XXVII
VISLUMBRA IRLANDA Y LLEGA POR FIN A LIVERPOOL
El Highlander no era ningún galgo, ni tampoco un barco muy rápido, así que la travesía, que algunos paquebotes cubren en quince o dieciséis días, a nosotros nos costó casi treinta.
Por fin, una mañana subí a cubierta y me dijeron que acababan de divisar Irlanda.
¡Irlanda estaba a la vista! ¡Un país extranjero a la vista! Miré con atención, pero sólo distinguí un punto azulado y nebuloso al noreste. ¿Eso era Irlanda? Pues no era para tanto, no es que llamase mucho la atención. Si así era un país extranjero, más me valdría haberme quedado en casa.
No sabría decir cómo había imaginado la costa exactamente, pero tenía la vaga idea de que sería algo exótico y maravilloso. En cualquier caso, ahí estaba, y a medida que fue amaneciendo y el barco se fue acercando, la tierra empezó a verse mejor y yo observé con mayor interés.
¡Irlanda! Enseguida me vinieron a la memoria Robert Emmet y su último discurso ante lord Norbury; Tommy Moore y sus versos amorosos; Curran, Grattan, Plunket y O’Connell; Patrick Flinnigan, el mozo de cuadra de mi tío, y el naufragio del valeroso Albion, que se hizo pedazos en esa misma costa que ahora veíamos, y pensé que me gustaría mucho desembarcar y visitar Dublín y la Calzada del Gigante[55].
Poco después se nos acercó un bote de pesca y corrí a echarle un vistazo, pero era un bote de aspecto muy común, que cabeceaba en el agua como cualquier otro barco; aun así cuando pensé que el hombre solitario que llevaba a bordo era verdaderamente originario de la tierra que teníamos a la vista, que, con toda probabilidad, nunca habría estado en América ni sabría nada de mis amigos en casa, empecé a pensar que tenía una pinta un poco exótica.
Era un tipo muy locuaz, y en cuanto estuvimos a distancia de oírnos gritó:
«Ah, excelentes marineros de América, ¿no es así, amigos?» —Y luego nos pidió que nos detuviéramos y le largáramos un cabo.
Pensando que tendría algo importante que comunicarnos, el oficial puso la mayor en facha y mandó largar un cabo; el extranjero empezó a halarlo y a alojarlo en su barco gritando: «¡Largad, largad, amigos, sois unos tipos magníficos!». Hasta que, por fin, el oficial le preguntó por qué no se abarloaba con nosotros y añadió:
—¿Es que no te basta con ese cabo?
—¡Desde luego que sí —respondió el pescador—, y ya va siendo hora de cortarlo y partir! —Y con esas palabras cortó el cabo con un cuchillo y con una típica sonrisa de Kilkenny[56], saltó a la caña del timón, puso el bote a favor del viento y se alejó de nosotros con unas quince brazas de nuestro cabo de remolque.
—¡El diablo te lleve y te ahorque con tu propia soga de cáñamo robada, maldito canalla irlandés! —gritó el oficial, sacudiendo el puño en dirección al bote que se alejaba en la distancia, tras recuperarse de su sorpresa inicial.
Bonita introducción al hemisferio oriental: robados incluso antes de echar la sonda. Engañar de aquel modo a viajeros experimentados superaba todo lo que había oído contar de la nuez moscada de madera y las semillas de calabaza de tilo que venden los vendedores ambulantes en Connecticut. Y pensé que, si había más irlandeses como el amigo Pat, los buhoneros yanquis podían ir pensando en retirarse.
La siguiente tierra que divisamos fue Gales. Era mediodía y una larga línea de montañas purpúreas se extendía como bancos de nubes hacia el este.
¿De verdad sería aquello Gales…? ¿Gales? Y pensé en el príncipe de Gales.
¿Reinaría una reina auténtica con corona en ese país que contemplaba ahora con mis propios ojos? Y luego pensé en un abuelo mío que había combatido contra un antepasado de aquella reina en Bunker’s Hill[57].
Aunque, después de todo, la impresión general que producían aquellas montañas era humillantemente parecida a la de las montañas Caatskill recortadas contra el río Hudson.
Navegamos con una brisa ligera hasta el día siguiente, cuando llegamos a Holyhead y Anglesea. Luego cesó casi del todo y el escaso viento empezó a soplar de proa, así que nos dedicamos a barloventear surcando el agua sin perder de vista una torre blanca como la nieve que se veía a lo lejos y que tanto podría haber sido un fortín como un faro. Me perdí en conjeturas acerca de la clase de personas que podría regentar aquel solitario edificio y de si sabrían algo de nosotros.
