I

De cómo el gusto por el mar nació y creció en Wellingborough Redburn

—Wellingborough, ya que tienes intención de embarcarte, ¿por qué no te llevas mi chaqueta de caza?; es justo lo que necesitas… Llévatela, te ahorrarás tener que comprar una. Ya lo verás, es muy caliente; tiene los faldones largos, duros botones de cuerno y muchos bolsillos.

Así, con toda la bondad y sencillez de su corazón, me habló mi hermano mayor la víspera de mi partida hacia el puerto.

Y, Wellingborough —añadió—, ya que ambos andamos cortos de dinero, y te hace falta un equipo, y no tengo nada que darte, puedes llevarte también mi carabina y venderla en Nueva York por lo que te den. No, llévatela, a mí ya no me sirve; no me queda pólvora para cargarla.

Por aquel entonces yo no era más que un muchacho. No mucho tiempo antes mi madre se había trasladado desde Nueva York a un agradable pueblo junto al río Hudson, donde vivíamos muy tranquilos en una casita. Varios amargos desengaños en ciertos planes que había proyectado y la necesidad de hacer algo para ganarme la vida, unidos a mi natural disposición aventurera, habían conspirado en mi interior para enviarme al mar como marinero.

Llevaba varios meses leyendo con detenimiento periódicos atrasados neoyorquinos y estudiando encandilado las largas columnas de noticias marítimas, que ejercían un extraño y romántico encanto sobre mí. Una y otra vez, devoraba anuncios como el siguiente:

DESTINO: BREMEN

El bergantín Leda, forrado y remachado con cobre, tras haber casi completado su estiba, zarpará rumbo al puerto arriba mencionado el martes 20 de mayo.

Para cuestiones de carga o pasaje preguntar a bordo en el muelle de Coenties[1].

Cada una de las palabras de un anuncio como ése evocaba cientos de imágenes en mi joven imaginación de tierra adentro.

«¡Un bergantín!». La misma palabra resumía la idea de un navío ennegrecido y castigado por el mar, con bordas altas y cómodas y airosos mástiles y vergas.

«¡Forrado y remachado de cobre!». ¡Sólo eso ya olía a agua salada! Qué diferentes debían ser esos barcos de las balandras de madera de un solo palo pintadas de verde y blanco que se deslizaban por delante de nuestra casa a orillas del río.

«¡Tras haber casi completado su estiba!». Qué anuncio tan trascendental, y cómo evocaba en la imaginación la idea de balas rancias, y cajas llenas de seda y satén y cómo me llenaba de desprecio por los viles cargamentos de heno y madera con los que me habían familiarizado mis vivencias en el río.

«Zarpará el martes 20 de mayo…», ¡y el periódico tenía fecha del 5 del mismo mes! Quince días de antelación, pensadlo por un instante; qué importancia debía de tener aquel viaje si habían establecido con tanta anticipación el momento de la partida; las balandras del río no acostumbraban a hacer planes a tan largo plazo.

«¡Para cuestiones de carga y pasaje preguntar a bordo!». ¡Pensad en subir a bordo de un bergantín forrado y remachado de cobre y comprar un pasaje para Bremen! Y ¿quién podría ir a Bremen? Sin duda sólo extranjeros; hombres de tez oscura y negras patillas que hablaban en francés.

«Muelle de Coenties». Amarrados allí debía de haber muchos más bergantines y toda suerte de barcos. El muelle de Coenties estaría cerca de hileras de almacenes de aspecto deprimente, con puertas y persianas de hierro oxidado, y techumbre de teja; y anclas viejas y cadenas apiladas en la calle. Y también habría en las cercanías muchos viejos cafés en los que no dejarían de entrar y salir capitanes tostados por el sol que fumaban cigarros y hablaban de La Habana, Londres y Calcuta.

Todas aquellas ensoñaciones se apoyaban a la perfección en los recuerdos borrosos de muelles, almacenes y consignatarios de los que me había provisto mi primera infancia vivida en un puerto de mar.

En particular, recordaba haber estado con mi padre en el muelle cuando un gran navío salía por la bocana del puerto. Recordaba los «¡Halad, halad!» de los marineros, de los que tan sólo asomaban los gorros de lana por encima de las altas bordas. Recordaba haber pensado que iban a cruzar un gran océano y que ese mismo barco, y esos mismos marineros, que ahora estaban tan cerca, pasado un tiempo estarían en Europa.

