XXXVIII

LOS MENDIGOS DEL MURO

Podría contar otras cosas que me ocurrieron en las seis semanas y pico que estuve en Liverpool, y en las que visité las bodegas, lavaderos y cuchitriles de los callejones y patios que había junto al río. Pero contarlas sería repetir la historia que acabo de relatar, así que vuelvo a los muelles.

Las viejas que se dedicaban a recoger trozos de algodón en el descampado pertenecían al mismo grupo de personas que se veían a todas horas tras los muros del muelle hurgando, una y otra vez, en los montones de basura desembarcados de las bodegas de los barcos.

Como va contra la ley arrojar cualquier cosa por la borda, aunque sea un trozo de cabo, y como dicha ley se diferencia de otras similares de Nueva York en que se aplica rígidamente por los capitanes de muelle, y, como además después de desembarcar la carga queda mucha porquería y embalaje inútil en la bodega, la cantidad de basura acumulada en los contenedores instalados para depositarla a lo largo de los muros es enorme, y aumenta con cada barco que descarga en los muelles.

Junto a esos repugnantes montones se ven decenas de mendigos andrajosos, que, armados con viejos rastrillos y azadas, revuelven en la basura y celebran encontrar un trozo de meollar como si fuese una madeja de seda. No obstante, no suelen hallar gran cosa, pues uno de los privilegios inmemoriales del segundo oficial de un barco mercante es reunir y vender por su cuenta todos los trastos viejos del barco donde sirve y, normalmente, se cuida mucho de que en los cubos de basura que se llevan a la orilla haya el menor número posible de trozos de meollar.

Del mismo modo, el cocinero guarda todos los restos de corteza de cerdo y grasa de ternera que luego vende con considerables beneficios, pues por un viaje de seis meses llega a sacar treinta o cuarenta dólares, y en los barcos grandes incluso más. Es fácil imaginar lo desesperados que deben de estar esos pordioseros para rebuscar en montañas de basura en las que ya se ha rebuscado antes.

Tampoco quiero dejar de aludir a la singular mendicidad practicada en las calles más frecuentadas por los marineros, y en particular al peculiar ejército de indigentes que asaltaba los muelles a determinadas horas del día.

A las doce en punto, las tripulaciones de cientos y cientos de barcos salen en tropel por las puertas del muelle para ir a comer a la ciudad. Y multitud de mendigos escogen esa hora para plantarse a la salida de los muros, mientras otros se instalan en el bordillo a fin de despertar la caridad de los marineros. La primera vez que pasé por esa larga calle del pauperismo, me pareció imposible creer que ninguna ciudad del mundo pudiera ofrecer semejante exhibición de miseria.

Allí estaba representada toda suerte de penuria y sufrimiento y los vicios exhibían a sus víctimas. Y no faltaban los fantásticos y casi increíbles trucos y estratagemas de los mendigos profesionales para completar la estampa de todo lo que resulta deshonroso para la civilización y la humanidad.

Viejas, o más bien momias, resecas por el hambre y la edad; chicas jóvenes con enfermedades incurables, que tendrían que haber estado en el hospital; hombres robustos con el patíbulo grabado en la mirada y los labios llenos de mentiras sibilantes; muchachos decrépitos de ojos hundidos y madres raquíticas que abrazaban a sus raquíticos bebés a plena luz del sol, componían los principales rasgos de la escena.

Pero dichos rasgos se diversificaban con ejemplos concretos de sufrimientos, vicios y artes para despertar la caridad que, al menos a mí, que no los había visto nunca, me parecían extremadamente monstruosos e inusitados.

Recuerdo a un tullido, un joven no muy mal vestido, que se sentaba acurrucado contra el muro, con un cartel pintado sobre las rodillas. Era un dibujo que pretendía representar a aquel hombre atrapado en la maquinaria de una fábrica y retorcido entre ejes y engranajes con las piernas mutiladas y sanguinolentas. Aquella persona no decía nada y se limitaba a exhibir su cartel en silencio. Junto a él, apoyado contra el muro, había un hombre alto y pálido, con un vendaje blanco alrededor de la frente y la cara tan lívida como la de un cadáver. Él tampoco decía nada y señalaba silencioso con un dedo a la baldosa azul muy bien barrida que había a sus pies y que tenía esta inscripción escrita con tiza:

Hace tres días que no como,

mi mujer y mis hijos se están muriendo.

