XLVIII
UN CADÁVER VIVIENTE
Estaba escrito que nuestra partida de la costa inglesa hubiera de marcarla un trágico suceso, parecido al inesperado final del suicida que tanto me había impresionado al zarpar de la costa americana.
De los tres nuevos miembros de la tripulación que habían subido ebrios a bordo cuando estábamos en la bocana del muelle, dos pudieron ponerse a trabajar a las cuatro o cinco horas de salir de puerto. Pero el tercero siguió postrado en su litera en la misma postura encogida en que lo dejó el reclutador cuando lo metió allí.
Según los papeles del barco, se llamaba Miguel Saveda y así fue como lo llamó a gritos el primer oficial por el escotillón del castillo de proa para ordenarle que se presentara inmediatamente en cubierta. Pero los marineros respondieron por su nuevo camarada y le hicieron comprender al oficial que Miguel seguía en trance y no podía obedecerle, así que, murmurando sus habituales maldiciones, el oficial volvió al alcázar.
Eso fue en la guardia que va de las cuatro a las seis de la tarde. Al sonar la tercera campanada en la guardia siguiente, Max el holandés, que, como la mayoría de los marineros viejos, era una especie de médico en casos de borrachera, aconsejó que le quitaran la ropa a Miguel para que estuviera más cómodo. Pero Jackson rara vez permitía que se hiciese nada en el castillo de proa que no fuese idea suya y lo impidió caprichosamente.
De modo que el marinero siguió fuera de la vista en su litera, que estaba al fondo del castillo de proa, detrás de los guindastes del bauprés, dos sólidos maderos anclados en la quilla del barco. Una o dos horas más tarde, algunos de los hombres notaron un olor extraño en el castillo de proa y lo atribuyeron a la presencia de alguna rata muerta en los huecos de las planchas de los costados, pues unos días antes habían ahumado el castillo de proa para acabar con los bichos que lo invadían. A medianoche despertaron a la guardia de babor, de la que yo formaba parte, y todos los hombres se quejaron de que el olor se había vuelto insoportable, supuestamente por haberse agitado el agua de la sentina con el cabeceo del barco.
—¡Así reviente esa rata! —gritó el groenlandés.
—Ya ha reventado —respondió Jackson, que se había acercado en calzoncillos a la litera de Miguel—, lo que se ha muerto es una rata de agua, muchachos, aquí la tenéis. —Y tiró del brazo del marinero exclamando—: ¡Muerto como un maniguetón!
Al oírlo, los hombres corrieron junto a él y Max iluminó el rostro del hombre con una lámpara.
—No, no está muerto —gritó, mientras la luz amarilla temblaba por un momento sobre la boca inmóvil del marinero. Pero apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando, para horror de todos, dos hilos de fuego verdoso como una lengua bífida salieron de entre sus labios y, en un momento, el rostro cadavérico quedó envuelto en un enjambre de llamas como gusanos.
A Max la lámpara se le cayó al suelo y se apagó, mientras, cubiertas por completo por chispas y espiras de fuego que crepitaban en el silencio, las partes sin cubrir del cuerpo ardieron delante de nosotros, exactamente igual que un tiburón fosforescente en un mar de medianoche.
Tenía los ojos abiertos y fijos, la boca estaba torcida como un pergamino y cada uno de sus rasgos enjutos parecía tan firme como si estuviera con vida, mientras el rostro, ahora herido por las volutas de débiles llamas azuladas, adoptaba un aspecto lúgubre y desafiante como la muerte eterna. Prometeo, incinerado por el fuego de la roca.
Tenía la camisa remangada y uno de sus brazos mostraba el nombre del marinero tatuado en rojo cerca del codo, y, como si la carne pintada tuviera algo de peculiar, cada una de las letras ardió al rojo vivo de tal modo que se podía leer el nombre en llamas entre el parpadeante fondo azulado.
—¿Dónde está ese condenado Miguel? —gritó desde el escotillón el oficial, que acababa de subir a cubierta y estaba decidido a contar con todos los hombres de su guardia.
—Se ha ido al puerto donde nunca levan anclas —tosió Jackson—. Baje y véalo usted mismo, señor.
El oficial pensó que Jackson trataba de tomarle el pelo y bajó muy enfadado, pero, al ver el cuerpo ardiendo, retrocedió igual que si le hubieran pegado un tiro. «¡Dios mío!», gritó y se agarró a la escalerilla.
—Cógelo —le dijo por fin Jackson al groenlandés—, tenemos que echarlo por la borda. No te quedes ahí temblando como una vieja; ¡te digo que lo cojas! Pero espera… —Y lo cubrió con las mantas y lo sacó en parte de la litera.
Pocos minutos más tarde, caía con un burbujeo entre los chispazos fosforescentes del mar, dejando al hundirse una estela coruscante.
Aquel suceso me infundió un horror indescriptible, y la conversación que sostuvieron los de la guardia las cuatro horas siguientes no sirvió para tranquilizarme lo más mínimo.
Pero lo que más me asombró y más increíble me pareció fue la diabólica opinión de Jackson de que el hombre estaba ya muerto cuando lo subieron a bordo y de que aquel reclutador ladrón de cadáveres había embarcado a un difunto en el Highlander pretendiendo que estaba borracho sólo para cobrar el mes de adelanto. Y oí decir a Jackson que había oído contar que lo mismo había sucedido en otras ocasiones. Aunque aún me cuesta creer que un cuerpo muerto pudiera arder de aquel modo. Sin embargo, los marineros parecían familiarizados con esa clase de asuntos, o al menos con las historias de cosas parecidas que les habían ocurrido a otros.
A mí, que a esa edad no había oído hablar nunca de un caso semejante de combustión animal, me embargó una horrible sensación y casi pensé que el cuerpo ardiente era una premonición del fuego de los calvinistas, y que la muerte terrena de Miguel era un anticipo de su condenación eterna.
Nada más acabar el entierro, pusieron un fogón con carbones al rojo vivo en la litera y tostaron en él dos puñados de café. Luego la sellaron con tablas y no volvieron a abrirla en toda la travesía. Se dieron órdenes estrictas a la tripulación de que no divulgara entre los emigrantes lo sucedido, aunque lo cierto es que no habría hecho falta que se lo ordenase nadie.
Después de aquel suceso, ningún marinero salvo Jackson volvió a quedarse solo en el castillo de proa de noche o de día, y nadie volvió a reírse, cantar o a dar muestras de alegría en él, sino que se guardaron las bromas para las guardias en cubierta. Todos menos Jackson, que, mientras los demás fumaban en silencio sentados sobre sus baúles o en sus literas, miraba hacia el fatídico lugar y tosía y se reía e invocaba al muerto con increíbles mofas y burlas. Oírlo me helaba la sangre y me encogía el alma.