XXXI
DA UN PROSAICO PASEO POR LA CIUDAD EN COMPAÑÍA DE SU VIEJA Y PROSAICA GUÍA DE VIAJE
Al partir de casa, me llevé conmigo la guía de tafilete verde, pues supuse por el gran número de barcos que viajaban a Liverpool que era más que probable que acabase embarcando en uno de ellos, como luego ocurrió.
Mi deleite juvenil ante la perspectiva de visitar un lugar cuya clave para todos sus intrincamientos tenía en mi mano fue enorme.
En el viaje de ida estudié mucho sus páginas. En primer lugar, me documenté sobre la historia y la arqueología de la ciudad, detalladas en el capítulo que pretendía reproducir aquí. Luego estudié las columnas estadísticas sobre el aumento de la población y me las aprendí como la tabla de multiplicar. Estaba decidido a conocerlo todo a fondo y a no contentarme con adquirir sólo unas nociones, como suelen hacer la mayoría de los lectores de las guías de viaje. Luego leí, una por una, las elaboradas descripciones de los edificios públicos, y comparé escrupulosamente el texto con el grabado oportuno para ver hasta qué punto se correspondían. Pues tengo que decir que la obra incluía, contando el plano, nada menos que diecisiete grabados. Y de tanto estudiarlos llegué a imprimir cada columna y cornisa en mi memoria de tal modo que luego reconocí los originales sin dudarlo un momento.
En suma, al considerar que mi propio padre había empleado la misma guía, y que, por tanto, había sido ampliamente probada y su fidelidad estaba demostrada más allá de toda duda, no podía sino pensar que estaba adquiriendo un conocimiento infalible de la ciudad de Liverpool, sobre todo porque me había familiarizado con el plano y sabía orientarme por las calles más estrechas con una confianza y celeridad impresionantes.
En mi imaginación, mientras yacía a bordo en la litera, daba agradables paseos vespertinos por la ciudad, a lo largo de St. James Street y por Great George, y me paraba en los principales lugares de interés. Llegué a familiarizarme de tal modo con las características del plano que empecé a pensar que había nacido en Liverpool. Y, aunque algunas de las calles representadas en él eran muy intrincadas, angulosas y retorcidas, como el mapa de Boston en Massachussets, no abrigaba la menor duda de que podría pasear por ellas en la noche más oscura e incluso correr hasta el muelle más apartado en caso de emergencia.
¡Qué equivocado estaba!
Nunca pensé que, a pesar de que una guía con más de cincuenta años de antigüedad bien pudiera haber sido muy útil en su tiempo, sería un mal cicerone en la actualidad. Ni siquiera imaginaba que el Liverpool que había visto mi padre era otro del que yo, su hijo Wellingborough, iba a recorrer. No, nada de eso se me ocurrió; me había acostumbrado tanto a asociar mi vieja guía de tafilete con la ciudad que describía que jamás se me pasó por la cabeza que pudiese darse la menor discrepancia con la realidad.
Mientras estuvimos fondeados en el Mersey, antes de entrar en el muelle, saqué mi guía para ver cómo se correspondía el mapa con el lugar. No tenían el menor parecido. No obstante, decidí que era por verlo en horizontal en lugar de a vista de pájaro. Así que no te preocupes, vieja guía, sigues estando en lo cierto.
Sin embargo, mi fe en ella sufrió un duro golpe esa misma tarde, cuando la tripulación desembarcó para cenar, como he contado antes.
Los hombres se detuvieron en una antigua y curiosa taberna, cerca de los muros del muelle del Príncipe; y, como tenía la guía en el bolsillo, la saqué para comparar mis notas, y descubrí que precisamente en el mismo lugar donde estábamos y donde una camarera de mejillas sonrosadas llenaba los vasos a mis compañeros, mi infalible guía de tafilete situaba un fortín y añadía que valía la pena que el visitante inteligente se tomara la molestia de visitarlo con el objeto de asistir al cambio de guardia por la noche.
