VI
ES INICIADO EN LA LABOR DE LIMPIAR LA POCILGA Y ENGRASAR EL PALO MAYOR
Cuando volví al barco, reinaba en él una gran agitación. El hombre del chaquetón marinero estaba dándoles órdenes a un montón de hombres en el aparejo, y había gente que subía pollos, cerdos, vacas y verduras a bordo. Poco después, apareció otro hombre, con una camisa de calicó a rayas, una chaquetilla azul y un sombrero de castor, y se puso a dar órdenes al hombre del chaquetón marinero, y por fin llegó el capitán y se puso a darles órdenes a los dos.
Los dos hombres resultaron ser el primer y segundo oficial del barco.
Pensando en trabar amistad con el segundo oficial, saqué una vieja petaca de concha de tortuga que había sido de mi padre, y en la que había metido un trozo de tabaco Cavendish para parecer más marinero, y se la ofrecí con mucha educación. Me miró un momento y luego exclamó:
—¿Crees que tomamos rapé a bordo, jovenzuelo? No, en el mar no hay tiempo para tomar rapé; más te vale que el «viejo» no vea esa petaca; sigue mi consejo y échala por la borda cuanto antes.
Le expliqué que no era rapé, sino tabaco y él me contestó que tenía tabaco de sobra y que no era tan tonto como para llevar consigo algo tan inútil como una petaca. Luego siguió con sus asuntos y me dejó allí plantado como un idiota. No obstante, fue una suerte que actuara así, pues, de lo contrario, creo que le habría ofrecido mi petaca al primer oficial, quien en ese caso, y por lo que supe después de él, me habría atizado un buen coscorrón, o habría cometido alguna grosería parecida.
Mientras estaba allí mirando lo que ocurría a mi alrededor, el primer oficial pasó a toda prisa y al verme me gritó:
—¡Vuelve a tierra ahora mismo, sinvergüenza! ¡Aquí no toleramos robos! ¡A ti te digo, al de la chaqueta de caza!
Al oírlo me defendí diciéndole que me había enrolado en la tripulación como marinero.
—¡Como marinero! —gritó—. Como aprendiz de barbero, querrás decir. ¿Así que te has enrolado en el barco? ¿Con esa chaqueta? Que me ahorquen, espero que el viejo no haya enrolado a muchos novatos como tú, o acabaremos yéndonos todos a pique. Pero hoy en día prefieren emplear a un hatajo de granjeros, patanes y niños de teta para ahorrarse los pocos dólares de la paga de los marineros. ¿Cómo te llamas, Carahuevo?
—Redburn —dije.
- Bonita manera de llamar a un hombre, me chamuscaría cada vez que tratara de recordarlo[10], ¿es que no tienes otro?
—Wellingborough —respondí.
—Todavía peor. ¿Quién te bautizó? ¿Por qué no te llamaron Jack, o Jill, o algo corto y fácil de recordar? Pero yo te volveré a bautizar. ¿Me oyes, muchacho?, de ahora en adelante te llamarás «Buttons[11]». Ahora, Buttons, ya puedes ir a limpiar la pocilga de la lancha; no se ha limpiado desde la última travesía. Y date prisa, ¿me oyes?, hay que meter en ella a los cerdos; vamos, ve, rápido.
¿Así que ése iba a ser el principio de mi carrera como marinero? ¿Limpiar una pocilga? ¡Vaya un comienzo!
Pero pensé que sería mejor no decir nada; me había comprometido a obedecer órdenes, y era demasiado tarde para volverme atrás. Así que me limité a pedir una pala, o una azada, o algo parecido.
—Aquí no somos jardineros —respondió—, ¡utiliza los dientes!
