XXIII

UN ENIGMÁTICO PASAJERO DE CAMAROTE Y UNA JOVEN MISTERIOSA

Hasta ahora apenas he hablado de los pasajeros que llevábamos a bordo. Pero antes de que cuente lo poco que voy a decir de ellos, conviene recordar que el Highlander no era un carguero de Liverpool ni un paquebote de línea regular que cubriera la ruta entre los dos puertos con otros paquebotes. Era sólo un barco mercante de Liverpool, que navegaba sin fecha fija y actuaba en gran parte a voluntad, sin obligaciones de ningún tipo, aunque todas sus travesías tuvieran como destino Liverpool o Nueva York. A los barcos que no son ni buques de carga ni barcos mercantes los marineros los llaman «barcos transeúntes», con lo que quieren decir que van de aquí para allá como una hoja llevada por el viento.

No obstante, yo no tenía motivos para quejarme de que el Highlander no fuera un paquebote, pues, por lo que pude averiguar de quienes habían navegado en ellos, en esos paquebotes la tripulación trabaja muchísimo, porque siempre navegan a todo trapo para que la travesía sea lo más rápida posible y conservar así la reputación del barco. Por eso, a pesar de ser navíos muy marineros, construidos con todo el cuidado posible y con los mejores materiales, unos pocos años de navegar bajo el viento acaban por deteriorar su estructura —como esos jóvenes robustos que apuran su juventud demasiado deprisa— y pronto los venden por muy poco dinero, generalmente a la gente de Nantucket, New Bedford y Sag Harbor, que los reparan y los transforman en barcos balleneros.

De ese modo, el barco que una vez llevó a alegres grupos de damas y caballeros como turistas a Liverpool o Londres, ahora transporta una tripulación de arponeros alrededor del cabo de Hornos hasta el océano Pacífico. Y el camarote de caoba y arce «ojo de pájaro», que antes estuvo amueblado con mesitas de palo rosa y cafeteras bruñidas, y en el que brillaron muchos ojos y botellas de champán, ahora aloja a un rudo capitán cuáquero de Martha’s Vineyard, quien, tal vez, cuando esté atracado en la bahía Islands, en Nueva Zelanda, invite a cenar a un grupo de salvajes desnudos, en lugar de que el capitán del paquebote reciba a los literatos, estrellas del teatro, príncipes extranjeros y caballeros de placer y fortuna, que por lo general chismorreaban, hablaban de política y decían trivialidades en la mesa durante los viajes trasatlánticos.

El amplio alcázar, por donde paseaban aquellos caballeros, ahora lo ocupan a menudo la enorme cabeza de un cachalote y enormes masas de sebo untuoso, y por todas partes hiede a grasa mientras dura la caza. Sic transit gloria mundi. ¡Así se pasa el orgullo y la gloria de los paquebotes! Es como si un importador de sedas francesas arruinado se hiciese jabonero.

De modo que, al no tratarse de un paquebote, el Highlander carecía de alojamientos amplios para los pasajeros. Creo que sólo había cinco o seis camarotes, con tres literas en cada uno de ellos. En cualquier caso, en este viaje concreto sólo llevábamos a un pasajero de camarote, es decir, una persona que previamente no conocía al capitán, que había pagado el pasaje y había subido a bordo muy serio, como si fuera un hombre de negocios, con su equipaje.

Aquel pasajero solitario, que había subido a bordo tan serio con su equipaje y que parecía un hombre de negocios, era un hombrecillo diminuto que jamás hablaba con nadie y el capitán rara vez le dirigía la palabra.

Tal vez fuera un delegado de la Sociedad Neoyorquina de Sordomudos que viajase a Londres a dar un discurso por señas en Exeter Hall acerca del signo de los tiempos.

Siempre estaba muy pensativo, a veces se sentaba en el alcázar con los brazos cruzados y la cabeza apoyada contra el pecho. Luego se ponía de pie y miraba a barlovento, como si hubiera visto llegar a un amigo, y por fin se volvía con aire decepcionado a su camarote, donde se le podía ver a través del ojo de buey, sentado en una postura muy rara, con la espalda apoyada en la litera y la cabeza, los brazos y las piernas colgando, sumido en una profunda meditación, con el dedo índice junto a la nariz. Nunca lo vimos leyendo, ni jugando a las cartas, no fumaba, no bebía vino, no conversaba con nadie y nunca se quedó a tomar el postre a la hora de la cena.