Al tercer día, con un buen viento en el coronamiento, llegamos tan cerca de nuestro destino que al atardecer embarcamos un práctico.
Me pareció muy diferente de nuestro práctico neoyorquino. En primer lugar, el barco que lo llevó a bordo era un pletórico bote aparejado como un balandro de bordas bajas, que se deslizaba silbando por el agua en contraste con la pequeña goleta, parecida a una gaviota, que se despidió de nosotros en Sandy Hook.
A bordo viajaban diez o doce prácticos más, tipos de aspecto desgreñado, que iban sentados en cubierta como una tertulia de osos hibernando en Aroostook y se arrebujaban en sus raídos chaquetones. No obstante, debían pasar muy buenos ratos juntos, mientras navegaban por el mar de Irlanda en busca de barcos con destino a Liverpool, fumando cigarros, bebiendo brandy con agua y contando historias, hasta que por fin, uno por uno, se iban repartiendo a bordo de los distintos barcos y volvían a encontrarse junto a un cálido fuego de carbón en una taberna de Liverpool y preparaban otra expedición.
Pues bien, cuando aquel práctico inglés subió a bordo, yo lo miré como si fuese un animal salvaje recién escapado del jardín zoológico: ahí tenía a un inglés de carne y hueso recién llegado de Inglaterra. No obstante, en cuanto se puso a dar órdenes y a blasfemar en un idioma que me resultaba muy familiar, empecé a considerarlo muy vulgar y bastante aburrido después de todo.
Tras navegar así hasta medianoche, viramos poco a poco junto a la desembocadura del Mersey, y a la mañana siguiente, antes del alba, aprovechamos la subida de la marea para adentrarnos en el río que, en la desembocadura, parece un brazo de mar. Pronto, en el neblinoso crepúsculo, pasamos junto a unas boyas inmensas y columbramos en la orilla varios objetos distantes de sombras vagas e imprecisas como los fantasmas de Ossian[58].
Cuando me asomé por la borda para tratar de formarme una imagen de Liverpool, y ver cómo respondería la realidad a la idea que me había hecho de la ciudad, la niebla, la bruma y el crepúsculo le daban a todo un interés misterioso; me sobrecogió el triste y desconsolado repicar de una gran campana, cuyos lentos e intermitentes tañidos parecían sonar al unísono con el murmullo solemne del oleaje. Pensé que nunca había oído un sonido tan lleno de presagios: un sonido que parecía hablar del Día del Juicio y la Resurrección, como las influyentes palabras de Pablo de Tarso.
No procedían de la orilla, sino que parecían venir de las profundidades del mar y de la bruma y la niebla.
¿Quién habría muerto? ¿Qué sería aquello?
Pronto supe por mis compañeros que era la famosa «boyacampana», que es justo lo que su nombre indica y suena más lenta o más rápida según la agitación de las olas. Si el mar está en calma, se queda muda; con una brisa moderada, suena amablemente; pero en caso de temporal es un aviso como un toque a rebato que advierte a los marineros para que huyan. Sin embargo, parecía más cargada de lamentos por el pasado que de advertencias para el futuro, y es imposible oírla sin pensar en los marineros que descansan por debajo de ella en el fondo del mar.
A medida que seguíamos navegando el río iba estrechándose. Se hizo de día y, pronto, tras pasar junto a dos altos puntos de referencia en la costa de Lancashire, nos acercamos rápidamente a la ciudad y por fin echamos el ancla en mitad de la corriente.
Al mirar hacia la orilla, distinguí altas hileras de sucios almacenes, que no parecían precisamente muy maravillosos, y guardaban un inesperado parecido con los almacenes de South Street en Nueva York. No tenían nada de exótico ni de extraordinario. Ahí estaban: una hilera de tranquilos y serenos almacenes, sin duda muy sólidos y bien construidos y admirablemente adaptados a los fines de quienes mandaron construirlos, pero, al fin y al cabo, simples almacenes que no merecían más comentario.
No es que contase con que todas las casas de Liverpool fuesen como la torre inclinada de Pisa o la catedral de Estrasburgo, pero tengo que confesar que aquellos edificios fueron para mí una triste y amarga decepción.
Muy diferente fue la reacción de Larry, el ballenero, quien para mi sorpresa miró encantado a su alrededor y exclamó:
—Pero si este sitio es magnífico… maldito sea yo si ésta no es una gran ciudad. Las casas son una maravilla. Mejor que la costa de África, tan vacía, en Madagascar no hay nada parecido… ¡Lo digo en serio, muchachos, maldito sea si Liverpool no es una gran ciudad!