Aquello fue una sorpresa, pues ¿cómo iba a confundirse una taberna con un castillo?, y además era la hora del cambio de guardia y allí no se veía a ningún casaca roja. No obstante, no podía condenar por una pequeña discrepancia al viejo sirviente de la familia que tan fielmente había servido a mi padre antes que a mí, y cuando supe que la taberna se llamaba Taberna del Fuerte Antiguo y me contaron que muchas de las piedras seguían en sus paredes, casi exoneré del todo a mi guía de la vaga acusación de haberme engañado.
Al día siguiente era domingo y tenía toda la jornada a mi disposición: «Ahora —pensé— mi guía y yo daremos un estupendo paseo por calles y callejas hasta los mismos confines de Liverpool».
Me levanté temprano y muy animado; llevé a cabo mis abluciones de pies a cabeza con «escrupulosidad oriental», me puse la camisa roja, la chaqueta de caza y mis pantalones de deportista y coroné mi figura con el sombrero de lona impermeable: con aquella curiosa combinación de prendas, y sobre todo con mi camisa roja, debía de tener un aspecto muy extraño: tres partes de deportista, dos de soldado y una de marinero.
Mis camaradas, por supuesto, se burlaron al verme aparecer, pero no les presté atención y, después del desayuno, salté a la orilla, lleno de exquisitos presentimientos.
Yo andaba muy tieso y era muy alto para mi edad, así que tal vez fuera ésa la razón de que, mientras andaba a toda prisa por el muelle, un camarero borracho gritara al pasar: «¡Vista al frente! ¡Paso ligero!».
Otro tipo me paró para preguntarme si iba a la caza del zorro, y un policía del muelle, estacionado en la puerta, después de observarme desde la garita, una cómoda guarida provista de bancos y periódicos, con chaquetas impermeables y capas embreadas colgadas de las paredes, salió a toda prisa, se cruzó en mi camino cuando me disponía a salir a la calle y me gritó: «¡Alto!». Le obedecí; después de inspeccionarme pertinazmente, quiso saber de dónde había sacado mi gorro de lona, pues no lograba comprender el fenómeno de que estuviera cubriendo la cabeza de un desarrapado cazador de zorros. Le señalé mi barco, que estaba a poca distancia y, cuando el eficaz funcionario comprendió por mi acento que era un yanqui, me dejó pasar.
Hay que decir que los policías estacionados a las puertas de los muelles controlan de forma muy estricta a los forasteros que salen de ellos, pues a bordo de los barcos se producen muchos robos y si ven algo sospechoso lo investigan sin piedad. Así los viejos que compran desechos y basura de los barcos deben vaciar sus sacos en presencia de la policía antes de que les permitan salir al otro lado del muro. Y a veces registran la ropa de algún sospechoso, aunque sea delgado y se note que lleva los bolsillos vacíos.
Pero ¿a dónde me dirigía?
Lo diré. Mi intención era visitar en primer lugar el hotel Riddough donde se había alojado mi padre más de treinta años antes; y luego, con el plano en la mano, seguir sus recorridos por la ciudad, de acuerdo con la línea de puntos del diagrama. Así cumpliría con un peregrinaje filial a lugares que serían sagrados para mis ojos.
Por fin, cuando me encontré bajando por Old Hall Street hacia Lord Street, donde según la guía estaba ubicado el hotel, y cuando saqué el plano y vi que Old Hall Street estaba marcada en toda su extensión por la pluma de mi padre, afluyeron a mi corazón un millar de cariñosas emociones.
«Sí —pensé— por esta misma calle, no, por este mismo empavesado anduvo mi padre». Y luego casi me eché a llorar al considerar lo penoso de mi atuendo y notar cómo me miraba la gente; los hombres se quedaban mirando perplejos a aquel joven extranjero tan grotesco, y las ancianas con volantes y sombreros de castor cruzaban la acera para evitarme.
