XXIV
APRENDE A TREPAR POR EL APAREJO COMO UN MONO DE FERIA
El caso es que aún no hemos llegado a Liverpool, y, como ya no me queda mucho que contar del viaje de ida, más vale que el Highlander despliegue velas y llegue allí lo antes posible. Aunque tal vez valga la pena aprovechar ese breve intervalo para relatar mis progresos como marinero.
Después de mi heroica hazaña al largar el sosobre mayor, el oficial empezó a abrigar esperanzas de que algún día pudiera llegar a ser un buen marino. De todo corazón, me ordenó delegar la supervisión del gallinero en el chico de Lancashire, cosa que hice de muy buen grado. Después de lo cual me esforcé por demostrar siempre la mayor diligencia a la hora de trepar a la jarcia, cosa que para mí se había convertido en un juego de niños, y nada me gustaba más que sentarme durante horas en una de las vergas altas y ayudar a Max o al groenlandés a trabajar con el aparejo.
En alta mar, los marineros se pasan el tiempo ocupados en «precintar», «aforrar» y en adornar y reparar de mil maneras los innumerables obenques y estays; en remendar las velas o en convertir parte de la cubierta en una cordelería, para fabricar un tosco hilo de bramante llamado «meollar». Se hila con torno, y el chico de Lancashire tuvo que pasarse muchas horas haciendo las veces de máquina y proporcionando la fuerza motriz. Como materia prima, utilizan trozos sobrantes de aparejo que llaman «jarcia gastada» a la que le sacan los hilos que luego se retuercen en nuevas combinaciones, de un modo parecido a como se hacen los libros.
La «jarcia gastada» se compra en las tiendas de deshecho que hay en todos los muelles, extrañas covachas, por lo general subterráneas, repletas de trozos de hierro, obenques y vergas viejas, poleas oxidadas y añeja cabuyería, regentadas por viejos de aspecto malvado que visten pantalones manchados de alquitrán y lucen barbas amarillentas como de estopa. Parecen saqueadores de barcos, y la mercancía que exponen a la venta, desperdigada por el suelo, recuerda involuntariamente a una playa cubierta de trozos de quilla y cordaje que la tormenta hubiera arrastrado hasta la orilla.
Sí, ahora era tan ágil como un mono en el aparejo, y al oírse el grito de «Trepad ahí arriba, muchachos y recoged velas», yo era de los primeros acróbatas en subir a la jarcia.
No obstante, la primera vez que tuvimos que tomar rizos a las gavias en plena noche y me vi colgado de la verga con otros once marineros mientras el barco cabeceaba y se encabritaba como un caballo desbocado, por lo que estuve a punto de salir despedido varias veces, pensé en un colchón de plumas en casa mientras me agarraba con uñas y dientes sin tiempo para roncar. No obstante, tras unas cuantas repeticiones, no tardé en acostumbrarme y pronto aprendí a tomar rizos con tanta rapidez y habilidad como el mejor, sin hacer lo que ellos llaman un «nudo de la abuela» y bajaba a cubierta deslizándome por los estays y no por los obenques. Es sorprendente lo pronto que un grumete supera el miedo a subir a la jarcia. En mi caso, mis nervios se volvieron tan firmes como el diámetro de la tierra, y era tan intrépido en la verga del sobrejuanete mayor como Sam Patch[48] en los acantilados del Niágara. Para mi sorpresa, también descubrí que trepar por el aparejo en alta mar, sobre todo durante un chubasco, era mucho más fácil que estando atracados en el puerto, pues, como siempre se sube del lado de barlovento, el barco está escorado y la jarcia parece una escalera, mientras que en el puerto está casi vertical.
Además, los cabeceos y balanceos le imprimen al barco una especie de agradable vitalidad, por lo que la diferencia de subir a la jarcia en alta mar y hacerlo en puerto es casi la misma que hay entre cabalgar un caballo de verdad y uno de madera. E incluso si el verdadero corcel te lanza sobre su cabeza, resulta mucho mejor que una vergonzosa caída del otro.
Me encantaba aferrar los juanetes y los sobrejuanetes cuando soplaba mucho viento y hacían falta dos hombres en las vergas.