Después de buscar por ahí, encontré un palo y empecé a escarbar en la pocilga, cosa que resultaba un tanto incómoda porque había otro bote, que ellos llamaban yola, colocado boca abajo sobre la lancha, de modo que casi se tocaban. Ambos botes estaban en mitad de la cubierta. Me las arreglé para arrastrarme dentro de la lancha y, después de pelarme las espinillas contra los bancos, y de darme varios golpes en la cabeza, llegué hasta la popa, donde estaba la pocilga.
Mientras estaba en pleno trabajo, un marinero borracho se asomó y les grito a sus compañeros:
—¡Mirad, muchachos! ¿Qué clase de cerdo es éste? ¡Hola! ¿Qué haces ahí? ¿Tratas de ocultarte para viajar de polizón a Liverpool? ¡Fuera de ahí! ¡Sal de ahí, te digo! —Pero justo entonces llegó el primer oficial y envió a aquel rufián borracho a tierra.
Después de limpiar la pocilga, me encargaron recoger unas virutas que había tiradas por cubierta, pues habían venido carpinteros a trabajar a bordo. El oficial me ordenó que echara las virutas en la lancha, en un lugar concreto entre dos de los bancos. Pero, como resultaba bastante difícil meter allí las virutas, y aquel sitio daba la impresión de estar húmedo, pensé que sería mejor para mí y para las virutas si las echaba en otro donde había más espacio y estaba seco. Cuando el oficial me vio hacerlo, exclamó con un juramento:
—¿No te dije que pusieras las virutas en otro sitio? ¡Haz lo que te digo, Buttons, o te las verás conmigo!
Reprimiendo mi indignación por su grosería, pues para entonces ya había comprendido que no tenía otra posibilidad, repliqué que aquel sitio no era tan bueno como el que yo había elegido, y le pedí que me dijera por qué quería que las pusiera donde él decía.
Al oírme, estalló presa de una terrible cólera, y, sin darme la menor explicación, repitió su orden como un trueno.
Fue mi primera lección sobre la disciplina del mar, y nunca la he olvidado. Desde entonces supe que los oficiales jamás explican los motivos por los que dan una orden. Basta con que la den, y su lema es: «Obedece las órdenes, caiga quien caiga».
Entonces volví a sentirme débil y mareado, y deseé que el barco zarpara del puerto de una vez, pues no me cabía la menor duda de que entonces nos darían de comer. Pero, como de momento no vi a ninguno de los marineros a bordo, y los hombres de los aparejos resultaron ser gente que vivía en tierra y que durante el día se dedicaban a disponer los barcos para que pudieran hacerse a la mar, cosa que descubrí por cierto a mi costa, pues me dejé convencer por las amables zalamerías de uno de ellos y le cambié mi navaja por una mucho peor que tenía él, convencido de que así hacía un amigo para el viaje.
Por fin, vi mi oportunidad y, aprovechando que todos estaban de espaldas, cogí una zanahoria de uno de los manojos que había en cubierta, la oculté debajo de los faldones de mi chaqueta de caza y me aparté para comérmela, pues ya había comido otras veces zanahorias crudas, que tienen un sabor parecido a las castañas. Aquella zanahoria me reconfortó mucho, aunque a cambio me produjo un poco de dolor de estómago. Apenas acababa de comérmela cuando volví a oír la voz del primer oficial que gritaba: «¡Buttons!». Corrí a donde estaba y recibí la orden de subir a «engrasar el palo mayor».
A mí aquello me sonaba a chino y, tras recibir la orden, me quedé con la mirada perdida preguntándome qué sería lo que tenía que hacer. Pero el oficial se había marchado sin más explicaciones. Por fin, le seguí y le pregunté qué era lo que tenía que hacer.
—¿No te he dicho que engrases el palo mayor? —gritó.
—Sí —respondí—, pero no entiendo lo que eso significa.
—¡Tan torpe como un recién nacido! ¡Un auténtico patán! —exclamó para sí—. Sí que lo vamos a pasar bien con un novato así a bordo. Mira, jovenzuelo. ¿Ves ese palo tan alto de ahí? Esa especie de árbol, pedazo de alcornoque…, pues… coge este cubo, y sube por el aparejo…, que es esa escalera de cuerda que tienes ahí…, ¿comprendes…?, y vierte esa grasa por el mástil, y ¡ay de ti como caiga una sola gota en cubierta! Muévete, Buttons.