Añádase a todas esas reminiscencias que mi padre, ahora fallecido, había atravesado varias veces el Atlántico por cuestiones de negocios, pues había sido importador de Broad Street. Y que, en las tardes invernales, en Nueva York, junto al bien recordado fuego de carbón traído por mar en la vieja Greenwich Street, nos hablaba a mi hermano y a mí de olas monstruosas, grandes como montañas; de mástiles que se combaban como ramas; y sobre todo de Le Havre, y de Liverpool, y de cuando subió a la cúpula de la catedral de St. Paul en Londres. Desde luego, durante mi infancia, la mayor parte de las ideas que tenía sobre el mar estaban relacionadas con tierra adentro, pero eran tierras lejanas, llenas de catedrales e iglesias musgosas, y de callejas largas y sinuosas, sin aceras y rodeadas de extrañas mansiones. Y sobre todo me esforzaba en imaginar qué aspecto tendrían esos sitios los días de lluvia y los sábados por la tarde; y si allí tendrían sábados y días de lluvia como nosotros; y si los niños irían a la escuela y estudiarían geografía y llevarían el cuello de la camisa ceñido con una cinta negra; y si sus padres les dejarían llevar botas, en lugar de los zapatos que a mí tanto me disgustaban, porque las botas me parecían más viriles.

A medida que me fui haciendo mayor, mis pensamientos volaron más alto, y con frecuencia me sumía en largas ensoñaciones sobre viajes y expediciones lejanas, y pensaba en lo estupendo que debía ser poder hablar de países bárbaros y remotos; y en el respeto y admiración con los que me miraría la gente si acabase de volver de la costa de África o de Nueva Zelanda; en lo atezadas y novelescas que parecerían mis mejillas; en cómo traería conmigo ropa extranjera de suntuosos tejidos y confección principesca, y la llevaría puesta cuando paseara por la calle, y en cómo los mozos de las verdulerías volverían la cabeza para mirarme. Pues recordaba muy bien que yo mismo me había quedado mirando boquiabierto a un hombre que me indicó mi tía en la iglesia y del que me contó que había estado en Arabia Pétrea y había vivido allí muchas extrañas aventuras que yo había leído con mis propios ojos en el libro que escribió al volver: un libro de aspecto árido con las cubiertas amarillentas.

—Mira qué ojos tan grandes tiene —susurró mi tía—: se le volvieron tan grandes porque cuando estaba a punto de morir de hambre en el desierto vio una palmera datilera con los frutos maduros colgando de ella.

Y al oír aquello lo miré de tal modo que sus ojos acabaron por parecerme mayores de lo normal, y me dio la impresión de que le sobresalían de la cabeza como los de una langosta. Estoy seguro de que fueron mis propios ojos los que crecieron mientras lo miraba. Cuando salimos de la iglesia, quise que mi tía me acompañara a seguir al viajero hasta su casa. Pero ella afirmó que la policía nos arrestaría si lo hiciéramos, y nunca volví a ver a aquel maravilloso viajero árabe. Sin embargo, siguió obsesionándome mucho tiempo, y soñé con él varias veces, y pensaba que sus grandes ojos se habían agrandado aún más; y una vez tuve una visión de la palmera datilera.

Con el paso del tiempo, mis pensamientos tendían cada vez más a demorarse en las cosas extranjeras, y busqué miles de maneras de satisfacer mis gustos. Teníamos en la casa varios muebles que habían traído de Europa. Y yo no hacía más que inspeccionarlos una y otra vez, y me preguntaba dónde habría crecido esa madera; y si los artesanos que los habían fabricado vivirían todavía, y a qué se dedicarían ahora.

También teníamos en el comedor varios cuadros pintados al óleo y unos grabados antiguos que mi padre había comprado en París.

Dos de ellos eran marinas. Una representaba un gran bote de pesca ennegrecido, con tres marineros patilludos con gorro rojo y los pantalones arremangados que halaban una red. En un lado había un escarpado fragmento de costa de aspecto francés, y un faro ruinoso y gris en lo alto de todo. Las olas eran de color marrón tostado, y toda la imagen tenía un aire antiguo y añejo. Yo pensaba que si me comía un trozo tendría buen sabor.

