XIV

CONSIDERA LA IDEA DE HACER UNA VISITA DE CUMPLIDO AL CAPITÁN EN SU CAMAROTE

El evidente cambio de actitud del capitán me recordaba por fuerza lo ignominioso de mi situación. Yo lo había tomado por un caballero amable, divertido, alegre y simpático y lleno de buenas intenciones con la marinería, que no podría pasar por alto las diferencias entre los rudos marineros entre los que había ido a parar y yo. De hecho, jamás me había cabido la menor duda de que, de un modo u otro, acabaría poniéndome bajo su protección, y resultaría ser un amigo y benefactor, pues había oído decir que algunos capitanes son como padres para su tripulación; y lo son, aunque se parezcan más a los que dictan los preceptos de Salomón[27]: padres severos e implacables, cuyo sentido del deber sobrepasa su sentido del amor, y que interpretan a diario el papel de Bruto, que ordenó ejecutar a su propio hijo, según había leído en el viejo ejemplar de Plutarco que teníamos en casa.

Sí, había pensado que el capitán Riga, pues así se llamaba, sería atento y considerado conmigo y se esforzaría por alegrarme y consolarme en mi soledad. Ni siquiera me parecía imposible que me invitara una noche a ir a su camarote, para preguntarme por mis padres y mis proyectos, y para que le contara alguna anécdota de mi tío abuelo, el ilustre senador; o para darme papel y lápiz y explicarme los inconvenientes de la navegación; o tal vez para jugar una partida de ajedrez. Incluso contaba con que tal vez me invitase a comer un domingo soleado y, sabedor de lo desagradable que debían de ser la ternera salada, el cerdo y las galletas de barco del castillo de proa para un chico como yo, que siempre había vivido en tierra y en su casa, me dejara servirme hasta hartarme las exquisitas viandas del camarote.

Además, no podía evitar verlo con cierta emoción peculiar, casi con amor y ternura, como el último eslabón visible de una cadena de asociaciones que me ligaban a casa. Pues, cuando estábamos todavía en el puerto, los había visto a él y al señor Jones, el amigo de mi hermano, charlando y conversando, de modo que del capitán a mi hermano no había más que un paso intermedio, y mi hermano, mi madre y mis hermanas eran sólo uno.

Y eso me recuerda cuántas veces pasé por aquel lugar de cubierta donde recordaba haber visto al señor Jones la primera vez que visitamos el barco atracado en el puerto, y cómo trataba de convencerme de que era cierto que lo había visto, aunque ahora el barco estuviese tan lejos, en mitad del océano Atlántico, y él tal vez paseara por Wall Street o estuviese leyendo el periódico en su oficina, mientras yo, pobre de mí, me ocupaba en cosas muy diferentes.

Después de dos o tres días sin que el capitán me dirigiera la palabra, ni mandara a nadie a buscarme al castillo de proa para que fuese a su camarote a presentarle mis respetos, empecé a pensar si no debería dar yo el primer paso, e incluso si él no estaría esperándolo, ya que yo no era más que un muchacho y él un hombre; tal vez fuese ésa la razón de que no me hubiera hablado todavía y él pensara más correcto y respetuoso que fuese yo quien fuese a verlo. Pensé también que podía llegar a ofenderse si no lo hacía, sobre todo si era orgulloso y sensible. Así que una tarde, poco antes del atardecer, en el segundo turno de guardia, cuando no había más trabajo que hacer, decidí pasar a verlo.

Después de sacar un balde de agua para lavarme y quitarme las manchas del gallinero, fui al castillo de proa a vestirme lo más pulcramente posible. Me puse una camisa blanca en lugar de la roja, unos pantalones de tela en lugar de los de dril y un par de zapatos nuevos; luego cepillé con cuidado mi chaqueta de caza y me la puse, de modo que, en conjunto, tenía un aspecto bastante presentable, al menos para el castillo de proa, aunque en un salón no lo habría sido tanto.

Cuando los marineros me vieron así vestido, no supieron cómo interpretarlo y me preguntaron si me había vestido para desembarcar. Les respondí que no, pues ya no había tierra a la vista, y que iba a presentarle mis respetos al capitán. Al oírme todos se pusieron a reír y a gritar, como si yo fuese idiota, aunque a mí no me parecía ninguna tontería ir a visitar a un amigo. Algunos trataron de disuadirme, al ver que yo era un novato, pero Jackson, que estaba contemplando la escena, esbozó una horrible sonrisa y gritó: «Dejadlo que vaya, dejadlo que vaya… Es un buen chico. Dejadlo que vaya, el capitán le dará pasas y frutos secos». Y así siguió hasta que le dio uno de sus violentos ataques de tos y estuvo a punto de ahogarse.

Cuando me disponía a salir del castillo de proa, me miré las manos y vi que estaban teñidas de color amarillo intenso, pues esa mañana el oficial me había hecho alquitranar unas tiras de lona del aparejo; pensé que no era correcto presentarme así ante un caballero, de modo que, a falta de guantes de cabritilla, me puse unos mitones de lana que mi madre había tejido para que me llevara conmigo al mar. Mientras me los ponía, Jackson me preguntó si no quería que llamara un carruaje, y otro me pidió que no olvidara presentarle sus respetos al capitán. Los dejé a todos riéndose, y al salir a cubierta y pasar junto a la cocina, el viejo cocinero me gritó que me había olvidado el bastón.