Qué aspecto tan distinto debió de tener mi padre, que tal vez vistiera una chaqueta azul, chaleco de gamuza y botas de Hesse. Y qué poco imaginaba que un hijo suyo visitaría alguna vez Liverpool convertido en un pobre y solitario grumete. Pero yo aún no había nacido cuando él anduvo sobre estas losas, ni tan sólo había sido concebido, no estaba incluido en el censo del universo. Mi propio padre no me conocía entonces, ni me había visto, ni había oído hablar de mí y ni siquiera había soñado conmigo. La idea me resultaba un poco triste, pues si en cierta época mi propio padre no había pensado ni por un momento en mí, ¿qué sería de mí después? «¡Pobre, pobre, Wellingborough —pensé—, triste muchacho! Hete aquí, extranjero en una ciudad extranjera, y la mera idea de que tu padre haya estado aquí antes que tú lleva implícita la idea de que entonces no te conocía ni le importabas lo más mínimo».
Pero aparté de mí como pude aquellas tristes reflexiones y seguí mi camino hasta llegar a Chapel Street, que crucé; y luego, pasando por debajo de un arco de piedra cuya oscuridad y estrechez me encantaron y llenaron mi alma de yanqui de ideas novelescas de abadías antiguas y monasterios, fui a parar al hermoso claustro de la Bolsa de Comercio.
Allí, apoyado en una de las columnas, saqué mi plano y seguí los pasos de mi padre a través de Chapel Street, por el mismísimo arco que tenía a mi espalda hasta el patio pavimentado donde estaba ahora.
Tan vívida fue la impresión de que él había estado allí y tan estrecho el pasadizo del que había salido que me dieron ganas de echar a correr para alcanzarlo junto al contiguo Ayuntamiento, al principio de Castle Street. Pero me contuve al pensar que había partido a donde ninguna búsqueda filial podría encontrarlo en este mundo. Y luego pensé en todo lo que debía de haber pasado desde que atravesó ese arco. En los muchos reveses y dificultades con los que se había encontrado, y en cómo le había azotado la tempestad de la adversidad hasta que murió en bancarrota. Contemplé mi triste atuendo y me costó mucho contener las lágrimas.
Pero me recuperé, mire la piedra esculpida, consulté la guía y miré la estampa del lugar. Era correcta en todo, aunque le faltaba el adorno central del claustro, que, por tanto, debía de haber sido erigido después, lo que no iba en detrimento de la exactitud general de mi amiga.
El adorno en cuestión es un grupo estatuario en bronce sobre una base y un pedestal de mármol que representa a lord Nelson expirando en brazos de la Victoria. Un pie se apoya sobre un enemigo caído y el otro sobre un cañón. La Victoria está colocando una corona fúnebre sobre la frente del almirante moribundo, mientras la Muerte, bajo la imagen de un horrible esqueleto, introduce su mano huesuda entre la ropa del héroe y tantea en busca de su corazón. Es una escultura muy impresionante y realista: no podía mirar a la Muerte sin estremecerme.
A intervalos regulares alrededor de la base del pedestal, cuatro figuras desnudas y encadenadas, algo más grandes que si fuesen de tamaño real, están sentadas en diversas actitudes de humillación y desaliento. Una tiene la pierna cruzada sobre la rodilla y agacha la cabeza como si hubiese abandonado toda esperanza de sentirse mejor. Otra hunde abatida la cabeza y sin duda mira tristemente, pero como su rostro estaba vuelto hacia otro lado no pude ver su expresión. Aquellas desconsoladas figuras de cautivos representan las principales victorias de Nelson, pero no podía mirar sus miembros atezados y sus grilletes sin pensar involuntariamente en cuatro esclavos africanos en el mercado de esclavos.
