V
COMPRA SU EQUIPO DE MARINERO Y, EN UN DÍA LLUVIOSO Y TRISTE, OPTA POR ALOJARSE A BORDO
Lo primero que hice entonces fue comprar un poco de papel de carta, y cumplir con la promesa que le hice a mi madre de que le escribiría; y también le escribí a mi hermano, informándole del viaje que pretendía hacer y cayendo en algunas opiniones románticas y misantrópicas sobre la vida, como acostumbran a hacer muchos chicos en mis mismas circunstancias.
El resto de los dos dólares y medio los gasté esa misma mañana en comprarme una camisa roja de lana cerca de Catherine Market, un sombrero de lona embreada, que compré en un puesto al aire libre cerca del muelle Peck[8], un cinturón y una navaja, y dos o tres baratijas. Después de todas esas compras, no me quedó más que un centavo, así que anduve hasta el final del embarcadero y lo arrojé al mar. La razón por la que lo hice es que volvía a estar desesperado y no me importaba lo que pudiera sucederme. Pero, si en lugar de un centavo hubiera sido un dólar, me lo habría guardado.
Fui a cenar a casa del señor Jones, y me recibieron con mucha amabilidad, y la señora Jones no dejó de llenarme el plato durante toda la cena, así que no tuve oportunidad de vaciarlo. Era como si se diera cuenta de que estaba abatido y pensara que un buen plato de budín podría ayudarme. La verdad es que nunca me había sentido tan mal, pero eso no me impidió dar cuenta de una buena cena. Y recuerdo que, años después, en cierta ocasión en la que esperaba una muerte segura, tenía mucho apetito y me decía a mí mismo: «Come mientras puedas, Wellingborough, ésta podría ser tu última comida».
Después de cenar, fui a mi habitación, cerré cuidadosamente la puerta con llave, colgué una toalla sobre el picaporte, a fin de que nadie pudiera espiarme por el ojo de la cerradura, y luego me probé la camisa de lana roja delante del espejo, para ver qué clase de marinero sería. En cuanto me la puse empecé a notar una especie de calor y rubor en la cara, que descubrí que se debía al reflejo de la lana teñida sobre mi piel. A continuación, cogí un par de tijeras y me puse a cortarme el pelo, que llevaba muy largo. Pensé que hasta el menor detalle contribuiría a volverme más hábil a la hora de trepar a los mástiles.
A la mañana siguiente, me despedí de mis amables anfitriones, y salí de la casa con mi hatillo, sintiéndome otra vez algo misantrópico y desesperado.
Antes de llegar al barco, se puso a diluviar, y una vez en los muelles, supe que ese día no nos haríamos a la mar.
Fue una gran decepción, pues no quería tener que volver a casa del señor Jones después de haberme despedido de ellos: habría sido muy violento. Así que decidí embarcarme cuanto antes.
Al subir a cubierta, no vi a nadie, salvo a un hombretón con un abrigo marinero empapado, que estaba calafateando las escotillas.
—¿Qué quieres tú, Carahuevo[9]? —dijo.
—Me he enrolado para navegar en este barco —repliqué, adoptando cierto aire de dignidad para poner fin a aquellas confianzas.
—¿De qué? ¿De sastre? —dijo, mirando mi chaqueta de caza.
Yo respondí que me había enrolado como «paje de escoba», pues así se especificaba en las condiciones.
—Muy bien —me dijo—, ¿tienes todos tus «trapos» a bordo?
Le contesté que no sabía que el barco estuviese tan sucio que tuviera que llevar mis propios trapos para limpiarlo.
Al oírlo estalló en carcajadas, y afirmó que aún no se me había quitado el pelo de la dehesa.
Eso me encolerizó, pero pensé que debía de tratarse de uno de los marineros que irían a bordo, y no juzgué prudente enemistarme con él, así que me limité a preguntarle dónde dormían los hombres en el barco, pues quería dejar allí mi ropa.
—¿Dónde está tu ropa? —preguntó.
—Aquí, en mi hatillo —le dije, levantándolo.
—Pues si eso es todo lo que tienes —gritó—, más te valdría echarlo por la borda. Pero ve, ve al castillo de proa, ahí es donde vivirás mientras estés a bordo.
Y así me envió a una especie de agujero que había en cubierta en la proa del barco; pero al mirar abajo y ver lo oscuro que estaba le pedí una luz.
—Frótate los ojos a ver si sacas chispas —dijo—, aquí no tenemos luz.
De modo que bajé a tientas al castillo de proa, que olía tan mal a sogas viejas y alquitrán que a punto estuve de vomitar. Tras una paciente espera, empecé a ver un poco; y al mirar a mi alrededor reparé por fin en que me hallaba en un lugar ennegrecido por el humo, con doce compartimentos de madera a los lados. En algunos de los compartimentos había grandes baúles, y enseguida supuse que pertenecían a marineros que habían recurrido a ese método para apropiarse de sus «literas», como supe después que se llamaban. Y así resultó ser.