Era una especie de delirio desenfrenado: al verme lanzado con cada cabeceo hacia las nubes del cielo tormentoso y planear como un ángel vengador entre el cielo y la tierra con ambas manos libres, un pie en el aparejo y el otro extendido en el aire, la sangre corría por mis venas y me embargaban una excitación y una palpitación que recorrían todo mi cuerpo. La vela se llenaba como un globo, con un ruido como el de un cañón pequeño y luego se desmoronaba y casi cabía en un puño. Y la sensación de dominar a aquella lona rebelde y de atarla a la verga como un esclavo y de asegurarla, una y otra vez, con el «tomador» tenía un toque de orgullo y poder, como el que debió de sentir el joven rey Ricardo cuando aplastó a los insurgentes de Wat Tyler[49].
En cuanto a gobernar la nave, sólo me dejaban ponerme al timón durante las encalmadas, cuando mi labor era tan importante como la del mascarón de proa, un pasajero, por cierto, del que había olvidado hablar.
Era un robusto y valiente escocés de las tierras altas[50], vestido de punta en blanco con un vistoso tartán, las rodillas desnudas, calcetines a rayas, una gorra azul y las mejillas coloradas. Era valiente hasta la médula de madera y resistía contra viento y marea, con un pie ligeramente adelantado, el brazo derecho extendido hacia delante y desafiando a las olas. Daba gusto verlo en una tormenta, tan firme en su puesto como un héroe, hundiéndose y resurgiendo de las acuosas tierras altas y bajas, a medida que el barco navegaba entre rociones de espuma. Era un veterano cubierto de heridas de muchas batallas marinas, y, cuando llegamos a Liverpool, un escultor de mascarones de proa le amputó la pierna izquierda y le puso otra de madera, que, siento decirlo, no le encajaba muy bien, pues desde entonces dio la impresión de cojear. Luego, aquel cirujano de mascarones le implantó otra nariz, le arregló un ojo y reparó un desgarrón en su tartán. Después, vino un pintor a asearlo y le proporcionó un nuevo atuendo con una hermosa tela de cuadros.
No sé qué habrá sido de Donald, aunque espero que esté sano y confortable disfrutando de una buena pensión en el asilo de marinos retirados de Staten Island[51].
La razón por la que apenas me dieron ocasión para aprender a gobernar el barco es que era demasiado joven e inexperto, y gobernar un barco es todo un arte del que dependen demasiadas cosas, sobre todo que la travesía sea corta, pues, si el timonel es torpe y descuidado o no conoce su trabajo, lleva el barco en un melancólico estado de indecisión y puede que un rato se dirija hacia Gibraltar, luego hacia Rotterdam y por fin a John O’Groat's, lo que supone una gran pérdida de tiempo. Mientras que un verdadero timonel va directo a su destino día y noche y se esfuerza por ir de puerto a puerto en línea recta.
Además, en caso de tormenta, el descuido o la falta de rapidez al timón pueden hacer que el barco dé una «guiñada» o «tome por la lúa». Y los pasajeros de camarote se preguntarán qué es lo que eso significa cuando estén hundiéndose y hundiéndose y tengan que despedirse para siempre de la luna y las estrellas.
Y muchos de ellos, señoras elegantes y atildados caballeros, no sospechan lo importante y digno de reverencia que es ese tipo tosco del chaquetón azul marino a quien ven de pie junto a la rueda del timón, comprobando de vez en cuando las velas, mirando el compás o echando un vistazo a barlovento.
Y es que ese tipo tiene vuestras vida y eternidad en sus manos; y con un leve y casi imperceptible movimiento de una cabilla, en una galerna o temporal, podría dar mucho trabajo a jueces y abogados que tendrían que leer vuestros testamentos.
Sí, podéis mirarlo ahora. No parece alguien que pudiera favorecer a vuestros legítimos herederos, ¿verdad? Pues así es. Así que vigiladlo de cerca, invitadlo de vez en cuando a vuestro camarote después de una guardia en una noche de tormenta y haceos amigo suyo. Bastará con ofrecerle un vaso de licor.
Y, si vosotros o vuestros herederos tenéis intereses en la casa aseguradora, no le quitéis el ojo de encima. Y, si observáis que los miembros de la tripulación que se ponen al timón son descuidados o ineficaces, o notáis que el capitán tiene que reprenderles con frecuencia y les grita: «¡Orza, tunante, estamos cayendo!», o: «¡Mantén el rumbo, sabandija, parece que sigas todos los puntos cardinales!», corred a vuestro camarote y, si todavía no habéis hecho testamento, sacad papel y lápiz y poneros a redactarlo, y, cuando lo hayáis terminado, metedlo en una botella sellada, como el diario de Colón, y con suerte llegará a la orilla cuando os ahoguéis en la próxima tormenta o temporal.