III

LLEGA A LA CIUDAD

Salté a tierra desde la proa del barco antes de que lo amarraran, y siguiendo las instrucciones de mi hermano, crucé la ciudad en dirección a St. John’s Park, para ir a casa de uno de sus compañeros de universidad, para quien llevaba una carta.

Era una larga caminata; y entré en una especie de verdulería a pedir un vaso de agua, donde seis u ocho tipos de aspecto rudo jugaban al dominó sobre el mostrador sentados en cajas de fruta. Guiñaron el ojo, y me preguntaron qué tal se me había dado la caza en un día tan lluvioso, pero yo me limité a beberme el agua y me marché.

Chorreando como una foca, llegué por fin a la puerta de la casa del amigo de mi hermano, llamé al timbre y pregunté por él.

—¿Qué es lo que desea? —dijo el sirviente, mirándome como si fuese un ladrón.

—Quiero ver a tu amo, llévame al salón.

En ésas apareció mi anfitrión y, al ver quién era yo, me recibió cordialmente con los brazos abiertos y me llevó junto a la chimenea; había recibido una carta de mi hermano y esperaba que llegase ese día.

La familia estaba tomando el té; la fragante infusión llenaba la habitación con su aroma; las tostadas eran odoríferas; y todo resultaba amable y encantador. Tras calentarme un poco, me llevaron a una habitación, donde me cambié la ropa húmeda, y al volver descubrí que mi anfitriona había empleado bien el tiempo: sobre la mesa había una cena para el viajero y yo me abalancé decidido sobre ella. Con cada bocado fui empujando al diablo que llevaba todo el día atormentándome, hasta que lo expulsé con tres tazas seguidas de bohea[3].

¡Es la magia de las palabras y los hechos amables y el buen té! Esa noche me fui a dormir pensando que el mundo era un lugar bastante tolerable, después de todo; y apenas pude creer que hubiera actuado esa mañana como lo había hecho, pues yo era de disposición amable y tolerante por naturaleza; aunque es posible que cuando las personas así se enfadan se vuelvan peores que un caníbal.

Al día siguiente, el amigo de mi hermano, a quien prefiero llamar señor Jones, me acompañó a buscar empleo a los muelles donde amarraban los barcos mercantes. Después de mucho buscar, dimos con un barco que estaba a punto de partir para Liverpool; encontré al capitán en su camarote, que era muy refinado y estaba forrado de arce y caoba; el despensero, un mulato de aspecto elegante con un magnífico turbante, estaba disponiendo la cena sobre una especie de aparador en una vajilla que parecía de plata, pero era sólo de metal Britannia[4] muy bien pulido.

En cuanto le eché la vista encima al capitán, pensé que era el capitán indicado para mí. Era un hombre de aspecto agradable, de unos cuarenta años, espléndidamente vestido, con patillas muy negras y dientes muy blancos, y lo que a mí me pareció una mirada libre y franca en sus grandes ojos castaños. Me cayó muy bien. Cuando entramos se paseaba arriba y abajo por el camarote, mientras tarareaba una animada tonada.

—Buenos días, señor —dijo mi amigo.

—Buenos días, buenos días, señor —respondió el capitán—. Despensero, unas sillas para los caballeros.

—¡Oh!, señor, no se moleste —dijo el señor Jones, un tanto sorprendido por su exquisita educación—. Sólo quería saber si necesitaría un buen muchacho para llevárselo al mar con usted. Aquí lo tiene; hace mucho tiempo que quiere ser marinero; y sus amigos han decidido dejarle hacer un viaje para ver si le gusta.

—¡Ah, sí! —dijo el capitán, con amabilidad, y se volvió hacia donde yo estaba, me dio unos afectuosos golpecitos en la cabeza y añadió—: Un chico bien parecido; me gusta. De modo que quieres ser marinero, ¿eh, muchacho? Pero has de saber que es una vida dura, una vida muy dura.

Sin embargo, cuando contemplé su cómodo y casi lujoso camarote, y luego su semblante apuesto y despreocupado, pensé que estaba tratando de asustarme, y respondí:

—Bueno, señor, estoy dispuesto a intentarlo.

—Espero que sea un chico de pueblo —le dijo el capitán a mi amigo—, los muchachos de las ciudades a veces son un poco duros de roer.

—¡Oh, sí!, lo es —replicó—, y de una familia muy respetable; su tío abuelo era senador.

—Pero su tío abuelo no querrá embarcarse también, ¿verdad? —dijo el capitán, con aire chistoso.

—¡Oh!, no. ¡No, no…! ¡Ja, ja…!

—¡Ja, ja…! —repitió el capitán.

«Un caballero amable y divertido —pensé yo, sin reparar en la frivolidad con que se había referido a mi tío abuelo—, nos vamos a partir de risa con sus chistes toda la travesía», y así se lo dije después a uno de los encargados del aparejo a bordo, quien me advirtió de que anduviera con cuidado, no fuese a partirme la cabeza.

