XL

CARTELES, JOYEROS AMBULANTES, CABALLOS DE TIRO Y BARCOS DE VAPOR

Mi intención es agrupar todo lo concerniente a los muelles de Liverpool y sus alrededores, así que trataré de incluir en este capítulo varias cuestiones de menor importancia que acuden ahora a mi memoria.

Los anuncios que los pordioseros escribían con tiza en las losas alrededor de los muros del muelle están acompañados de otros muchos anuncios de diversa naturaleza que cuelgan de los propios muros. En su mayor parte son avisos de la partida inminente de «barcos de primera, forrados y remachados de cobre» hacia los Estados Unidos, el Canadá, Nueva Gales del Sur y otros muchos destinos. Mezclados con ellos están los anuncios de sastres judíos, que informan al marino juicioso de dónde comprar al mejor precio, y los ambiguos anuncios médicos de toda esa tribu de charlatanes y sacamuelas que viven a costa de los marineros. No contentos con informar así de su paradero, esos infatigables Sangrados[100] y supuestos samaritanos contratan a un grupo de bribones con aspecto de hospicianos cuyo trabajo consiste en frecuentar los muros del muelle a la hora de las comidas y poner silenciosamente misteriosos billetitos —ediciones en duodécimo de los anuncios mayores— entre las perplejas manos de los marineros.

Lo hacen con un guiño tan misterioso, un aire de sobreentendido tan evidente y una infame presunción de tus necesidades que al principio uno casi está tentado de atizarles un puñetazo.

Destacados entre los carteles del muro, hay enormes anuncios en letra cursiva invitando a todos los marineros que se encuentren a disgusto en la marina mercante a aceptar una buena oferta y alistarse en la Armada de su Majestad.

En la Armada británica, y en tiempo de paz, la gente no se alista en el servicio general, como en la marina americana, sino en barcos concretos que hacen determinadas travesías. Así la fragata Tetis anuncia que va a hacerse a la vela al mando de lord George Flagstaff, ese gran marino y noble padre para su tripulación.

En los muros pueden verse carteles parecidos relativos al alistamiento en el ejército. Y ningún subastador se demoró tanto en los encantos de un sillón sacado a subasta como los autores de esos carteles en la belleza y salubridad de los climas lejanos adonde partirán los regimientos necesitados de soldados. Luminosos herbazales, colinas cubiertas de viñas, infinitos prados de verdura forman el paisaje y se dice a los jóvenes aventureros aficionados a viajar que ahí tienen su oportunidad de ver mundo tranquilamente y además cobrar por ello. A los regimientos destinados a la India les prometen plantaciones entre valles cubiertos de palme ras; mientras que a los destinados a Nueva Holanda se les abre una vida y actividad; a las compañías destinadas al Canadá y a Nueva Escocia se las atrae con historias de soles veraniegos que maduran las uvas en diciembre. En esos anuncios nada se dice de la guerra y se acalla el clamor de las armas, por lo que el recluta optimista casi llega a pensar que la única arma que blandirá será la podadera y no la espada.

¡Ay! ¿No es ésa la misma cruel estratagema que utilizó Bruce en Bannockburn[101] cuando ocultó los fosos de guerra con ramas verdes? Pues, en lugar de una granja en las faldas azules del Himalaya, lo que encuentra el recluta en la India es el sable de Sij; y, en lugar de tomar el sol debajo de una enramada, el soldado canadiense pasa una gélida guardia en las inhóspitas murallas de Québec, un elevado lugar donde recibir las amargas ventiscas de Baffin’s Bay y Labrador. Allí, mientras su mirada recorre el St. Lawrence, cuyas ondas van todas al gran mar que baña las orillas de la vieja Inglaterra, y mientras piensa que, al alistarse por tan largo plazo, se ha vendido al ejército igual que el doctor Fausto se vendió al diablo, con qué pesar debe de gemir el pobre hombre y recordar a su Mary y la aguja de la iglesia.