Parecía un auténtico microcosmos, un mundo minúsculo que no necesitase extraer ninguna conclusión del universo circundante. Se hacían toda suerte de conjeturas sobre quién era y a qué se dedicaba. Los marineros, que siempre tienen curiosidad por esos asuntos y critican a los pasajeros de los camarotes más de lo que ellos imaginan, se dedicaron a hacer suposiciones de lo más peregrinas.

Uno de la tripulación dijo que era el misterioso portador de despachos secretos para la corte inglesa; otros opinaban que era un médico y cirujano, aunque nunca llegaron a explicar qué les hacía pensar tal cosa; y otros declaraban que debía de tratarse de un bígamo sin escrúpulos que huía de su última mujer y varios hijos pequeños; o un granuja y falsificador; o un ladrón de bancos; o un simple ladrón que volvía a su amada patria con el botín. Un marinero muy observador era de la opinión de que era un asesino inglés, abrumado por indecibles remordimientos, que volvía a casa para confesarlo todo y morir en la horca.

Lo más curioso es que, entre todas sus sabias y a veces decididas opiniones, no hubiese ninguna que fuese compasiva; ¡no!, todas iban en perjuicio de su moral y religiosidad. Pero el mundo es así. ¡Pobre hombre! Si hubiera sospechado siquiera lo que pensaban de él, no sé qué es lo que habría hecho.

No obstante, desconocedor de todas aquellas sospechas y conjeturas, el misterioso pasajero de camarote iba a lo suyo, frío, tranquilo y reservado, sin meterse nunca con nadie y sin que nadie se metiera con él. A veces, las noches de luna, paseaba por la cubierta como el fantasma de un enfermero yendo de mástil a mástil, rondando el ojo de buey o pululando alrededor de la bitácora. Blunt, el marinero del libro de los sueños, juraba que era un mago, y se tomaba una dosis extra de sales como precaución contra sus conjuros.

Cuando faltaban pocos días para llegar a puerto, le ocurrió una cómica aventura a aquel hombre. Entre algunos marinos mercantes todavía está en boga la vieja costumbre de atar firmemente al aparejo a cualquier pasajero al que sorprendan trepando a la jarcia, por muy poco que haya subido. A eso lo llaman «el vuelo del águila» y no lo sueltan hasta que promete que, antes de llegar a puerto, donará a la tripulación dinero suficiente para pagarles a todos una ronda.

Es uno de los privilegios de los marineros, y siempre están atentos a la oportunidad para recaudar una propina de algún incauto, aunque nunca lo intentan en presencia del capitán; en cuanto a los oficiales, hacen la vista gorda y, cuando sospechan que está ocurriendo algo semejante, fingen ocuparse en otra cosa. Pero con sólo un pasajero de camarote a bordo del Highlander, y tratándose de un hombre tan tranquilo, discreto y poco aventurero, no parecía que fuesen a tener muchas ocasiones de recaudar nada.

Una mañana especialmente agradable, no obstante, hete aquí que a mitad del aparejo de mesana vimos la figura de nuestro pasajero de camarote, que se sujetaba con todas sus fuerzas con brazos y piernas y contemplaba temeroso el horizonte con la cabeza ladeada. Era como si hubiese tenido una pesadilla y un arrebato de locura lo hubiese empujado hasta aquella peligrosa situación.

—¡Dios mío! —dijo el oficial, que era un poco chistoso—. ¡Se va a caer usted, señor! Despensero, extienda un colchón en cubierta debajo del caballero.

Pero, en cuanto nuestro marinero groenlandés reparó en él, cogió un cabo, corrió detrás del pasajero y, sin decir una palabra, empezó a atarlo de pies y manos. El desconocido se quedó más mudo que nunca por la sorpresa y por fin se quejó con violencia, aunque en vano, pues el miedo a caer le hacía aferrarse con fuerza a las cuerdas y no podía resistirse, así que no tardó en tener las alas convenientemente desplegadas para gran satisfacción de la tripulación.

Entonces descubrimos que aquel pasajero tan singular tartajeaba y tartamudeaba mucho, lo que quizá fuese la causa de su reserva.

—¿Po-po-po-por qué ha-ha-ha-hace e-e-eso?

—El vuelo del águila, señor —dijo el groenlandés, convencido de que con eso bastaría para aclarar las cosas.

—¿Qué qui-qui-qui-quiere de-de-decir?