La otra representaba tres viejos navíos de guerra franceses con castillos tan altos como pagodas, a popa y a proa, como los que aparecen en Froissart[2], y unas cómodas torretas en lo alto de los mástiles, llenas de hombrecillos que llevaban algo indistinguible en las manos. Los tres navegaban por un mar azul brillante, tan azul como el cielo de Sicilia; estaban escorados formando un ángulo temible y debían de navegar muy deprisa, pues la espuma blanca rodeaba las proas como una tormenta de nieve.

Además, teníamos dos grandes álbumes franceses verdes de estampas coloreadas que a esa edad yo apenas podía levantar. Todos los sábados mis hermanos y hermanas los sacaban del rincón donde estaban guardados y los extendíamos en el suelo para contemplarlos con infinito deleite.

Las había de todo tipo. Algunas eran estampas de Versalles, con sus bailes de disfraces, sus salones, sus fuentes y sus patios y jardines, con sus largas líneas de espesos setos podados para formar fantásticas puertas y ventanas, y torres y pináculos. Otras eran escenas rurales en las que abundaban los cielos bonancibles, las vacas pensativas metidas en el agua hasta las rodillas, y los pastores y las cabañas a lo lejos medio tapados por viñas y viñedos.

Y otras eran ilustraciones de historia natural que mostraban rinocerontes y elefantes y tigres rayados; y sobre todo había una estampa de una enorme ballena, tan grande como un barco y cubierta de arpones, y tres botes que navegaban tras ella tan rápidos como el viento.

También teníamos un gran mueble-biblioteca en el vestíbulo; una vieja librería de color castaño tan alta como una casa pequeña: tenía una especie de sótano con grandes puertas con llave y cerradura; y más arriba, había puertas de cristal, a través de las cuales se veían largas hileras de libros viejos publicados en París, Londres y Leipzig. Había una buena edición en seis grandes volúmenes de lomos dorados de The Spectatory más de una vez me quedé embelesado mirando la palabra «Londres» en la portada. Y había un ejemplar de D’Alembert en francés, y yo me maravillaba de pensar en el gran hombre en el que me convertiría cuando, gracias a mis viajes por el extranjero, pudiera leer de corrido aquel libro, que hoy era un enigma para todos los de la casa, excepto para mi padre, a quien tanto me gustaba oírle hablar francés, como hacía de vez en cuando con un sirviente que teníamos.

A aquel sirviente también acostumbraba yo a mirarlo con asombro, pues, en respuesta a mis incrédulos interrogatorios, me había asegurado, una y otra vez, que había nacido en París. Pero nunca lo creí del todo, ya que me resultaba difícil asimilar que alguien que hubiera nacido en un país extranjero pudiera estar viviendo conmigo en nuestra casa de América.

Con el pasar de los años, aquel continuo interés por todo lo extranjero despertó en mí la idea vagamente profética de que estaba destinado a convertirme, un día u otro, en un gran viajero; y que, igual que mi padre acostumbraba a entretener a sus invitados mientras bebían vino en la sobremesa, yo también llegaría a contarle mis aventuras a un entusiasmado auditorio. Y no me cabe ninguna duda de que ese presentimiento tuvo mucho que ver con mis subsiguientes vagabundeos.

Pero lo que probablemente contribuyó más a convertir mis vagos anhelos y ensoñaciones en el propósito claro de ganarme la vida en el mar fue un viejo y anticuado barco de cristal, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo y manufactura francesa, que mi padre había llevado a casa desde Hamburgo unos treinta años antes, como regalo para un tío abuelo mío, el senador Wellingborough, que murió siendo miembro del Congreso en los días de la antigua Constitución y con cuyo nombre yo tenía el honor de haber sido bautizado. Tras la muerte del senador, devolvieron el barco al donante.

Lo guardábamos en una vitrina cuadrada de cristal, a la que una de mis hermanas le quitaba el polvo todas las mañanas, y que estaba sobre una mesita de té holandesa con patas en forma de garras que había en un rincón del salón. Dicho barco, tras despertar la admiración de las visitas de mi padre en la capital, se convirtió en la maravilla y el deleite de todos los habitantes del pueblo donde vivimos después, muchos de los cuales pasaban por casa de mi madre sin ningún otro propósito que ver el barco. Y ciertamente merecía aquellas largas y curiosas inspecciones a las que lo sometían.