Esos anuncios del ejército están muy bien pensados para reclutar hombres en Liverpool. Entre los muchos emigrantes que llegan a diario de todas partes de Inglaterra para embarcar rumbo a los Estados Unidos o las colonias, hay muchos jóvenes que, al llegar a Liverpool, están casi sin un penique, o al menos sólo con dinero suficiente para cruzar el mar sin prever las contingencias futuras. ¡Qué fácil es animar a esos jóvenes a ingresar en la vida militar, que les promete un pasaje gratis a las colonias más distantes y prósperas y una paga segura por no hacer nada, aparte de ofrecerles la esperanza de llegar a poseer una granja y una viña con el paso del tiempo! Pues, para un joven sin dinero, la decisión de dejar su país y embarcarse en un largo viaje para vivir en un país remoto es una aventura que sólo está a un paso del espíritu que anima a alistarse al recluta.

Nunca pasé por delante de aquellos anuncios, rodeados de multitudes de emigrantes boquiabiertos, sin pensar en una ratonera.

Además de los misteriosos agentes de los médicos charlatanes, que te ponen discretamente sus billetitos doblados como un sobre entre las manos, hay otros granujas que merodean por los muelles, sobre todo al atardecer, te hacen extraños gestos, y te animan a acercarte, como si fuesen a contarte un secreto de Estado relacionado con el bienestar del país. Te dan codazos cargados de insinuaciones y sugerencias indefinidas, te miran con ojos de judío o prestamista, te siguen como un asesino italiano. Pero, si ven pasar por allí la chaqueta azul de un policía, con qué prisa se esfuerzan en aparentar una total indiferencia por el universo circundante, y cómo se alejan perezosamente, como si fuesen a reunirse con una mujer afectuosa y el resto de la familia.

La primera vez que se me acercó uno de esos misteriosos personajes, pensé que era un loco y aceleré el paso para evitarlo. Pero me siguió sin despegarse de mi sombra, hasta que, sorprendido por su conducta, me di la vuelta y me detuve.

Era un hombrecillo anciano y desarrapado, con un abrigo y un sombrero raídos, que se hurgaba en el bolsillo del chaleco, como si fuese a sacar una tarjeta con su dirección. Al ver que me paraba, señaló a un rincón oscuro junto al muro que había cerca; lo tomé por un ratero, así que volví a darme la vuelta y me fui a toda prisa. Pero, aunque no miré atrás, tuve la sensación de que me estaba siguiendo, así que volví a detenerme. El hombre adoptó un aire tan misterioso y admonitorio que empecé a pensar que quería advertirme de algo, de que tal vez hubiese una conspiración para volar los muelles de Liverpool y él fuese un Monteagle[102] encargado de salvarme la vida. Decidí averiguar qué era lo que quería. Con mucha precaución lo seguí hasta la puerta de un almacén; él echó una mirada furtiva a su alrededor y, mostrándome en silencio un anillo, susurró:

—Puedes quedártelo por un chelín; es de oro puro… Lo encontré en el arroyo… ¡Calla! ¡No digas nada! Dame el dinero y es tuyo.

—Amigo —le dije—, yo no compro esta clase de artículos, no quiero tu anillo.

—¿Ah, no? Entonces toma —susurró con silencioso enfado, y el infame joyero me propinó tal golpe en el pecho que di con mi cuerpo en el suelo mientras él desaparecía a toda prisa. De hecho, aquella transacción comercial se llevó a cabo con tanta diligencia que me dejó perplejo.

A partir de entonces me aparté de aquellas sabandijas como si fueran leprosos, y la siguiente ocasión en que uno de ellos me siguió con pertinacia, me detuve, y, en voz alta, les señalé aquel hombre a los viandantes, al ver lo cual huyó mostrándome un par de botas con los talones oblicuamente desgastados. No pude sino pensar que esos tipos, tan dados a poner pies en polvorosa en caso de emergencia, deben de darles mucho trabajo a los zapateros, igual que a los cultivadores de cáñamo y a los constructores de patíbulos.

