XXVI
UN MARINERO DEBE SABER DE TODO
En cuanto empecé a aprender mis obligaciones a bordo y a demostrar diligencia en trepar al aparejo, noté que los hombres me trataban con más consideración, aunque sin dejar de afectar cierto aire de superioridad profesional. Pues el mero hecho de conocer el nombre de los cabos y saber dónde se encuentran, a fin de que pueda uno encontrarlos a oscuras y largar y aferrar las velas, y tomar rizos en los sobrejuanetes y halar las brazas de las vergas, aunque, por supuesto, forme parte indispensable de la vocación de marinero, y sea también lo que más tiempo le ocupa, no deja de ser algo que un principiante de inteligencia normal termina dominando pronto y que está muy por debajo de muchas otras cosas con las que están familiarizados los «marineros de primera».
¿Qué sabía yo, por ejemplo, de arriar un mastelero de juanete y bajarlo a cubierta en pleno temporal? ¿Podría haber engazado una vigota, o, dicho al estilo marinero, haber pasado una boza para envigotar un estay? ¿Qué sabía yo de pasar las trincas del bauprés, de hacer palanquín, de engazar una pasteca, o de zafar unos cables con vuelta?
El trabajo de marinero requiere una vocación tan particular como el oficio de carpintero o herrero. De hecho, requiere bastante más destreza y un talento mucho más versátil.
En la marina mercante inglesa, los grumetes hacen un largo aprendizaje de siete años a bordo. La mayoría se enrolan en los barcos de carbón de Newcastle, donde se dedican al servicio costero. En un viejo ejemplar de las Cartas de Junius[53], propiedad de mi padre, recuerdo haber leído que el carbón con el que se abastecía la ciudad de Londres podía extraerse en Blackheath y venderse a la mitad de precio del que pagaba la población londinense, pero el gobierno no quería abrir esas minas, pues eso destruiría la gran cantera de marinos británicos.
Para ser un marino completo hay que tener otras muchas aptitudes: hay que ser bordador, para adornar los obenques con preciosos collares de cordón de cáñamo; hay que ser tejedor, para tejer las amarras de los botes; hay que tener algo de sombrerero, para hacer graciosos nudos, como la «piña de acollador» y el «barrilete de guardamancebo»; hay que ser un poco músico para cantar al tirar de las drizas; hay que ser una especie de joyero para engazar vigotas en la jarcia muerta; hay que ser carpintero, para saber cómo hacer una bandola a partir de una verga en caso de emergencia; hay que ser costurera para coser y remendar las velas; cordelero para tren zar rebenques y piolas de dos cordones; herrero para hacer garfios y guardacabos para las poleas; en suma, tiene que saber un poco de todo para dominar su propio oficio. Aunque tal vez ocurra lo mismo, en mayor o menor grado, con todos los trabajos, pues hasta que no se sabe todo no se sabe nada, razón por la cual nunca llegamos a saber nada.
Además, los marineros utilizan herramientas especiales para trabajar en el aparejo: cuñas de mastelero, macetas de aforrar, cazonetes, punzones, pasadores de cabo, rempujos, espeques de atortorar y demás. Las más pequeñas suelen llevárselas consigo de un barco a otro en una especie de bolsa de lona.
La tripulación emplea una frase para indicar lo mucho que aprecian a quien domina todas estas artes y distinguirlo de quienes tan sólo «aferran, arrizan y gobiernan», es decir, trepan a la jarcia, aferran las velas, halan los cabos y se ponen al timón, y dicen de él que es «un lobo de mar», lo que significa que no sólo sabe tomar rizos en el sobrejuanete, sino que es un artista en el aparejo.