Había llegado el gran momento: por primera vez en mi vida iba a subir al mástil de un barco. Si hubiese estado bien y con fuerzas, tal vez me habría emocionado pensarlo, pero tal como me sentía entonces, débil y desfallecido, la mera idea me asustó.
Pero no era ocasión de achantarse, habría parecido una cobardía, y no me veía con ánimos de confesar lo mucho que estaba sufriendo por la falta de comida; así que, haciendo otra vez acopio de fuerzas, cogí el cubo.
Era muy pesado, con fuertes asas de hierro, y podía contener unos ocho litros. Aunque sólo estaba lleno hasta la mitad de una especie de grasa espesa y pegajosa, que luego supe que se obtenía al hervir la ternera salada que comen los marineros. Al subir por el aparejo, descubrí que no era fácil cargar con aquel cubo. La cuerda que servía de asa estaba tan resbaladiza por la grasa que, aunque me la enrosqué varias veces alrededor de la muñeca, no hacía más que girar y girar y se me resbalaba de las manos. No obstante, a pesar de eso, me las arreglé para subir a la cofa, mientras el dichoso cubo no hacía más que balancearse y enredárseme entre las piernas y estaba todo el rato a punto de derramarse. Al llegar a la cofa, me detuve, y miré a lo alto. Subir aquella carga que llevaba colgando me pareció una tarea imposible. Pero, por fin, con muchos esfuerzos, me las arreglé para dejar el cubo en la cofa; y luego, confiándome a la Providencia, di yo mismo un salto hasta allí. El resto fue, en comparación, más fácil; aunque, cada vez que cometía la imprudencia de mirar a cubierta, la cabeza me daba tantas vueltas por la debilidad que tenía que cerrar los ojos para recuperarme. No recuerdo mucho más. Sólo sé que volví sano y salvo a cubierta.
Poco después, aumentó el ajetreo a bordo; llegaron los baúles de los pasajeros de los camarotes, y los cofres y cajas de los pasajeros de la antecámara, además de las cestas de vino y fruta para el capitán.
Por fin soltamos amarras, dejamos que nos arrastrara un poco la corriente, echamos el ancla e izamos la señal de hacerse a la vela. Daba la impresión de que todo estuviera a bordo, menos los miembros de la tripulación, que llegaron, uno tras otro, al cabo de unas horas, en barcas de Whitehall[12], con los baúles en la proa mientras ellos iban tumbados a popa como grandes señores, dejando bien claro lo mucho que les complacía que todo el barco tuviera que esperar a sus señorías.
—Sí, sí —murmuró el primer oficial, mientras salían de los botes y se pavoneaban por cubierta—, ahora es vuestro turno, pero pronto llegará el mío. Dad todas las guiñadas que queráis ahora que podéis, muchachos; en cuanto levemos el ancla seré yo quien dé guiñadas.
Algunos marineros estaban completamente borrachos, y a uno de ellos lo subió inconsciente a cubierta su casero, que lo llevó abajo y lo arrojó sobre una de las literas. Otros dos marineros se fueron abajo, a dormir la mona, nada más llegar.
Por fin, una vez estuvo a bordo toda la tripulación, se dio la orden de proa a popa de ir a cenar, una orden que hizo que me latiera el corazón de alegría, pues pronto acabaría mi ayuno. Pero, aunque los marineros, que estaban ahítos de tanto comer y beber en tierra, ni siquiera tocaron la ternera salada con patatas que bajó el cocinero negro al castillo de proa y dejaron toda la ración para mí, descubrí para mi sorpresa que apenas pude comer un poco, pues para entonces estaba casi desfallecido, pero no hambriento.