XIII

PASA UN BUEN DÍA EN EL MAR Y EMPIEZA A GUSTARLE, PERO CAMBIA DE OPINIÓN

Al segundo día de salir de puerto, después de baldear la cubierta y de desayunar, llamaron a la guardia y el oficial nos puso a trabajar.

Hacía un día muy luminoso. El cielo y el agua tenían el mismo color intenso y el aire era cálido y soleado, así que nos quitamos las chaquetas. Apenas podía creer que estuviera navegando en el mismo barco en el que había pasado la noche, cuando todo me parecía tan lúgubre y solitario; y apenas podía imaginar que este océano, ahora tan hermoso y azul, fuese el mismo que durante parte de la guardia nocturna había rugido tan negro y amenazador.

Había celajes brillantes en el cielo y un tenue vellón de espuma sobre el mar, y la proa del barco hacía un ruido extraño y musical mientras se deslizaba con las velas inmóviles. Era una pena tener que trabajar en un momento así, y, si hubiéramos podido volver a sentarnos en el molinete, o si me hubieran dejado ir al bauprés y tumbarme sobre la red a mirar los peces del agua y pensar en mi casa, habría sido casi feliz por un tiempo.

Me había recuperado por completo de mi mareo y me encontraba mucho mejor, al menos físicamente, porque en mi interior estaba lejos de sentirme bien; de modo que ahora pude mirar a mi alrededor y hacer algunas observaciones.

Y ciertamente, aunque estuviéramos en alta mar, aquél era mi primer viaje y tenía mucho que mirar y de lo que maravillarme. Lo que más me asombró fue el propio océano, pues ya no había tierra a la vista. A nuestro alrededor, a ambos costados del barco, a proa y a popa, no se veía otra cosa que agua…, agua…, agua; ni el más mínimo vislumbre de una orilla verde, ni la isla más minúscula, ni rastro de musgo en ninguna parte. Hasta entonces nunca me había dado cuenta de lo que era el océano, de lo enorme y majestuoso, lo solitario, e ilimitado, y lo hermoso y azul que era, pues aquel día no parecía que fuese a haber ningún chubasco ni huracán de los que había oído hablar a mi padre; ni tampoco podía imaginar cómo algo en apariencia tan plácido y juguetón podía estallar de cólera y perturbarse hasta formar ondulantes avalanchas de espuma, y grandes cascadas de olas como las que vi al final.

Al verlo tan suave y soleado, no pude sino recordar el rostro de mi hermanito, cuando era un bebé y dormía en su cuna. Tenía el mismo aire feliz, despreocupado e inocente; y cada ola parecía retozar como un cabritillo inconsciente en un prado; y daba la impresión de mirarte directamente a la cara al pasar, como si quisiera que la tocaras y acariciases. Parecían seres vivos con un corazón capaz de sentir; y casi me sentí afligido de tener que navegar sobre ellas, dispersándolas como flecos luminosos con nuestra ancha proa mientras avanzaba como un enorme elefante entre corderos.

Pero lo que me pareció más raro de todo fue la vasta respiración del mar, la maravillosa subida y caída, no de las propias olas, sino del océano entero. Fue algo que no acierto a describir muy bien, aunque sé perfectamente lo que era y cómo me afectó. Casi me mareaba mirarlo; y aun así era tan raro y maravilloso que no podía apartar la mirada.

Me sentía todo el tiempo como en sueños y, cuando lograba olvidar la existencia del barco, pensaba que estaba en un mundo nuevo y maravilloso y tenía la sensación de que iban a llamarme desde el cielo despejado, o desde las profundidades del mar azul. Aunque no dispuse de mucho tiempo para dedicarlo a esos pensamientos, pues los hombres estaban preparándose para izar unas bonetas, porque el viento se estaba volviendo cada vez más bonancible y dichas bonetas son de tela muy ligera y se extienden en esas ocasiones hasta los extremos de las vergas, donde cuelgan sobre el agua, como las alas de un pájaro.

Por mi parte, poco podía hacer para ayudarles, pues no sabía el nombre de nada, ni la manera de actuar. Además, como dije antes, estaba medio dormido; y no sabía exactamente dónde me encontraba ni lo que era, pues todo me parecía nuevo y desconocido.

Mientras las bonetas estaban todavía sobre cubierta y los marineros las aseguraban a los botalones para izarlas, el oficial me ordenó hacer muchas cosas sencillas, pero fui incapaz de comprender nada, por culpa de los extraños términos que utilizaba; y él, al verme perplejo y confundido, me gritaba y me llamaba todo género de cosas, y los marineros se reían y se guiñaban el ojo unos a otros, aunque no se atrevían a ir más lejos, por miedo al oficial, quien no permitía que nadie más que él se riera de mí en su presencia.