Pero no presté atención a sus impertinencias y me fui directo a la puerta del camarote en el alcázar, donde me crucé con el primer oficial. Me llevé la mano al sombrero y me disponía a seguir mi camino, cuando, después de echarme una mirada como si los ojos fuesen a salírsele de las órbitas, me cogió por el cuello y me preguntó con voz tonante qué pretendía con esas bromas en un barco del que él era el primer oficial. Yo le dije que me soltara o me quejaría a mi amigo el capitán, a quien tenía pensado visitar esa misma tarde. Al oír aquello, él me obligó a volverme con tanta violencia que pensé que se me había metido la Corriente del Golfo en la cabeza y luego me empujó rugiendo no sé qué. Entretanto, los marineros esperaban alrededor del molinete mirando a popa y muertos de risa.

Al ver que no lograría mi objetivo esa noche, decidí que sería mejor dejarlo correr por el momento; y, cuando volví con los marineros, Jackson me preguntó qué tal me había caído el capitán, y si la próxima vez no llevaría a algún amigo mío para presentárselo.

La conclusión de aquel incidente fue que antes de ir a acostarme esa noche me convencí de que los marineros no acostumbran a visitar al capitán en su camarote, y empecé a abrigar la sospecha de que me había comportado como un idiota, pero todo se debía a mi ignorancia de las costumbres a bordo.

Y puedo añadir que no vi el interior del camarote en todo el tiempo que duró la travesía hasta nuestro regreso a Nueva York, aunque a veces escudriñaba por un ventanuco que había a popa, justo delante del timón, donde había un reloj para que cada media hora el timonel tañera la campanita de la bitácora, donde estaba la brújula. Para los marineros era una gran diversión mirar por aquel ventanuco cuando estaban al timón, y observar lo que ocurría en el camarote, sobre todo cuando el despensero ponía la mesa para cenar, o el capitán se apoyaba sobre una frasca de vino en la mesita de caoba, o jugaba a un juego de cartas llamado solitaire, pues a veces pasaba el tiempo solo con gran dignidad, aunque, como se verá pronto, por lo general tenía un amable acompañante, cuya compañía no le desagradaba.

El día siguiente de mi intento de pasarme por el camarote, estaba asegurando un cabo en el alcázar, cuando de pronto apareció el capitán y se puso a pasear arriba y abajo fumando un cigarro. Parecía muy amable y simpático, y, como acababa de cenar, pensé que aquélla era, sin duda, la oportunidad que esperaba.

Esperé un poco más, pensando que él me hablaría a mí; pero, como no lo hizo, me acerqué a donde estaba y empecé a decirle que hacía muy bien día y que esperaba que estuviese bien. Jamás he visto a nadie enfadarse tanto; pensé que iba a golpearme, pero se quedó sin palabras y de pronto se quitó la gorra de la cabeza y me la lanzó. No sé qué me impulsó, pero corrí a los imbornales de sotavento donde había caído, la recogí y se la devolví con una reverencia; luego volvió el oficial, y después de llevarme a empujones hasta el molinete, me preguntó si es que estaba loco, porque si lo estaba me pondría los cepos en ese mismo instante y se olvidaría de mí de una vez por todas.

Pero yo le aseguré que estaba en mis cabales y sabía perfectamente que tanto él como el capitán Riga me habían tratado de un modo muy poco caballeroso. Al oírme soltó un terrible juramento, y me dijo que, si alguna vez volvía a repetir lo que había hecho esa tarde, o volvía a creerme lo bastante importante para saludar al capitán, me ataría al aparejo y me dejaría allí hasta que aprendiera modales. «Ya sé que estás muy verde —dijo—, pero yo te haré madurar». Era como si el primer oficial fuese el encargado de defender el honor del capitán, que, en cierto modo, daba la impresión de ser demasiado digno para defender su propio honor.

Me pareció muy raro que me riñesen y acusasen de grosero por haber tenido un gesto de simple educación. En cualquier caso, al ver el cariz que tomaba la situación, decidí dejar en paz al capitán en el futuro, y más teniendo en cuenta que había resultado ser tan poco caballeroso. De hecho, apenas podía creer que aquél fuese el mismo hombre que se había mostrado tan civilizado, educado e ingenioso cuando el señor Jones y yo fuimos a visitarlo en el puerto.

Pero mi sorpresa aún fue mayor cuando, unos días más tarde, nos alcanzó una tormenta y el capitán salió de su camarote, sin nada más que la camisa y el gorro de dormir; saltó sobre la toldilla, se puso a dar saltos de aquí para allá y empezó a jurar y perjurar y a dedicar a la tripulación todo género de insultos soeces como un vulgar gandul callejero.

Además, reparé en que cuando estábamos en alta mar no vestía más que ropa vieja y raída, muy diferente del lustroso traje con que lo había visto el día de nuestra primera entrevista, y luego en los escalones del City Hotel, donde siempre se alojaba cuando estaba en Nueva York. Ahora no vestía más que anticuados abrigos de color rapé, de cuello alto y cintura corta, y pantalones descoloridos cortos de pierna y muy estrechos de talle y chalecos que no le cubrían la faja porque eran demasiado cortos como los de un muchacho. Sus sombreros estaban llenos de agujeros y tan deformados como si los hubieran arrastrado por un sótano; y siempre llevaba las botas remendadas. De hecho, empecé a pensar que después de todo no era más que un andrajoso, sobre todo porque sus patillas habían perdido el lustre, y pasaba días sin afeitarse; y su pelo, por una especie de milagro, empezó a ponerse de un color rojizo y salitroso, probablemente por haber interrumpido el uso de algún tipo de tinte mientras estábamos en alta mar. Así que concluí que era una especie de impostor que cuando estaba en tierra se comportaba como un falso caballero, pues nadie que mereciese ese nombre habría tratado a otro como él me trató a mí.

«¡Sí, capitán Riga —pensaba yo—, no eres un caballero, y lo sabes!».