—En fin, muchacho —dijo el capitán—, supongo que sabrás que no tenemos pastos ni vacas a bordo; en el mar no se puede conseguir leche, ¿sabes?

—¡Oh!, lo sé muy bien, señor; aunque yo no lo haya hecho, mi padre ha cruzado el océano.

—Sí —gritó mi amigo—, su padre, un caballero de una de las mejores familias de América, cruzó el Atlántico en varias ocasiones para atender varios negocios de suma importancia.

—¿Era embajador extraordinario? —preguntó el capitán, haciéndose otra vez el gracioso.

—¡Oh!, no, era un acaudalado comerciante.

—¡Ah, claro! —dijo el capitán con aire grave y afable otra vez—. ¿De modo que este muchacho es el hijo de un caballero?

—Desde luego —dijo mi amigo—, y se embarca sólo por el gusto de hacerlo; querían enviarlo a viajar con un tutor, pero él ha preferido enrolarse como marinero.

El hecho es que mi joven amigo (pues contaba sólo unos veinticinco años) no era un hombre muy despierto, y eso fue sólo un enorme embuste que contó con la mejor intención, para infundir un profundo respeto en mi futuro señor.

Tras saber que había renunciado voluntariamente a hacer el grand tourcon un tutor, a fin de poder mancharme las manos con un cubo de alquitrán, el apuesto capitán se volvió diez veces más chistoso que antes; y aseguró que él mismo sería mi tutor, y me llevaría de viaje, y pagaría por aquel privilegio.

—¡Ah! —dijo mi amigo—, eso me recuerda que debemos hablar de negocios. Dígame, capitán, ¿cuánto suele pagarle a un joven apuesto como éste?

—Bueno —dijo el capitán, con aire grave y profundo—, no somos tan exigentes con la belleza, y nunca le pagamos más de tres dólares a un joven bisoño como Wellingborough; ¿te llamas así, muchacho? ¡Wellingborough Redburn! Por mi alma que suena muy bien.

—Pero, capitán —dijo el señor Jones interrumpiéndolo—, con eso no podrá comprarse ni siquiera la ropa.

—Sus ricos y respetables parientes se ocuparán sin duda de eso —replicó el capitán otra vez con aire chistoso.

—¡Ah!, sí, lo olvidaba —dijo el señor Jones, que se quedó un tanto desconcertado—. Sin duda sus amigos se ocuparán de eso.

—Por supuesto —dijo sonriendo el capitán.

—Por supuesto —repitió el señor Jones, mirando con pesar el remiendo de mis pantalones, que justo entonces yo estaba tratando de tapar con los faldones de mi chaqueta de caza.

—Veo que está hecho usted todo un cazador —dijo el capitán al ver los grandes botones de la chaqueta, sobre cada uno de los cuales había un zorro tallado.

Mi benévolo amigo creyó ver una gran oportunidad para congraciarme con él.

—Sí, es un gran cazador —dijo—, tiene una carabina muy valiosa en casa, ¿no querrá usted comprarla para dispararle a las gaviotas en el mar? ¿Verdad, capitán? Es barata.

—¡Oh, no!, será mejor que la deje en casa de sus parientes —replicó el capitán—. Así podrá volver a ir de caza cuando vuelva de Inglaterra.

—Sí, tal vez sea mejor, después de todo —dijo mi amigo, fingiendo sumirse en una profunda meditación acerca de todas las facetas de aquel asunto—. En fin, capitán, ¿dice usted que le pagaría al muchacho tres dólares al mes?

—Sólo tres dólares al mes —dijo el capitán.

—Y tengo entendido —continuó mi amigo— que por lo general se paga algo por adelantado, ¿no es así?

—Sí, ésa es a veces la costumbre en algunas compañías navieras —respondió el capitán con una reverencia—, pero en este caso, y dado que el chico tiene parientes ricos, no creo que sea necesario.

Y así, mediante aquellas imprudentes pero bienintencionadas sugerencias respecto a la respetabilidad de mis ancestros y la inmensa riqueza de mis parientes, aquel honrado pero atolondrado amigo mío me impidió cobrar tres dólares por adelantado, que me hacían mucha falta. Sin embargo, no dije nada, aunque recuerdo que pensé que me habría ido mucho mejor si hubiese subido solo a bordo, le hubiera hablado por mi cuenta al capitán y le hubiera dicho la pura verdad. Los pobres siempre salen malparados cuando tratan de hacerse pasar por ricos.

Una vez cerrado el trato, le deseamos buenos días al capitán y, cuando estábamos a punto de salir del camarote, volvió a sonreír y me dijo:

—Bueno, Redburn, muchacho, más vale que no te entre la morriña antes de partir, si no quieres marearte cuando estés en alta mar.

Luego sonrió con mucha amabilidad, y nos hizo dos o tres reverencias, y le pidió al despensero que nos abriera la puerta del camarote, y él lo hizo con una sonrisa muy peculiar en el rostro mientras le echaba una mirada de reojo a mi chaqueta de caza.

Y nos marchamos.