En cualquier caso, traté de despertarme todo lo que pude y dejar de soñar con los ojos abiertos; y, como era, en el fondo, un muchacho agudo y despierto, me las arreglé por fin para aprender una o dos cosas, y no parecer tan tonto como al principio.

Quien no se ha embarcado por primera vez como marinero, no puede imaginar lo desconcertante y confuso que es. Debe de ser como internarse en un país de bárbaros, donde la gente hable en un raro dialecto, y vista ropa exótica y viva en casas extrañas. Pues los marineros tienen sus propios nombres, incluso para cosas comunes en tierra; y, si se te ocurre llamar a alguna cosa por su nombre de tierra, todos se burlan de ti por paleto e ignorante. Aquel mismo primer día del que estoy hablando, el oficial me ordenó sacar un poco de agua y le pregunté dónde estaba el cubo y fue peor que si hubiese cometido algún crimen terrible, pues se enfadó muchísimo y afirmó que en el mar no tenían cubos, y aprendí que allí siempre los llaman baldes. Y otra vez que dije que había que meter una cuña en un balde para tapar un agujero, volvió a enfadarse y me dijo que en el mar no había cuñas, sino tacos. Y así ocurría con todo.

Pero, aparte de eso, tan enorme es la infinidad de nombres y cosas nuevas que es preciso aprender que al principio me parecía imposible dominarlos todos. Si alguna vez han visto un barco, deben de haber reparado en que hay toda una maraña de cabos que dan la impresión de estar tan enredados como una enorme madeja u ovillo. Pues bien: hasta el más pequeño de esos cabos tiene su nombre e, igual que los de los jóvenes príncipes de la realeza, algunos son muy largos, como la bolina de juanete de mayor de estribor, o el chafaldete de gavia de trinquete de babor.

Creo que no sería mala idea renombrar todos los cabos de un barco, tal como he leído que se simplificaron una vez las clases de plantas en botánica. Es realmente maravilloso cuántos nombres hay en el mundo. Infinitos son los nombres que los cirujanos y anatomistas dan a las distintas partes del cuerpo humano, que, sin duda, son parecidas a un barco: los huesos serían la jarcia muerta y los tendones la jarcia de labor que controla todos los movimientos.

Quisiera saber si la humanidad no podría pasarse sin todos esos nombres, que siguen aumentando cada día, cada hora y cada momento, hasta que por fin el aire mismo estará lleno de ellos; e incluso en una gran llanura los hombres respirarán el aliento de los demás, debido a la enorme multitud de palabras que dirán y que consumirá el aire igual que los quemadores de las farolas consumen gas. Sin embargo, a la gente parecen gustarle mucho los nombres, pues creen que saber muchos nombres equivale a saber muchas cosas; aunque no me sorprendería que hubiese muchos más nombres que cosas en el mundo. Pero debo abandonar estas divagaciones y volver a mi historia.

Por fin izamos las bonetas hasta las vergas de las gavias; y, en cuanto el barco lo notó, dio una especie de tirón como un caballo, y a medida que fue aumentando la brisa empezó a cabecear y a sacudirse la espuma de la proa, igual que la espuma del bocado en una brida. Cada tablón y mástil parecía latir de vida y alegría; y noté una exultación desenfrenada en mi pecho, y pensé que me gustaría navegar así alrededor del mundo.

Entonces reparé por primera vez en algo maravilloso en mi interior, que respondía a la tempestuosa conmoción del mundo exterior y seguía girando con los planetas en sus órbitas, y se perdía en una delirante palpitación en el centro del Todo. Sentí una hinchazón y un violento burbujeo en mi corazón, como si hubiese brotado en él un manantial escondido, y la sangre corriera por mi cuerpo como los torrentes de montaña en primavera.

¡Sí, sí! ¡Dadme esta gloriosa vida oceánica, esta vida salada por el mar, esta vida salobre y espumosa, cuando el mar bufa y relincha, y uno respira el mismo aire que respiran las grandes ballenas! ¡Dejadme dar la vuelta al mundo, dejad que me acune el mar, que navegue y jadee toda mi vida, con una brisa eterna a popa y un mar infinito a proa!

¡Qué pronto pasaron aquellos raptos cuando, tras un breve intervalo ocioso, volvimos a ponernos a trabajar y me encargaron el sucio trabajo de limpiar el gallinero, y prepararles las camas a los cerdos en la lancha!

¡Qué triste vida de perro la del marinero! ¡Pasarse el día obedeciendo órdenes como un esclavo y trabajando como un mulo, mientras hombres vulgares y brutales mandan en él como si fuera un africano en Alabama! ¡Sí, sí, seguid soplando, oh, brisas, y poned fin cuanto antes a este viaje abominable!