Desde luego, en esa ocasión, Larry olvidó por completo su hostilidad a la civilización. Estaba tan acostumbrado a asociar los países extranjeros con los bárbaros lugares del océano Índico, que se había formado la impresión de que Liverpool sería una ciudad de bambú ubicada en medio de una ciénaga cuyos habitantes vivirían de la tala de madera y de salar peces voladores. Pues Larry nunca se había parado a pensar que pudiera haber una gran ciudad comercial a cinco mil kilómetros de casa. Estaba perplejo y encantado y empezó a sentir cierto aprecio por el país que podía jactarse de tener una ciudad tan inmensa. A partir de ese momento, en lugar de equiparar a la reina Victoria con la reina de Madagascar, como siempre había hecho, se refirió a dicha dama con sentimiento y respeto.
En cuanto a los otros marineros, la vista de un país extranjero no pareció despertar en ellos ningún entusiasmo, ni la menor emoción. Miraron a uno y otro lado con gran presencia de ánimo y actuaron exactamente como lo haría cualquiera que volviera a su casa después de pasar la mañana a la vuelta de la esquina. Casi todos habían hecho frecuentes viajes a Liverpool.
Poco después de echar el ancla se acercaron varios botes y de uno de ellos bajó una mujer pulcramente vestida, de aspecto muy respetable y yo diría que de unos treinta años de edad, cargada con un hato. Se acercó a los marineros y preguntó por Max el holandés, que fue inmediatamente a su encuentro y la saludó por el melifluo apelativo de «Sally».
El caso es que durante la travesía, al hablarme de Liverpool, Max me había contado varias veces que la ciudad tenía el honor de alojar a su mujer, y que, con toda probabilidad, yo tendría el placer de conocerla. Pero, como había oído muchas historias sobre la bigamia de los marineros, y me habían dicho que tenían mujeres y novias en cada puerto, en el mundo entero, y además había sido testigo de la despedida nupcial entre aquel mismo Max y una señora de Nueva York, no había dado mucha importancia a sus palabras. Cuál sería por tanto mi sorpresa al ver a aquella mujer tan honrosa y educada con un paquete con la ropa de calle de Max, lavada, plegada, planchada y lista para ponérsela cuando quisiera.
Se apartaron un momento para dar rienda suelta a los transportes y alegrías que siempre acontecen, supongo, entre marido y mujer tras una larga separación.
Por fin, después de muchas preguntas acerca de cómo se había portado en Nueva York y referentes al estado de su guardarropa, y tras bajar al castillo de proa para inspeccionarlo en persona, Sally se fue, tras cambiar su hato de ropa limpia por otro de ropa sucia, justo lo que había hecho por Max su mujer neoyorquina treinta días antes.
Mientras estuvimos atracados en el puerto, Sally visitó el Highlander a diario, y demostró ser una hábil y expeditiva zurcidora de chaquetas y pantalones y, por lo que pude ver, una mujer educada, discreta y de buena reputación.
Aunque, a juzgar por lo que había visto, también habría dicho que Meg, la mujer neoyorquina, era educada, discreta y de buena reputación, y estaba igualmente consagrada a conservar en buen estado el guardarropa de Max.
Y, cuando por fin partimos de Inglaterra, Sally se despidió de Max exactamente igual que lo había hecho Meg; y, cuando llegamos a Nueva York, Meg recibió a Max justo igual que lo había hecho Sally en Liverpool. Desde luego, nunca hombre alguno tuvo dos mujeres más amables: jamás se pelearon, o tuvieron la menor diferencia, pues las separaba el vasto océano Atlántico, y Max era igual de amable y educado con ambas. Llevaba muchos años viajando entre Liverpool y Nueva York, navegando entre una mujer y otra con gran regularidad, seguro de recibir una cordial bienvenida doméstica a ambos lados del océano.
Al pensar en su conducta, claramente descaminada e inmoral, una vez me aventuré a darle mi opinión al respecto. Pero no volví a hacerlo nunca. Se volvió hacia mí muy enfadado y, tras reprocharme a gritos que me metiera en asuntos que en nada me concernían, acabó preguntándome en tono triunfal si el viejo rey Sal[59], como él llamaba al hijo de David, no tenía una fragata llena de mujeres, y, siendo así, ¿por qué no iba a poder él, un pobre marinero, tener derecho a dos? «Lo que no estaba mal entonces, sigue estando bien hoy —me advirtió Max—, así que cuidadito con lo que dices, Buttons, o tendré que romperte la crisma».