—Tendrá que pagar una ronda, señor —dijo el groenlandés, sorprendido de la ignorancia de aquel hombre que, no obstante, nunca había oído hablar de aquello.

Por fin, tras aceptar a regañadientes la petición del marinero, el desdichado pasajero le entregó dos monedas de media corona y pudo bajar a cubierta.

La última vez que lo vi estaba subiendo a un cabriolé en el muelle del Príncipe en Liverpool y se disponía a partir solo a algún lugar desconocido. No llevaba consigo más que una maleta pequeña y un paraguas, aunque sus bolsillos parecían repletos, tal vez los empleara como alforjas.

Ahora debo dar noticia de otro pasajero de camarote —aún más misterioso, aunque también muy diferente—, al que ya aludí antes de pasada. ¿Qué tal una joven encantadora, una chica capaz de cantar El apuesto sargento blanco[45], una chica de aspecto marcial, cuyo padre bien podría haber sido un general? Tenía el cabello castaño rojizo, los ojos azules, las mejillas blancas y sonrosadas, y al capitán Riga a su servicio.

A las curiosas preguntas de los marineros que querían saber quién era, el despensero respondía que era la hija de un capitán de muelle de Liverpool, que, en pro de su salud y a fin de enriquecer su espíritu, la había enviado a América en el Highlander, bajo la tutela de nuestro capitán, que era un viejo amigo suyo, y que ahora la joven volvía a casa después de su viaje.

Y, ciertamente, el capitán se portaba con ella como un padre solícito y a menudo paseaban los dos del brazo y pasaban junto al triste portador de despachos secretos, que despertaba de sus ensoñaciones y les miraba de reojo asombrado, como si pensase que el capitán era un descarado.

A mí me parecía que el capitán se comportaba de forma, como mínimo, muy poco galante con su pupila, al disfrutar de su encantadora compañía llevando su ropa vieja, pues a ningún caballero se le ocurriría guardar su mejor traje habiendo una dama de por medio; de hecho, lo normal es que desee ensuciarlo convirtiéndolo en puente sobre un charco, como hizo sir Walter Raleigh[46], para que las damas no se ensucien las suelas de sus delicadas zapatillas. Pero, tal como he dicho antes, aquel capitán Riga no era ningún Raleigh y apenas se le podía considerar un verdadero caballero. Sin embargo, puede que llevase ropa tan vieja con el propósito de demostrar con aquel aspecto descuidado que no era más que el tutor de la joven, pues a muchos tutores se les da una higa su aspecto.

Sin embargo, sus paseos eran como un largo, triste y paternal flirteo entre aquella ninfa viril y aquel capitán tan mal vestido. Y estoy seguro de que, si su madre, en caso de que siguiera con vida, la hubiera visto, le habría dado una interminable charla sobre su conducta y un ejemplar de Las hijas de la señora Ellis[47] para que se lo leyera y estudiara a fondo.

No diré nada más de esta ninfa anónima, sólo que, cuando llegamos a Liverpool, salió de su camarote con un vestido de seda bordado, un sombrero con lazo, un velo y una especie de paraguas chino o parasol que uno de los marineros calificó de «escandaloso»; el capitán la acompañaba vestido con su mejor traje, un sombrero de copa y un bastón con empuñadura de oro. Ambos partieron en un carruaje y no volví a verla nunca; espero que sea feliz y le vaya bien en la vida, aunque tengo mis dudas.

Todavía me falta hablar de los pasajeros de la antecámara. No eran más que veinte o treinta, mecánicos la mayor parte, que volvían a casa con su familia tras una provechosa estancia en América. Eran los únicos pasajeros de la antecámara de los que tuve noticia hasta que, una mañana, al despuntar el alba, cuando pasábamos junto al cabo Clear, la punta sur de Irlanda, salió por la escotilla de proa un irlandés alto, con una camisa raída de tela de saco, se apoyó en la borda y se quedó mirando a tierra con una expresión fija y melancólica mientras se rascaba la espalda con ambas manos. A todos nos sorprendió mucho, pues nadie lo había visto antes, aunque cuando pensamos que debía de haberse pasado toda la travesía en su litera, comprendimos enseguida por qué se frotaba de ese modo la espalda.

Casi olvidaba a otro pasajero, un niño inglés de menos de metro y medio de estatura, que a las cuarenta y ocho horas de nuestra partida de Nueva York apareció de pronto en cubierta y nos pidió algo de comer.

