II

Redburn deja su hogar

Mi pobre madre se despidió de mí con el corazón acongojado y los ojos llorosos; tal vez pensara que yo era un muchacho descarriado y testarudo; pero, en todo caso, fueron las adversidades de un mundo implacable las que me empujaron a serlo. Había aprendido a pensar mucho, y con mucha amargura, antes de lo debido; todos mis sueños de gloria juveniles me habían abandonado; y a aquella edad tan temprana tenía menos ambiciones que un hombre de sesenta años.

Sí, me embarcaré; romperé con mis amables tíos y tías, y con mis comprensivos paisanos, y no dejaré más corazones entristecidos que los de mi propia casa, ni me llevaré conmigo más que el que tanto me duele en el pecho. El mundo entonces me parecía frío y amargo como el mes de diciembre, y tan crudo como sus tormentas; no hay mayor misántropo que un muchacho decepcionado; y eso era yo con mi alma tantas veces azotada por la adversidad. Incluso hoy me resultan amargos esos pensamientos que no he olvidado del todo; y también deben de ser desagradables para el lector, así que no hablemos más de eso, y sigamos con mi historia.

—Sí, te escribiré, madre querida, en cuanto pueda —murmuré cuando me recordó por enésima vez que no olvidara informarla de mi llegada, sano y salvo, a Nueva York—. Y ahora, Mary, Martha, y Jane, dadme un beso, mis queridas hermanas, y dejadme marchar. Dentro de cuatro meses habré vuelto: para entonces estaremos en otoño e iremos juntos al bosque a buscar frutos y os hablaré de Europa. ¡Adiós! ¡Adiós!

Así me solté de sus brazos, y sin atreverme a mirar atrás, escapé tan rápido como pude, hasta que llegué a la esquina donde me estaba esperando mi hermano. Me acompañó parte del camino hasta el lugar de donde partía el vapor a Nueva York, y me dio muchos sabios consejos como correspondía a su edad, pues me sacaba ocho años, y me advirtió una y otra vez que me cuidara mucho; y yo le prometí solemnemente que lo haría, pues ¿qué náufrago no estará dispuesto a prometerlo, cuando ve que, a menos que él lo haga, nadie lo hará?

Seguimos andando en silencio hasta que noté que empezaban a faltarle las fuerzas —por aquel entonces estaba mal de salud—, y con un mudo apretón de manos y una ruidosa palmada en el corazón, nos despedimos.

Era temprano en una mañana cruda, fría y húmeda de finales de primavera, y el mundo se extendía ante mí a lo largo de un camino enfangado, rodeado de cómodas casas, cuyos habitantes dormían inconscientes del paso del caminante. Frías gotas de lluvia corrían por mi gorro de cuero, y se mezclaban con algunas cálidas lágrimas en mis mejillas.

Tenía todo el camino para mí, pues todavía no lo recorría nadie, y seguí andando a paso tenaz y desgarbado. Llevaba a la espalda la chaqueta de caza gris, y del extremo del rifle de mi hermano pendía un hatillo de ropa. Mis dedos toqueteaban caprichosos la culata y el gatillo, y recuerdo que pensé que ése era el modo de empezar una nueva vida: ¡con un arma en la mano!

Que nadie me hable de la amargura de la edad mediana y los años posteriores; un muchacho puede sentir todo eso y mucho más cuando su alma se ha enmohecido; y el fruto, que en otros acaba de madurar, está marcado en él nada más brotar y florecer. Y ya nunca pueden repararse esos males; golpean demasiado hondo y dejan tales cicatrices que ni el aire del Paraíso podría sanarlas. Es duro y cruel saborear antes de tiempo en la juventud unas punzadas que deberían estar reservadas para el vigor de la edad adulta, cuando el cartílago se ha convertido en hueso, y nos ponemos en pie y luchamos por nuestras vidas, como si fuese algo que hubiésemos hecho y visto antes, pues para entonces ya somos veteranos acostumbrados a sitios y batallas, y no tiernos reclutas, que se encogen ante el clamor del primer encuentro.

Cuando por fin llegué al barco, partimos a todo vapor por el Hudson. Hacía un día tan malo que había pocos pasajeros a bordo, y casi todos estaban reunidos en el camarote de popa alrededor de las estufas. Después del desayuno, unos se pusieron a leer, otros descabezaron un sueñecito en los sofás y los demás se quedaron sentados en silencio, especulando, sin duda, sobre quién sería cada uno.

Desde luego, era un grupo más bien lúgubre, y a mí me parecieron todos crueles y despiadados. No pude evitarlo, casi sentí odio por ellos; y salí a cubierta para no tener que verlos, pero una tormenta de aguanieve me obligó a bajar otra vez. De pronto, recordé que no llevaba billete y, cuando fui al despacho del capitán a comprar uno y pagarme el pasaje, descubrí con horror que el precio había subido de pronto, porque los demás barcos no habían zarpado ese día, de modo que no tenía suficiente dinero para pagarme el viaje. Yo había calculado que sólo me costaría un dólar, y eso es lo que llevaba, pero resultaron ser dos. ¿Qué podía hacer? El barco había zarpado y ya no había vuelta atrás, así que resolví no decirle nada a nadie, y esperar a que alguien me pidiera el dinero.