Pertenecientes a una cofradía similar a la de esos irritables mercaderes de bisutería, son los vendedores de cuchillas de Sheffield, sobre todo muchachos, que la policía expulsa constantemente del muelle, aunque ellos se las arreglan para volver a entrar y subir a bordo de los barcos, donde se pasean entre los marineros y les muestran disimuladamente su mercancía. Animado por el precio de una de las cuchillas y por la caja dorada que la contenía, uno de mis compañeros la compró allí mismo por el equivalente comercial de dicho precio en tabaco. El domingo siguiente, empleó la cuchilla y el resultado fue un par de mejillas torturadas y laceradas, que casi requirieron la intervención de un cirujano para curarlas. En los viejos tiempos, por cierto, no era mala idea que los barberos practicaran la cirugía en relación a su vocación de rapabarbas.

Otros canallas que se aprovechan de los marineros en Liverpool son los prestamistas, que ocupan las casuchas de los callejones adyacentes al puerto. Me sorprendió la cantidad de bolas doradas que había en esas calles y que simbolizaban su profesión. Por lo general, estaban junto a las uvas doradas que hay sobre las bodegas y, sin duda, se facilitan mutuamente el negocio: algunos de esos establecimientos tienen puertas que los comunican, como si quisieran poner a los clientes en manos del otro. Muchas veces vi a marineros en estado de embriaguez salir corriendo de una bodega para entrar en una casa de empeños, quitarse allí mismo las botas, los sombreros, las chaquetas y los pañuelos, y a veces incluso los pantalones, y empeñarlos por casi nada. Por supuesto, nunca rechazaban esas peticiones.

Pero, aunque en tierra, en Liverpool, los pobres marineros se topan con más tiburones que en alta mar, ellos también son culpables de ciertas prácticas que no revelan precisamente una moralidad muy rígida, al menos de acuerdo con la ley. Son aficionados al contrabando de tabaco, y cuando están sobrios a menudo logran evitar por completo las aduanas y desembarcar varios fardos, que, debido a los enormes aranceles de Inglaterra, alcanzan precios muy elevados.

Nada más fondear en el río, antes de llegar al muelle, nos abordaron tres funcionarios de aduanas que bajaron al castillo de proa y ordenaron a los hombres que les entregaran todo el tabaco que llevaran. Así sacaron varios kilos.

—¿Nada más? —preguntaron los funcionarios.

—Nada —respondieron los marineros.

—Ahora lo veremos —replicaron ellos.

Y, sin más preámbulos, vaciaron los baúles a izquierda y derecha; dieron la vuelta a las literas y registraron minuciosamente el lugar, aunque no descubrieron nada. Luego explicaron a los marineros que, mientras el barco estuviese en el muelle, el tabaco debía estar en el camarote bajo la custodia del primer oficial, el cual todas las mañanas les daría un rollo de tabaco a cada uno, para evitar que tratasen de desembarcarlo.

—Muy bien —respondieron los hombres.

Pero varios de ellos tenían escondrijos secretos en el barco, de donde sacaban diariamente kilo tras kilo de tabaco que bajaban a tierra de contrabando del siguiente modo:

Cuando la tripulación desembarcaba para comer, cada marinero llevaba en el bolsillo al menos el rollo de tabaco al que tenía derecho y ocultos, todos los que se atreviera. Entre las multitudes que salían por las puertas a esa hora, por supuesto los contrabandistas tenían pocas probabilidades de ser detectados; aunque siempre había por allí policías de aspecto vigilante. Y, aunque aquellos «Charlies» pudieran suponer que estaban pasando contrabandistas de tabaco, acertar con el hombre indicado entre esa muchedumbre, habría sido tan difícil como arponear a un delfín moteado entre los miles que pasan por debajo de la proa del barco.