Y pensé en Virginia y en Carolina y también en el hecho histórico de que el tráfico de esclavos africanos fue, en cierta época, el principal comercio de Liverpool, y que la prosperidad de la ciudad se suponía indisolublemente ligada a su continuación. Y recordé que mi padre les hablaba a menudo a los caballeros que visitaban nuestra casa de Nueva York de la infelicidad que había acarreado en Liverpool el debate sobre la abolición de dicho tráfico y que la lucha entre los sórdidos intereses y la causa de la humanidad había hecho tristes estragos entre los comerciantes, había separado a los hijos de sus padres e incluso a los maridos de sus mujeres. Y volví a pensar en el amigo de mi padre, el gran y buen Roscoe, el intrépido enemigo del tráfico, que ejerció su excelente talento en pro de su supresión escribiendo un poema (Los males de África) y varios panfletos y pronunciando un discurso en el Parlamento que, viniendo de un diputado por Liverpool, en principio tenía que hacerle perder muchos votos, y que tuvo no poca influencia en el triunfo de la causa de la sensatez y la humanidad.
Hasta qué punto me afectó aquel grupo estatuario, puede deducirse del hecho de que no volví a pasar por Chapel Street sin pasar por aquel arco para volver a verlo. Ya fuese de noche o de día estaba seguro de encontrar a lord Nelson todavía agonizante, con la corona fúnebre de la Victoria sobre la punta de la espada y a la lúgubre Muerte atenazándolo como siempre, mientras los cuatro cautivos de bronce seguían lamentándose de su cautiverio.
El caso es que, en el rato que pasé aquel domingo junto a la verja de la estatua, noté que varias personas entraban y salían de un apartamento que había en un sótano debajo de las columnas; me acerqué y vi que era una sala de prensa, llena de archivos y papeles. Mi amor por la literatura me impulsó a abrir la puerta y entrar, pero un simple vistazo a mi sucia chaqueta de caza impulsó a un personaje de aspecto muy digno a cerrarme la puerta en las narices. Pasé un minuto pensando qué hacerle a aquel tipo, y por fin resolví dejarlo en paz y seguir mi camino, cosa que hice: bajé por Castle Street (llamada así, según la guía, porque antes había allí un castillo) y doblé por Lord Street.
Al llegar a esta calle, busqué en vano el hotel. Cualquiera comprenderá mi desilusión si considera que estaba ansioso por contemplar la mismísima casa en la se había alojado mi padre, donde había dormido y comido, fumado sus cigarros, abierto sus cartas y leído el periódico. Le pregunté a varias damas y caballeros dónde estaba el hotel desaparecido, pero ellos se limitaban a mirarme y pasar de largo; hasta que encontré a un mecánico, o eso parecía, que muy educadamente se detuvo a oír mis preguntas y me dio una respuesta.
—¿El hotel Riddough? —dijo—, palabra que me suena ese nombre, déjame pensar… Sí, sí… Mi padre se rompió un brazo ayudando a demolerlo. Muchacho, ¡no puede ser que estés hablando del hotel Riddough! ¿Qué se te ha perdido en él?
—¡Oh, nada! —repliqué—, le estoy muy agradecido por la información —y seguí mi camino.
Entonces lo vi todo más claro respecto a mi guía y se confirmaron mis más lúgubres sospechas: estaba anticuada casi medio siglo y era tan útil para visitar la ciudad como el plano de Pompeya.
Fue una reflexión triste, solemne y melancólica. El libro en quien tanta confianza había depositado, el de las tapas de tafilete verde y las esquinas como tricornios, el que estaba repleto de preciosos recuerdos familiares y contenía diecisiete grabados ejecutados según el estilo artístico más consumado, aquel precioso libro carecía casi totalmente de utilidad. Sí, lo que había guiado al padre no podía guiar al hijo. Y me senté a meditar en el escalón de una tienda.