Más adelante, yacía un hombre que le había quitado la manga a su abrigo andrajoso para mostrar una horrible llaga con una etiqueta en la que había algo escrito.

En algunos sitios, y a lo largo de muchas varas, todo el empavesado al pie del muro está completamente cubierto de inscripciones y los mendigos esperan al lado en silencio.

Pero, cuando pasabas por aquellas horribles inscripciones, destinadas a ser borradas al cabo de una hora por las pisadas de miles y miles de viandantes, también te asaltaban las clamorosas y apremiantes peticiones de los pedigüeños. Te acosaban por doquier, te cogían del abrigo y te seguían y «por el amor del Cielo» y «por el amor de Dios» y «por nuestro Señor Jesucristo» te rogaban aunque sólo fuera «medio penique». Si se te ocurría mirar a uno de ellos, aunque fuese por un instante, lo notaban a la velocidad del rayo y la persona en cuestión no se apartaba de tu lado hasta que seguías por otra calle o satisfacías sus demandas. Así, al menos, era con los marineros, pues noté que los mendigos trataban a los de la ciudad de forma diferente.

No puede decirse que los marineros hicieran mucho por aliviar la pobreza que tres veces al día se presentaba ante sus ojos. Tal vez la costumbre les hubiese vuelto insensibles, aunque lo cierto es que muy pocos debían de tener dinero que darles. Aun así los mendigos debían de tener algún motivo para infestar los muros del muelle como lo hacían.

Como ejemplo del capricho de los marineros y de su compasión ante el sufrimiento de los de su misma vocación, contaré el caso de un viejo, que, a diario y durante todo el día, ya hiciera sol o mal tiempo, se instalaba en una esquina por donde siempre pasaban multitudes de marineros. Era un hombre pletórico y grandullón con una pierna de madera, vestía como un marinero, su rostro era redondo y rubicundo, estaba siempre alegre y se sentaba sobre un montón de chaquetas marineras con el muñón de madera extendido, de tal forma que si uno iba distraído podía tropezar con él, y dejando un pequeño hueco entre las rodillas para meter las monedas que le iban echando. Y los marineros siempre le dedicaban alguna palabra amable y le echaban muchos peniques en la lata, aunque pasaban sin inmutarse ante los otros mendigos.

La primera mañana que bajé con mis compañeros a tierra, algunos lo saludaron como a un viejo conocido, pues llevaba muchos años instalado en esa esquina. Había sido tripulante de un barco de guerra y había perdido la pierna en la batalla de Trafalgar; curiosamente, afirmaba que su pierna de madera estaba hecha con una de las cuadernas de roble del barco de Nelson, el Victory.

Entre los pordioseros había varios que llevaban viejos sombreros y chaquetas de marinero y afirmaban ser antiguos marinos; y, basados en semejante pretensión, les pedían ayuda a sus hermanos; pero éstos descubrían enseguida sus disfraces y les daban la espalda sin hacerles ni caso.

Como pasaba a diario por aquel callejón de los mendigos, que atestaban los muelles igual que los tullidos hebreos el estanque de Betesda[97], y como pensaba en mi total incapacidad para ayudarlos, no podía sino rezar para que algún ángel descendiera y convirtiera las aguas de los muelles en un elixir que curase todos sus males y los dejase a todos, hombres y mujeres, tan sanos como a sus antepasados Adán y Eva en el Paraíso.

¡Adán y Eva! Si de verdad estáis vivos y en el cielo, ojalá que una parte de vuestra inmortalidad no consista en contemplar el mundo que dejasteis. Pues todos esos tullidos y menesterosos son familia vuestra como el joven Abel, y, para vosotros, ver los sufrimientos de este mundo sería un auténtico tormento.