia.

Durante mis paseos vespertinos por los barrios más ricos, me veía sometido todo el tiempo a la humillante mortificación, totalmente imprevista por mí, de que, en conjunto, y dejando aparte la pobreza y la mendicidad, Liverpool, lejos de los muelles, se pareciese tanto a Nueva York. Había calles muy parecidas, con las mismas hileras de casas con escalones de piedra, las mismas aceras y bordillos y el mismo gentío de aspecto despiadado que en América.

Una tarde crucé el canal Leeds, pero palabra que no se distinguía del canal Erie en Albany. Fui a St. John Market un sábado por la noche y, aunque era muy curioso ver el enorme tejado sostenido por tantas columnas, ni el observador más minucioso habría podido encontrar la menor diferencia entre los artículos expuestos a la venta y los artículos exhibidos en Fulton Market en Nueva York.

Recorrí Lord Street y contemplé las tiendas de los joyeros, pero me pareció estar paseando por una manzana de Broadway. Empecé a pensar que toda aquella charla sobre los viajes era una sarta de embustes, y que quien vive encerrado en su concha vive en un epítome del universo y no le queda mucho por ver.

Cierto que a menudo pensaba en que Londres quedaba sólo a siete u ocho horas de viaje en tren y que allí, sin duda, debía de haber un mundo de maravillas esperándome, pero ya hablaré más adelante de Londres.

Los domingos eran los días en los que hacía mis exploraciones más largas. Me levantaba temprano, con todo el plan de operaciones trazado en mi cabeza. Primero iba a algún muelle que no hubiera visitado y después a desayunar. Luego paseaba por las calles más elegantes para ver a la gente ir a la iglesia; y luego iba yo mismo a la iglesia y elegía el edificio más noble y el campanario más alto y kentuckiano que pudiera encontrar.

Soy un admirador de la arquitectura eclesiástica; y aunque, tal vez, habría sido mejor dedicar a la caridad las sumas gastadas en erigir magníficas catedrales, puesto que dichas estructuras ya han sido construidas, quienes las criticamos en un sentido podemos aprovecharnos de su existencia en otro.

Resulta muy cristiano y grato pararse a considerar en soledad que cualquier pobre pecador puede ir a la iglesia cuando le plazca y que incluso la basílica de San Pedro en Roma está abierta para él igual que para un cardenal, que St. Paul, en Londres, no le cerrará sus puertas y que el Tabernáculo de Broadway, en Nueva York, tiene abiertos para él sus amplios pasillos y carece hasta de puertas y umbrales para acceder a sus bancos, a fin de atraerlo con una invitación sin barreras. Como digo, esta consideración de las iglesias por la hospitalidad y la democracia es muy cristiana y encantadora. Dice más que tomos y volúmenes, y bibliotecas vaticanas, a favor del cristianismo; es más elocuente y va mucho más lejos que todos los sermones de Massillon, Jeremy Taylor, Wesley y el arzobispo Tillotson[104].

Así que, nada intimidado por pensar que era un extranjero en aquel país, ni por la superioridad arquitectónica y el coste de las iglesias de Liverpool, o por los ríos de vestidos de seda y de chaquetas de paño fino que fluían por los pasillos, me presentaba ante el sacristán y le pedía permiso para entrar. Él se me quedaba mirando perplejo (uno de ellos incluso dudó un poco), pero ¿qué otra cosa iba a hacer sino llevarme a un banco?, no al más cómodo, ni al mejor situado, ni a corta distancia del púlpito. No, es curioso, pero siempre había una condenada columna o un ángulo recalcitrante del muro que se interponían, hasta el punto de que llegué a pensar que los sacristanes de Liverpool se habían confabulado para sentarme siempre en el peor banco de la iglesia que tuvieran a su cargo. No obstante, bueno o malo, siempre acababan por darme un asiento, a veces incluso un asiento de roble en el pasillo, desde donde dividía la atención de la congregación entre el clérigo y yo. Toda la congregación parecía saber que yo era un forastero distinguido.

¡Era de lo más placentero escuchar cómo leían el servicio, cómo sonaba el órgano, cómo predicaban el sermón, y saber que justo las mismas cosas sucedían en casa, a cinco mil quinientos kilómetros! Aunque la oración por su majestad la reina me cohibió un poco. Sin embargo, me uní a la oración e invoqué para esa dama los mejores deseos de un pobre yanqui.

¡Cómo me gustaba estar entre el sagrado silencio de esos viejos pasillos monásticos y pensar en Harry octavo[105] y en la Reforma! Cuánto me gustaba recorrer con la mirada las esculturas y los contrafuertes de las paredes, perderme entre la tracería del techo y abrirme paso imaginariamente por ella como una termita. Podría haberme pasado así toda la mañana y la tarde hasta la noche. Pero por fin llegaba la bendición y, tomando la parte que me correspondía, me marchaba despacio, pensando en lo mucho que me gusta ría volver a casa con alguno de aquellos elegantes y ancianos caballeros, de botas relucientes y bastones de Malaca y sentarme a comer a sus cómodas y coquetas mesas. Pero ¡ay!, para mí no había otra comida que la de la pensión del Clíper de Baltimore.