En primer lugar, estaba fabricado todo de cristal, lo que era una gran maravilla, pues los mástiles, las vergas y los cabos estaban hechos para que se pareciesen exactamente a las partes correspondientes de un navío capaz de navegar. Tenía dos filas de cañones negros a lo largo de las dos cubiertas; y a menudo yo escudriñaba en las portillas, para ver qué más había dentro, pero los agujeros eran tan pequeños y dentro estaba tan oscuro, que poco o nada pude descubrir; aunque, cuando yo era muy pequeño, daba por sentado que, si alguna vez fuera capaz de abrir el casco y romper el cristal en pedazos, descubriría sin duda algo maravilloso, tal vez algunas guineas de oro, que me han hecho falta desde que tengo memoria. Y, en ocasiones, sentía el alocado impulso de convertirme en el destructor del barco de cristal, de la vitrina y de todo lo demás para hacerme con el botín; un día en que se lo di a entender de algún modo a mis hermanas, corrieron a decírselo a mi madre con gran alboroto; y después de eso, colocaron el barco por un tiempo lejos de mi alcance, sobre la repisa de la chimenea, hasta que recobrase la razón.

No sé cómo explicar esa pasajera locura mía, a no ser que fuese que había estado leyendo un libro sobre el barco del capitán Kidd, que estaba hundido en algún lugar en el fondo del Hudson cerca de las Highlands, cargado de oro; y acerca de un grupo de hombres que iban a tratar de sumergirse para rescatar el tesoro de la bodega, cosa que nadie había intentado hacer hasta entonces, a pesar de que el barco llevaba allí hundido casi cien años.

Por no hablar de los altos mástiles, vergas y aparejos de aquel famoso barco, entre cuyos laberintos de cristal soplado yo vagaba en mi imaginación hasta marearme, sólo hablaré de la gente de a bordo. Ellos también eran de cristal, unos minúsculos marineros de cristal tan hermosos como nadie haya visto nunca, con sus gorros y zapatos, como si fueran de carne y hueso, y unas curiosas chaquetas azules con una especie de arruga en la parte de abajo. Cuatro o cinco de esos marineros eran tipos menudos y ágiles que subían por el aparejo a grandes zancadas, aunque puedo jurar que jamás llegaron a ascender ni un centímetro.

Otro marinero estaba sentado a horcajadas sobre la botavara de la cangreja, con los brazos alargados por encima de la cabeza, aunque nunca averigüé con qué objeto. Otro estaba en la cofa del trinquete con un cabo adujado al hombro; el cocinero, con un hacha de cristal, estaba cortando madera cerca de la escotilla de proa; el despensero corría hacia el camarote con un plato de pudín de cristal; y un perro de cristal, con la boca roja, le ladraba mientras el capitán se fumaba un cigarro de cristal en el alcázar. Estaba apoyado contra la borda y se llevaba una mano a la cabeza: tal vez no se encontrara muy bien, pues tenía los ojos muy vidriosos.

El nombre de aquel barco tan curioso era La Reine, y estaba pintado en la popa donde todos pudieran leerlo entre una multitud de delfines de cristal y caballitos de mar tallados en forma de semicírculo.

Aquella Reina navegaba dueña indiscutible de un vidrioso mar de color verde, algunas de cuyas olas rompían con furia contra la proa, y puedo decir que muchas veces la di por perdida, hasta que me hice mayor y comprendí que no corría ningún peligro.

Con el transcurso de los años se había colado por las juntas de la vitrina en la que estaba guardado el barco una gran cantidad de polvo y pelusa hasta cubrir el mar con un ligero toque blanco, lo que en todo caso contribuía a mejorar el efecto general, pues recordaba la espuma y los rociones levantados por la terrible tormenta contra la que luchaba la buena Reina.

Hasta aquí La Reine. Todavía la tenemos en la casa, aunque por desgracia muchos de sus cabos y perchas están hoy rotos y hechos añicos… No obstante, nunca he mandado arreglarla: su mascarón de proa, un valiente guerrero con bicornio, está sumergido bocabajo entre las olas de aquel mar calamitoso… y no he querido que nadie vuelva a ponerlo en pie, hasta que lo haya hecho yo; pues entre ambos hay un vínculo secreto y mis hermanas me cuentan, todavía hoy, que se cayó de su sitio el mismo día en que partí de casa para embarcarme en este mi primer viaje.