Después de examinarlas un rato, elegí una vacía, y puse mi hatillo justo en el centro, para que no quedase ninguna duda respecto a mi derecho sobre aquel lugar, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un hato muy pequeño.
Una vez hecho eso, me alegró volver a cubierta; y tras asegurarme de que el barco no zarparía hasta el día siguiente, decidí volver a tierra y pasear hasta que oscureciera, y luego volver a pasar la noche en el castillo de proa. Estuve recorriendo el puerto, hasta que me cansé y entré en una triste tienda de licores a descansar, ya que con el sombrero de lona encerada puesto no tenía un aspecto muy elegante y temí entrar en un sitio mejor por miedo a que me echaran a la calle. Me quedé allí sentado hasta que me entró mucha hambre; y al ver unas rosquillas sobre el mostrador, empecé a pensar en lo estúpido que había sido al echar al mar mi último centavo, pues las rosquillas costaban un centavo cada una, y tenían un aspecto muy esponjoso, aceitoso y redondo. Nunca había visto unas rosquillas tan apetitosas, sobre todo después de que entrase un negro y se comiera una ante mis propios ojos. Por fin, pensé que si bebía un vaso de agua se me quitaría un poco el hambre, pues había leído en alguna parte que era una buena estrategia en casos como ése. No tenía sed, sino hambre, así que me costó mucho tragarme el agua, que estaba tibia y tenía un sabor desagradable porque el negro acababa de beber en el mismo vaso un poco de licor.
Volví a ponerme en camino, y de vez en cuando me paraba a beber un poco más de agua, teniendo siempre la precaución de no entrar dos veces en la misma tienda, hasta que cayó la noche, y me encontré completamente empapado, pues había llovido casi todo el día. Mientras iba hacia el barco, no pude sino pensar en lo solitario que sería pasar la noche en ese castillo de proa húmedo y oscuro, sin luz ni fuego, y nada sobre lo que tumbarme salvo los tablones desnudos de mi litera. No obstante, a fin de ahogar tales pensamientos, me bebí otro vaso de agua, a pesar de que para entonces ya estaba bastante mojado por dentro y por fuera, y, tratando de adoptar un aire decidido, como si acabase de dar cuenta de una copiosa cena, subí a bordo del barco.
El hombre del chaquetón marinero no estaba por ninguna parte, pero al ir a proa me encontré de pronto a un muchacho más o menos de mi edad; y en cuanto abrió la boca supe que no era americano. No obstante, hablaba de un modo tan extraño, en parte en inglés, en parte enjerga, que no pude imaginar de dónde era, y me sorprendió un poco que me dijese que era un muchacho inglés de Lancashire.
Por lo visto, había llegado de Liverpool, como pasajero de la antecámara, en la última travesía de aquel mismo barco, pero luego había descubierto que para ganarse la vida en América tendría que trabajar de firme y además echaba de menos su casa, así que había acordado con el capitán que se enrolaría como tripulante para pagarse el pasaje de vuelta.
Me alegró tener compañía, y traté de darle conversación, pero descubrí que era el chico más estúpido e ignorante que había conocido nunca. Cuando le pregunté por el río Támesis, me contestó que no había viajado por América y no conocía sus ríos. Y cuando le informé de que el río Támesis estaba en Inglaterra, no mostró la menor sorpresa o vergüenza por su ignorancia, sino que aún pareció volverse diez veces más estúpido que antes.
Por fin, bajamos al castillo de proa y nos metimos los dos en la misma litera, nos tumbamos sobre los tablones, y yo hice todo lo que pude por conciliar el sueño. Pero, aunque mi compañero no tardó en ponerse a roncar, a mí me resultó imposible dormirme, por el horrible olor del lugar, porque estaba empapado, helado y hambriento, y por la fría y húmeda aprensión que me embargaba el corazón. No paré de dar vueltas, mientras oía los ronquidos del chico de Lancashire, hasta que acabé por sentirme tan mal que tuve que subir a cubierta; y allí estuve paseándome hasta el alba, que me pareció que no iba a llegar nunca.
Calculé cuándo abrirían las tiendas de ultramarinos del muelle, desembarqué y fui a desayunar otro vaso de agua. Pero eso me produjo náuseas y me sentí morir, la cabeza me daba vueltas y anduve un rato tambaleándome casi a ciegas por el puerto. Por fin, me tumbé sobre un montón de cuerdas, cerré los ojos e hice un esfuerzo por recuperarme, cosa que conseguí al cabo de un rato, lo bastante al menos para ponerme en pie y seguir andando. Entonces pensé que había hecho mal en no volver a casa de mi amigo el día anterior; y, si no hubiese vivido a más de cinco kilómetros de allí, demasiado para andar en semejante estado, habría ido a pie, pues no tenía los seis centavos que costaba el billete del ómnibus.