Pero, ¡ay!, yo no tuve más oportunidad de iniciarme en aquel arte y misterio que observar y fijarme en cómo se hacían ésas y otras muchas cosas. La razón era que sólo me había embarcado para una travesía muy corta en el Highlander y no valía la pena enseñarme nada, puesto que quien recogería los frutos de mi instrucción sería el siguiente barco en el que me enrolara. Lo único que querían era la fuerza de mis músculos y la resistencia de mi espina dorsal, por muy escasas que fueran ambas en aquel tiempo, para que los artistas antes citados las utilizaran a modo de palanca cuando les hiciese falta. Por tanto, cuando tenían que hacer algún remiendo en el aparejo, me asignaban las tareas más vergonzosas, pues en la marina mercante se cumple religiosamente la máxima de tener siempre las manos ocupadas mientras se está de guardia en cubierta.
A menudo me columpiaban por encima de la borda colgado de una bolina y provisto de una maza para que arrancase a martillazos el óxido del ancla, una tarea monótona, muy desagradable e incómoda. A todos los martillos que utilicé les aguardaba el mismo destino: por alguna u otra razón siempre acababan cayéndose al mar, pero las reservas de martillos parecían tan inagotables como los piropos y bendiciones que me dedicaba el primer oficial por mi torpeza.
En otras ocasiones me ponían a recoger estopa como un convicto, lo que siempre me traía a la memoria desagradables imágenes de sogas y patíbulos; o a tallar cabillas de maniobra como si fuese un habitante de Nueva Inglaterra.
Sin embargo, me las arreglé para soportarlo todo como un joven filósofo y me pasaba las tediosas horas mirando por un ojo de buey, mientras mis manos trabajaban, y repitiendo la alocución al océano de lord Byron[54] que tantas veces había tenido que recitar en el escenario de la escuela.
Sí, me acostumbré a todas aquellas cosas y me lo tomaba casi todo con calma, al estilo de Séneca y los estoicos.
A todo, excepto a tener que arrancarme de la litera cuando nos llamaban de guardia a cubierta por la noche, cosa que jamás me gustó y que cuanto más practicaba más me desagradaba: un deber ciertamente ingrato y triste.
Imaginad que, después de pasar cuatro horas en cubierta, bajaseis a dormir y que, cuando estuvieseis inocentemente dedicados a descansar vuestros fatigados miembros, os sobresaltaran —en apariencia, justo después de cerrar los párpados— y os apremiaran a subir otra vez a la misma noche oscura, desagradable y tormentosa que cuando bajasteis al castillo de proa.
El previo intervalo de sueño se me hacía casi inapreciable, o al menos era incapaz de apreciar aquella ocasión de oro, pues aunque el dormir suele tenerse por algo agradable, en ese momento nadie es consciente de estar disfrutando tanto. Así que llegué a un pequeño acuerdo con el chico de Lancashire, que estaba en el otro turno de guardia, para que bajase de vez en cuando, me sacudiera un poco y me susurrase al oído: «No estás de guardia, Buttons, no estás de guardia», para recordarme aquel hecho delicioso. Luego me daba la vuelta y echaba otra cabezadita, y de ese modo disfrutaba de varios turnos de guardia completos en mi litera y no de uno solo como los demás marineros. Recomiendo la idea a todos los marineros de agua dulce que estén pensando en embarcarse.
Sin embargo, a pesar de aquellas artimañas, el terrible resultado final no podía evitarse: tarde o temprano daban las ocho campanadas y los de cubierta, eufóricos por la perspectiva de cambiarnos el sitio, llamaban a la guardia con una gracia y alegría de lo más irritantes.
Más o menos así:
—¡En pie la guardia de estribor! ¡Ya han dado las ocho! Arriba, amigos, el vapor ha llegado y espera vuestros baúles, ¡ataos los machos, amigos! Os espera una agradable ducha en cubierta. ¡Vamos, vamos, que se os enfría el helado!
A lo que algunos de los viejos cascarrabias que estaban poniéndose los pantalones respondían:
—Callaos de una vez y no tengáis tanta prisa. Os creéis muy graciosos, ¿no? —y otras exclamaciones llenas de furia.
Y lo más curioso era que, al concluir el turno de guardia, cambiaban las tornas y los de cubierta nos convertíamos en los graciosos y los chistosos y los de abajo en los gruñones y los refunfuñones.