XXIX
REDBURN DISERTA RESPETUOSAMENTE SOBRE EL FUTURO DE LOS MARINEROS
El barco estuvo amarrado en el muelle del Príncipe las seis semanas siguientes, pero como no pretendo ofrecer un diario de mi estancia allí, me limitaré a describir el curso normal de la vida de la tripulación en esos días y luego procederé a relatar, al azar, mis propios vagabundeos por la ciudad y mis impresiones tal como las recuerdo ahora, después de tantos años.
Pero antes debo decir que, durante nuestra estancia en el muelle, vimos muy poco al capitán. A veces salía bastón en mano del Arms Hotel, donde creo que se alojaba; y después de haraganear un poco por el barco y de transmitirle sus órdenes a su primer ministro y gran visir, el primer oficial, volvía dando un paseo a sus habitaciones.
Por el borde de una entrada que vi asomar de su bolsillo, deduje que frecuentaba los teatros; y por lo rubicundo de sus mejillas, que frecuentaba el excelente oporto por el que Liverpool es tan conocido.
De vez en cuando, no obstante, pasaba la noche a bordo; y eran noches de juerga y jarana, como las que le gustaban al extraordinario Ben Johnson[60]. Como compañía en la mesa del camarote tenía a cuatro o cinco capitanes patilludos, que tenían al despensero descorchando botellas y llenando vasos todo el tiempo. Una vez encontraron a todo el grupo debajo de la mesa a las cuatro de la mañana, y los dos oficiales los metieron en sus camas y los arroparon. En esa ocasión, estuve de acuerdo con nuestro lanudo teólogo, el cocinero negro, en que deberían haberse sentido avergonzados, pero algunos capitanes no tienen vergüenza y sólo se ruborizan a partir de la tercera botella.
Durante sus muchas visitas al barco el capitán Riga siempre tuvo palabras corteses para un oficial de aduanas muy caballeroso y que daba la impresión de no tener amigos, que se alojó a bordo casi todo el tiempo que estuvimos amarrados en el puerto.
Debieron de ser días muy aburridos para el solitario oficial de aduanas, que trataba de matar el tiempo leyendo el periódico en el camarote y tamborileando los dedos en el yugo. Estaba a bordo para evitar el contrabando, pero él mismo bajaba a tierra de tapadillo a menudo, cuando, según la ley, debería haberse quedado a bordo. Aunque no me extraña, pues parecía un hombre refinado y muy por encima de aquel trabajo tan indigno, mucho peor que cuidar de unos gansos.
Y ahora pasemos a la tripulación.
Al alba llamaban a todos los hombres y se baldeaban las cubiertas, luego teníamos una hora para bajar a tierra a desayunar, después trabajábamos en el aparejo, recogíamos estopa o nos encargaban toda suerte de trabajos triviales hasta las doce, cuando desembarcábamos para comer. A la una y media volvíamos a trabajar, y a las cuatro de la tarde por fin terminábamos la jornada, a menos que hubiera algo especial que hacer. Después de las cuatro, podíamos ir donde quisiéramos y no hacía falta que volviéramos a bordo hasta el día siguiente al rayar el alba. Claro que, como no teníamos que manipular la carga, nuestras tareas eran poco fatigosas, y el primer oficial a menudo tenía que inventarse nuevas ocupaciones para nosotros.
No había que montar guardia, pues un vigilante contratado en tierra se encargaba de hacerlo, y mientras tanto seguíamos cobrando el mismo salario que en alta mar. Los domingos teníamos el día libre.
Se comprenderá así que la vida que llevan los marineros de los barcos americanos en Liverpool es extremadamente fácil y placentera. Viven en tierra de las viandas del país y, tras un poco de saludable ejercicio matutino, disponen del resto del día para hacer lo que les plazca.
Sin embargo, esos viajes a Liverpool, como los que se hacen a Londres y Le Havre, son los menos provechosos para un marinero poco previsor, pues en Nueva York cobra el adelanto de un mes, y en Liverpool otro, y, en la mayor parte de los casos, ambos desaparecen pronto; de modo que, al acabar la travesía, es normal que cobre muy poco, a veces ni un solo centavo. En cambio, en los viajes largos, digamos a la India o la China, su salario se acumula, tiene más alicientes para economizar y muchos menos motivos para cometer extravagancias, de modo que, cuando por fin le pagan, se va con un buen puñado de dólares contantes y sonantes en el bolsillo.
Además, de todos los puertos del mundo, tal vez sea Liverpool el que más abunda en tiburones de tierra, rateros y otras alimañas que hacen presa en los marineros indefensos. Adoptan la forma de caseros, camareros, merceros, reclutadores, y gandules de pensión; unos los devoran, miembro por miembro, y los otros les roen incesantemente la bolsa.
También les acechan peligros mucho peores, por parte de los moradores de notorios tugurios corintios[61] cercanos a los muelles, cuya depravación no puede compararse con nada a este lado del pozo insondable.
Y, sin embargo, a los marineros les encanta Liverpool y, en los viajes largos a rincones remotos del globo, hablan incesantemente de sus encantos y atractivos y lo ponen por encima de cualquier otro puerto del mundo, pues en Liverpool encuentran su Paraíso —y no precisamente la famosa calle que lleva ese nombre—, y uno de ellos me dijo que se contentaría con estar en el muelle del Príncipe hasta que tuviese que «levar anclas» hacia la vida eterna.
Se habla mucho de mejorar las condiciones de vida de los marineros, pero lograrlo será casi imposible mientras se siga proporcionando el antídoto antes de eliminar el veneno.