«Apréndete la lección, Wellingborough —pensé— y no la olvides nunca. El mundo, muchacho, no para de moverse, sus hoteles Riddough están siempre demoliéndose; nunca se detiene y sus arenas cambian incesantemente. El propio puerto de Liverpool se está colmando lentamente, según dicen, y quién sabe lo que verá tu hijo (si es que alguna vez tienes alguno) cuando venga a Liverpool tanto tiempo después de ti como tú de su abuelo. Y, Wellingborough, igual que a ti no te sirve la guía de tu padre, tampoco la tuya (si pudieses permitirte comprar hoy una moderna) les servirá a quienes vengan detrás de ti. Las guías de viaje, Wellingborough, son los libros menos fiables de la literatura; y casi toda la literatura, en cierto sentido, está hecha de guías. Las viejas nos hablan de cómo recorrían nuestros padres las vías y patios de antaño, aunque muy pocos de esos lugares pueden rastrearse en la posteridad; entre avenidas y nuevos edificios, ¡qué pocos siguen encontrándole sentido a una guía vieja! Cada época escribe sus propias guías y las viejas sólo sirven para pasta de papel. Sólo hay una guía sagrada, que nunca te engañará si la sigues con rectitud, y algunos nobles monumentos que perdurarán, aunque se desmoronen las pirámides».
Pero, aunque me levanté del escalón convertido en un chico más triste y más sabio, y aunque mi guía había sido despojada de su reputación de infalibilidad, no traté con contumelia ni desdén aquellas páginas sagradas que una vez le habían servido de ayuda a mi padre.
«No, mi pobre guía —pensé, acariciándole el lomo con ternura y alisándole con reverencia las hojas que tenía dobladas—, no te trataré con desprecio, vieja guía de tafilete, y seguirás siendo una guía fiable por muchas viejas callejas de la parte antigua de la ciudad, aunque te equivoques, de vez en cuando, a propósito de un hotel Riddough o de algún otro lugar olvidado del pasado».
Mientras la hojeaba con cariño, como haría alguien más dispuesto a amar que a regañar, mis ojos repararon en un pasaje relativo al «muelle viejo» que despertó mucho mi curiosidad. Decidí visitar aquel lugar sin mayor dilación y anduve en la que consideré la dirección correcta hasta llegar por fin ante un enorme y espléndido bloque de piedra arenisca esculpida, y, después de cruzar el umbral, comprendí, por varios indicios incontrovertibles, que debía tratarse de un edificio de aduanas. Después de admirarlo un rato, volví a sacar la guía y cuál sería mi sorpresa al descubrir que, de acuerdo con su autoridad, yo estaba totalmente equivocado con respecto al edificio, pues precisamente ahí era donde debía estar el muelle viejo. Seguí leyendo y encontré este acertado párrafo: «Lo primero que sorprende al visitante al llegar a este muelle es la singularidad de encontrar tan gran número de barcos atracados en el centro mismo de la ciudad, sin que se vea ninguna conexión con el mar».
¡Aquello si qué tenía difícil explicación! El viejo volumen de tafilete reconocía la gran «singularidad» del lugar y no trataba de negar que era, sin duda, sorprendente, que aquel muelle fabuloso diera la impresión de no estar conectado con el mar. Sin embargo, el mismo autor seguía diciendo que «el perplejo visitante debe suspender por un momento su sorpresa y doblar a la izquierda». Pero ni a izquierda ni a derecha había ningún lugar que correspondiera a la descripción.
Era demasiado confuso y difícil de explicar, incluso teniendo en cuenta el crecimiento y mejora de la ciudad con el curso de los años. Así que, guía en mano, me acerqué a un policía que vi cerca, y le rogué que me dijera si conocía algún lugar en las proximidades llamado el muelle viejo. El hombre al principio me miró con sorpresa, y luego, al ver que parecía estar en mis cabales y le había preguntado con bastante educación, se golpeó las lustrosas botas con su bastón, se subió el cuello ribeteado de plata del abrigo y me inició en el conocimiento de los siguientes hechos:
Al parecer, en aquel lugar era donde estuvo originalmente la laguna a la que la ciudad debe parte de su nombre, y que antaño circundaba la parte antigua; dicha laguna se transformó en el muelle viejo para que pudiesen atracar los barcos, pero hacía unos años lo habían llenado de tierra y habían construido el edificio de aduanas que tenía delante.