Al parecer, era hijo de un carpintero viudo que, seis meses antes, se lo había llevado con él a América en el Highlander, allí se había dado a la bebida y había muerto poco después dejando al muchacho huérfano en un país extranjero.

El chico se pasó varias semanas rondando por los muelles, y había sobrevivido de forma precaria sorbiendo la melaza que se derramaba de los barriles que descargaban de los barcos de las Indias Occidentales y agasajándose de vez en cuando con naranjas y limones que encontraba flotando en el agua. Unas veces pasaba las noches en un puesto del mercado, otras en una cochiquera vacía en los muelles, o en un portal, y una vez en el faro, de donde, según me contó, escapó a la mañana siguiente echando a correr por entre las piernas del vigilante cuando estaba reprendiendo a otro vagabundo por vivir de la caridad pública.

Por fin, mientras paseaba por los muelles, vio casualmente la silueta del Highlander y enseguida reparó en que era el mismo barco que los había llevado a su padre y a él desde Inglaterra. De inmediato decidió volver en él; así que fue a ver al capitán, le explicó su caso y le rogó que le concediera un pasaje. El capitán se negó, pero aun así el heroico muchacho no se desalentó y resolvió subir a bordo a escondidas antes de que partiera el barco; cosa que hizo ocultándose en el entrepuente detrás de dos grandes barriles de agua, donde, según nos contó, podía sacar la cabeza de vez en cuando para respirar. Una vez un pasajero de la antecámara se levantó en plena noche y estuvo hurgando allí con un bastón, pensando que se trataba de una rata muy grande que trataba de cruzar el Atlántico sin pasaje, pues nunca faltan pasajeros de esa clase que van y vienen entre Liverpool y Nueva York.

Nada más descubrirse su presencia a bordo, y él tuvo mucho cuidado de no dejarse ver hasta que el barco estuvo lejos de tierra, el capitán lo mandó llevar a popa y, después de zarandearlo un poco y de amenazar con arrojarlo por la borda como cebo de tiburones, le dijo al oficial que lo enviara a vivir a proa con los marineros. Éstos lo recibieron con los brazos abiertos, aunque, antes de abrazarlo, lo lavaron de pies a cabeza en los imbornales de sotavento, y resultó ser un muchacho muy apuesto, aunque estaba pálido y delgado por las penalidades que había sufrido. No obstante, con buenos cuidados y buena comida, pronto mejoró y engordó, y a los pocos días era un chico tan guapo y saludable como los que pueda haber en el jardín de infancia de la reina Victoria. Los marineros lo cuidaron mucho. Uno le hizo un sombrerito con una cinta; otro una chaquetilla y un tercero unos cómicos pantalones de la marina de guerra, de modo que, al final, parecía un joven contramaestre. Luego, el cocinero le dio un pote de hojalata y un plato, el despensero le regaló una cucharita de peltre, y un pasajero de la antecámara, una navaja. Equipado así, se sentaba a las horas de las comidas en la escalerilla del castillo de proa, con su pote y su plato, más feliz que una perdiz. Era un crío muy guapo, alegre y travieso de sólo seis años de edad, y era una verdadera lástima que estuviese tan desamparado. ¿Quién sabe si su destino será ser un convicto en Nueva Gales del Sur o un miembro del Parlamento por Liverpool? Por cierto que, cuando llegamos a puerto, hicimos una colecta: el capitán, los oficiales y el misterioso pasajero de camarote contribuyeron con sus mejores deseos, y los marineros y los pasajeros de la antecámara con tabaco y unos quince dólares en metálico. Aunque casi olvido decir que la hija del capitán de muelle le regaló un precioso pañuelito de encaje y una cajita para que se acordara de ella: unos regalos muy valiosos, pero un tanto inapropiados. Con ese equipaje, el pequeño héroe desembarcó y se perdió entre la multitud que abarrota los muelles de Liverpool.

Tengo que decir aquí, para suavizar la impresión que el lector pueda haberse formado de Jackson, que, al principio, se mostró amistoso con el chico, pero al crío le daba miedo y se apartaba de él, hasta que, por fin, aquél dejó de hablarle y, pese a ser tan inofensivo, pareció odiarlo tanto como al resto del mundo.

En cuando al chico de Lancashire, ya dije antes que era medio idiota. Así que no le prestaban mucha intención y por fin desembarcó sin que nadie, salvo una persona, se despidiera de él.