Piénsese que en la mayoría de los casos, el mero hecho de ser marineros implica cierto carácter temerario y sensual, ignorancia y depravación; téngase en cuenta que, por lo general, carecen de amigos y están solos en el mundo, y que, en caso de que tengan amigos y parientes, se pasan la mayor parte de la vida lejos del alcance de su influencia benéfica; considérese que, después de la disciplina rigurosa, las penalidades, los peligros y las privaciones del viaje, los dejan a la deriva en un puerto extranjero, expuestos a miles de tentaciones, que, en esas circunstancias, hasta la virtud misma encontraría difícil resistir, a menos que estuviera tullida y anduviese con muletas; piénsese que, sólo por su vocación, son rechazados por las clases mejores de la sociedad; téngase todo eso en cuenta y cualquiera comprenderá enseguida que la situación de los marineros, como gremio, no es muy prometedora.
Sin duda lo peor de su condición se incluye dentro de esos males crónicos que, por lo visto, sólo podrían aliviarse mejorando la organización moral de toda nuestra civilización.
Aunque conviertan en capillas decrépitos navíos de línea de setenta y cuatro cañones y viejas fragatas y las amarren a los muelles; aunque repartan entre ellos el Segundo contramaestre y otros inteligentes panfletos religiosos en dialecto náutico; aunque los clérigos les arenguen desde las escolleras y los capellanes de la Armada les sermoneen en la cubierta de cañones; aunque se dispongan para ellos casas de pensión evangelistas; a pesar de que la tacañería de los armadores haya secundado los píos y sinceros esfuerzos de las Sociedades por la Abstinencia al privar a los marineros de sus antiguas raciones de grog[62] cuando están en alta mar…, pese a todas esas y otras muchas cosas, la condición de la mayoría de los marineros con respecto al resto de la humanidad parece estar igual que hace un siglo.
Al parecer, pesa demasiado la costumbre de considerar un avance el progreso inevitable y meramente participativo de cualquier clase social al compartir el movimiento universal de la raza. Y así, como el marinero que hoy gobierna el vapor Hibernia o el Unicornio a través del Atlántico es distinto de los exagerados marineros de Smollett[63] y de los hombres que lucharon con Nelson en Copenhage[64] y sobrevivieron para luego desmandarse en North Corner en Plymouth, como el marinero moderno no es tan grosero como antes y se ha desprendido de sus chaquetas raídas y de su coleta a lo lord Rodney[65], hay quien piensa que ha empezado a reparar en los males de su condición y ha mejorado por propia voluntad. Pero un examen más detallado revelará que sólo se ha dejado llevar por la poderosa corriente que, tal vez, tenga dos flujos por cada reflujo y no ha hecho ningún avance por sí solo.
Hay hombres en este mundo que tienen la misma relación con la sociedad que las ruedas con una diligencia, y son igual de indispensables. Pero, por muy cómodos y deleitables que sean las ballestas sobre las que se sientan los pasajeros, por muy suntuoso que sea el tapizado y muy brillantes que sean las puertas, las ruedas deben seguir girando con fangosas y polvorientas revoluciones. Ningún truco ni sagacidad puede sacarlos del fango, pues el carruaje necesita asentarse sobre algo y los pasajeros deben rodar sobre ellas.
Pues bien, los marineros son una de esas ruedas: van y vienen alrededor del globo, son los verdaderos importadores y exportadores de especias y sedas; de frutas, vinos y mármoles; llevan a los misioneros, embajadores, cantantes de ópera, ejércitos, mercaderes, turistas y eruditos a su destino. Son como un puente de barcos a través del Atlántico, el primum mobile de todo el comercio; y, en suma, si emigrasen en bloque a tripular las armadas de la luna, casi todo se detendría en la tierra salvo la revolución sobre su eje y los oradores del Congreso americano.
Y, sin embargo, ¿qué son los marineros? ¿Qué pensáis en el fondo al ver a uno de esos tipos tambaleándose por el muelle? ¿No os apartáis, lo esquiváis y lo tomáis por poco más que un bruto y un salvaje? ¿Le abriríais vuestros salones, le invitaríais a cenar? ¿Le ofreceríais vuestro banco en la iglesia? No, no lo haríais: a lo sumo donaréis a distancia uno o dos dólares para construir un hospicio en el que alojar a los marinos ya arruinados, o para distribuir excelentes libros entre marineros que no saben leer. Y el modo en que hacéis esas obras de caridad explica con más elocuencia que las palabras el poco aprecio que sentís por ellos. De nada sirve negarlo: se les considera el desecho y la escoria de la tierra y la idea novelesca que se tiene de ellos proviene sobre todo de las novelas.
Pero ¿pueden los marineros, una de las ruedas de este mundo, salir del fango? No parece que los viejos planes y los programas del futuro, por muy sinceros y bienintencionados que sean, les ofrezcan muchas posibilidades; pues con esos planes la idea de elevarlos parece casi tan imposible como cultivar la vid en Nueva Zembla[66].
Pero no debemos desesperar por el marinero, ni tampoco deben descorazonarse quienes se esfuerzan por su bien, pues, al final, el tiempo acabará siendo su amigo, y, aunque a veces parezca casi un expósito dejado de la mano de Dios que malgasta sus días sin nadie que lo refrene mientras los demás disfrutan de tiernos cuidados, en el fondo, todos sabemos e intuimos que Dios es nuestro verdadero padre y que su afecto alcanza hasta al último de sus hijos.