Contemplé el lugar con un sentimiento parecido al del viajero oriental a orillas del Mar Muerto. Pues aquí parecía haberse dado al revés la perdición de Gomorra[77] y un lago se había convertido en piedra sólida y cemento.
«Vaya, vaya, Wellingborough —pensé—, más te valdría guardarte el libro en el bolsillo y llevarlo a la Sociedad de Arqueología, pues está varios miles de leguas y muchos estadios por detrás de la marcha del progreso. Huele su vieja encuadernación de tafilete, Wellingborough, ¿no te parece que huele un poco a momia? ¿No te recuerda a Keops y las catacumbas? Te digo que se escribió antes que los libros perdidos de Livio, y es primo hermano de ese volumen irremediablemente perdido, titulado “Las guerras del Señor”, y citado por Moisés en el Pentateuco[78]. Guárdalo, Wellingborough, guárdalo, amigo mío, y, en adelante, confía en tu olfato, que te servirá contra viento y marea para moverte por Liverpool y emplea el palo mayor de tu barco y la aguja de St. George como puntos de referencia».
«¡No! —y nuevamente le acaricié suavemente el lomo y le ajusté con cuidado una hoja suelta—. No, no, no te abandonaré todavía. ¡Ánimo, tafilete verde!, y guíame hasta la venerable abadía de Birkenhead, y deja que estos ojos ansiosos contemplen la mansión antaño ocupada por los viejos condes de Derby».
Pues el libro se explayaba sobre ambos lugares y contaba que la abadía estaba en la orilla de Cheshire, y que se veía perfectamente, cubierta de hiedra y musgo, desde una punta del lado de Lancashire. Y también que la casa de los nobles Derby era hoy la cárcel de la ciudad, ¡y que esa circunstancia era de lo más sugestiva y parecía preñada de sabiduría!
Pero, ¡ay!, nunca llegué a ver la abadía; al menos no se veía ninguna desde el agua; y en cuanto a la mansión de los condes, nunca la vi.
¡Ay, y cien veces ay! ¿Acaso he de visitar la vieja Inglaterra en vano? En la tierra de Thomas Becket y el orgulloso Juan de Gante, ¿no vislumbraré siquiera algún monasterio o castillo? ¿Es que no hay nada en todo el imperio británico más que esas hileras humeantes de tiendas viejas y almacenes viejos? ¿Es Liverpool sólo un horno de ladrillo? ¡Aquí no hay ni un edificio que parezca tan antiguo como la vieja mansión con tejados a varias aguas de mi abuela materna, cuyos ladrillos trasladaron desde Holanda, mucho antes de la guerra revolucionaria! ¡Esto es un engaño…, un timo…, una farsa…, una estafa! La renombrada Inglaterra no es más antigua que el estado de Nueva York y, si lo es, dejadme ver las pruebas…, probadlo. ¿Dónde está la torre de Julio César? ¿Dónde el muro romano? ¡Mostradme Stonehenge!
«Pero, Wellingborough —me reproché a mí mismo—, estás sólo en Liverpool; los monumentos antiguos están al norte, al sur, al este y al oeste de donde estás; no eres más que un grumete y no puedes dártelas de turista rico y visitarlos con esa absurda chaqueta de caza. Qué se le va a hacer, muchacho».
Cierto, cierto. No soy el viajero que fue mi padre. No soy más que un marinero que ha cruzado el Atlántico.
Después de aquel largo y fatigoso paseo, llegué por fin a la pensión del Clíper de Baltimore y la hermosa Mary me sirvió un tazón de té, en el que ahogué, de momento, mi melancolía.