Aun así, la comida dominical que nos servía la hermosa Mary no era precisamente despreciable. Abundaba el rosbif de la vieja Inglaterra, y también los inmortales budines de ciruelas y los indescriptibles pasteles de grosellas. Pero rematarla con aquella abominable «cerveza de recuelo» casi la echaba a perder: no es que yo la bebiera, pero mis compañeros sí lo hacían y no podía sino saborear en la imaginación cada vaso que les veía beber, e incluso así tenía mal sabor.

Los domingos a la hora de comer, como de hecho cualquier otro día, era muy curioso observar lo que ocurría en la pensión. Las sirvientas iban y venían llamando a las diferentes tripulaciones que tenían la comida servida, cada una en un reservado distinto, colectivamente por el nombre de sus barcos.

«¿Dónde están los Aretusas? Hace media hora que tienen servida la ternera». «Deprisa, Betty, querida, ahí llegan los Splendids». «Corre, Molly, cariño, llévales los saleros a los Highlanders». «Tú, Peggy, ¿dónde está la salsa de los Siddons?». «Oye, Judy, ¿cuándo piensas traer el budín de los Lord Nelson?».

Los días laborables no comíamos tan bien como los domingos y un día, al sentarnos a comer, nos encontramos dos enormes corazones de buey humeando a cada extremo de la mesa. A Jackson le indignó aquel ultraje.

Siempre se sentaba a la cabecera de la mesa, y esta vez se aposentó en su asiento y, alzando el cuchillo y el tenedor como sendas lanzas para ensartar los dos corazones, llamó a gritos a Danby, el encargado de la pensión, pues, aunque su mujer, Mary, fuera la auténtica dueña del establecimiento, para las quejas siempre llamaban a Danby.

Danby apareció muy obsequioso y se quedó en el umbral, consciente de la filípica que se le avecinaba. Pero no estaba preparado para la perorata que le dirigió Jackson, que consistió en lanzarle a la cabeza los dos corazones de buey a modo de resumen de los argumentos precedentes. Luego la tripulación se levantó asqueada y fuimos a comer a otra parte.

Aunque, casi invariablemente, asistía a la iglesia los domingos por la mañana, el resto del día lo dedicaba a mis vagabundeos, y durante una de esas excursiones vespertinas, al pasar por la plaza de St. George, me encontré en mitad de una gran multitud congregada al pie de la estatua ecuestre de Jorge IV.

Eran sobre todo operarios y artesanos con ropa de domingo, pero mezclados con ellos había muchos soldados de paisano que blandían finos bastones. Esas tropas pertenecían a los diversos regimientos acantonados en la ciudad. También había oficiales de policía fácilmente reconocibles por sus uniformes. Al principio, un silencio y un decoro absolutos dominaban la escena.

Dirigiéndose a la muchedumbre había un joven pálido de ojos hundidos vestido con un sobretodo pardo, que parecía agotado por no dormir, trabajar en exceso o comer poco. Era bien parecido, tenía aspecto respetable y no cabía la menor duda de que creía sinceramente en lo que decía.

En la mano llevaba un sucio panfleto de aspecto incendiario del que leía a menudo, para luego apelar a los oyentes poniendo los ojos en blanco o haciendo gestos frenéticos. No necesité oírle mucho tiempo para reparar en que aquel joven era un cartista[106].

A medida que fue creciendo la multitud y se produjo cierta conmoción, reparé en que el número de policías iba en aumento, y poco después empezaron a pasar entre la gente, sugiriéndoles educadamente la conveniencia de dispersarse. Las primeras personas a quienes se acercaron fueron los soldados, que se marcharon balanceando sus bastones y admirando sus botas relucientes. Estaba claro que no estaban demasiado interesados en las reformas sociales. Los demás también se fueron dispersando, y por fin acabó por marcharse el propio orador.

No sé por qué, pero pensé que debía de ser un hijo mayor que mantenía con esfuerzo a su madre y sus hermanas, pues así son la mayoría de los políticos radicales.

Esa misma tarde de domingo, anduve hasta las afueras de la ciudad y, atraído por dos enormes pilares de Pompeya con forma de negros campanarios que parecían surgir directamente del suelo, me acerqué lleno de curiosidad. Pero, al mirar desde la tapia que los unía, cuál no sería mi sorpresa al ver a mis pies un sucio hueco en el suelo, de paredes pedregosas y varios agujeros negros en el extremo, que ocultaban de la vista varias vías de tren, mientras a lo lejos, en el campo, se extendía una interminable línea férrea. Por encima había un hermoso arco morisco de piedra y, al contemplarlo, y reparar en los pequeños arcos laterales que había en el fondo del hueco, tuve la indescriptible sensación de haber visto aquello antes. Pero ¿cómo era posible? Desde luego, nunca había estado antes en Liverpool, pero entonces, ¡ese arco morisco!, sin duda lo recordaba muy bien. Hasta varios meses después de volver a América no se despejó mi perplejidad al respecto. Al hojear un ejemplar atrasado de Penny Magazine encontré una estampa de aquel lugar, y recordé haberla visto unos años antes. Era una representación del lugar donde el ferrocarril de Manchester entra en la ciudad.