El largo día pasó fatigosamente hasta la tarde, mientras en cubierta rugía una tormenta incesante. Después de la cena, los escasos pasajeros se despertaron con el rosbif y el cordero, y se volvieron un poco más sociables. No conmigo, pues me envolvía el sabor y el aroma de la pobreza, y todos pusieron mala cara y me dedicaron miradas frías y suspicaces cuando me senté algo apartado. Me embargó esa desesperación y temeridad que sólo conocen los pobres. Tenía un enorme remiendo en una de las perneras de los pantalones, muy bien zurcido, pues me lo había cosido mi madre, pero aun así muy grande y llamativo para la vista. Hasta entonces me había esforzado por ocultarlo cuidadosamente con los amplios faldones de mi chaqueta de caza, pero ahora alargué la pierna, coloqué el remiendo delante de sus narices, y los miré de tal modo que pronto apartaron la mirada, a pesar de que yo no era más que un muchacho. Tal vez el fusil que empuñaba les infundiera respeto, o puede que notaran un brillo siniestro en mi mirada; o que mis dientes fuesen muy blancos y tuviera las mandíbulas apretadas. Pasé varias horas mirando fijamente a un alegre grupo que se sentaba alrededor de una mesa de caoba, con un poco de queso y unas galletas, vino y cigarros. Sus rostros estaban encendidos por la sabrosa cena de la que acababan de dar cuenta, mientras que el mío estaba pálido y desfallecido tras un largo ayuno. Yo sabía muy bien por el sonido hueco de sus risas que, si hubiese tratado de unirme a ellos, si les hubiera hablado de mis circunstancias y les hubiera pedido un poco de comida, habrían llamado a los camareros para que me echaran del camarote como a un mendigo, que no tenía derecho a calentarse con ellos en la estufa. Y por ese insulto, aunque fuese sólo imaginado, me senté y los miré fijamente sin desearles ningún bien y con el alma rebosante de amargura. Cuando por fin el escribiente del capitán, un joven delgado, vestido a la última moda, con un broche y una cadena de oro, pasó a recoger los billetes, me abotoné la chaqueta hasta el cuello, empuñé el fusil, me calé bien el gorro de cuero y me planté ante él como un centinela. Él extendió la mano como si cualquier observación fuese superflua, pues sus razones para hacerlo eran obvias. Pero yo seguí inmóvil y silencioso, y él comprendió enseguida lo que ocurría. Tal vez debería haberle expuesto el caso de manera educada, haberme ofrecido a pagarle un dólar y haber esperado a ver lo que ocurría. Pero me sentía demasiado enfadado para hacerlo. No esperó mucho más y habló primero. En un tono hosco que nada tenía que ver con el tono educado que empleaba para dirigirse al grupo del vino y los cigarros, me pidió mi billete. Yo le respondí que no tenía. Entonces me pidió el dinero, y cuando le respondí que no tenía suficiente, me ordenó en voz alta y muy enfadada, de un modo que llamó la atención de todos los presentes, que saliera del camarote a la tormenta. El diablo que llevaba en mi interior brotó del fondo de mi alma y poseyó todo mi cuerpo hasta que me cosquillearon las yemas de los dedos, y murmuré mi resolución de quedarme donde estaba de un modo que el hombre de los billetes dio un paso atrás.

—Aquí tiene usted un dólar —añadí, ofreciéndoselo.

—El billete son dos —dijo.

—Lo toma o lo deja —respondí—, es todo lo que tengo.

Pensé que me golpearía. Pero aceptó el dinero y se contentó con decir algo sobre los cazadores que iban de caza sin tener dinero para pagarse los gastos y con sugerir que esos tipos deberían dejar sus fusiles de caza y coger el martillo y la sierra. Luego se marchó y dejó todos los ojos clavados en mí.

Soporté un rato sus miradas, pero al final no pude aguantar más. Coloqué mi asiento justo enfrente del más insolente de todos, un tipo gordo y bajito, envuelto en una extravagante corbata, y mirándolo a la cara le miré con mucha más fijeza que él a mí. Eso pareció avergonzarlo, y miró en torno suyo en busca de alguien que acudiera en su ayuda, pero no acudió nadie, así que fingió estar muy ocupado contando las vigas doradas de madera del techo. Luego me volví hacia el siguiente, quité el seguro de mi fusil y le apunté meticulosamente.

Él volcó airado el asiento para ponerse lejos de mi alcance, pues le había apuntado directamente al ojo izquierdo; y varias personas se pusieron en pie exclamando que yo debía de estar loco. Y lo estaba, pues de otro modo no sabría cómo explicar aquellos sentimientos demoníacos de los que luego me avergoncé de todo corazón, ¡y con motivo! ¡Aún debería haberme avergonzado más!

Luego me di la vuelta, me eché el fusil y el hato al hombro y salí a cubierta donde me dediqué a pasear en medio de la terrible tormenta, de modo que cuando el barco arribó al puerto de Nueva York, yo estaba empapado de pies a cabeza.

Así es la juventud.