A menudo iban marineros extranjeros a nuestro castillo de proa que, sabiendo que veníamos de América, estaban deseando comprar tabaco a buen precio, pues en Liverpool cuesta más o menos un centavo americano llenar una pipa. A lo largo de los muelles, se venden paquetitos por valor de un penique inglés envueltos en un papel como el de los pasteleros, con versos poéticos o instructivos preceptos morales impresos por detrás en rojo.

De todo lo que se ve en los muelles, una de las cosas que más llama la atención del extranjero son los nobles caballos de tiro. Son animales grandes y poderosos, con un pelo tan lustroso y brillante que parece que los almohazara un mozo de cuadra cada mañana. Se mueven a paso lento y elegante y levantan los pesados cascos como los elefantes del rey de Siam. A estos romanos no hay que estirarlos con correas[103], pues son tan dóciles que se dejan guiar sin riendas ni fustas: basta con un susurro para que avancen o retrocedan, anden o se detengan. Tenían un aspecto tan solemne, digno, caballeroso y cortés…, y tan inteligente y sagaz, que muchas veces traté de entablar conversación con ellos, mientras esperaban en actitud contemplativa a que preparasen la carga. Pero lo único que conseguí fue el mero reconocimiento de un amistoso relincho, aunque apostaría cualquier cosa a que, si hubiese sabido hablar su idioma, me habrían proporcionado mucha y valiosa información relativa a los muelles, donde pasaban toda su digna vida.

En los animales se ocultan mundos inéditos de conocimiento, y siempre que uno ve un caballo, o un perro, con una mirada particularmente apacible, calmada y profunda, puede estar seguro de que se trata de un Aristóteles o de un Kant que especula tranquilamente sobre los misterios del hombre. Ningún filósofo nos comprende de un modo tan completo como los perros y los caballos. Les basta con un vistazo para calarnos. Y, después de todo, ¿qué es un caballo sino una especie de hombre mudo a cuatro patas, con un abrigo de cuero, que se alimenta de avena y trabaja para sus amos, y es correspondido o maltratado, como los leñadores y aguadores bípedos? Hay un toque de divinidad incluso en los animales, y un halo especial en los caballos, que debería ponerlos a cubierto de las indignidades. En cuanto a esos majestuosos e imponentes caballos de tiro de los muelles, antes se me ocurriría golpear a un juez en el estrado que emplear la violencia con su santo pellejo.

Son impresionantes las cargas que sus majestades aceptan transportar. Las carretas son una gran plataforma cuadrada, con cuatro ruedas bajas, sobre las que se apila una bala tras otra de algodón, como si estuviesen llenando un enorme almacén, y sin embargo, una procesión de tres de esos caballos basta para trasladarlas todas.

Los carreteros son casi una raza tan peculiar como sus animales. Como los jueces en Inglaterra, llevan túnicas —aunque no del mismo corte y color— que les llegan por debajo de las rodillas, y, por el ruido que hacen en la acera con sus botas claveteadas, cualquiera pensaría que tienen el mismo zapatero que sus caballos. Nunca logré arrancarle una palabra a ninguno de ellos. Son gente sobria y reservada que anda delante de sus animales con toda la solemnidad imaginable y, de vez en cuando, les piden con mucha amabilidad que se aparten a la izquierda o a la derecha para dejar pasar a otro vehículo. Tanto tiempo en compañía de sus nobles caballerías parece haber corregido sus modales y mejorado su gusto, además de haberles proporcionado parte de la dignidad de sus animales, aunque también les ha dotado de una especie de refinada y nada quejosa aversión por la sociedad humana.

Se cuentan muchas historias sorprendentes sobre los caballos de tiro, entre ellas recuerdo la siguiente: había un loro que había pasado tanto tiempo en su jaula colgado de una ventana baja delante de uno de los muelles que había aprendido a conversar con fluidez al estilo de los estibadores y los carreteros. Un día, un carretero dejó su vehículo en el embarcadero de espaldas al agua. Era mediodía, cuando reina un breve intervalo de silencio en los muelles, y Poll, al verse cara a cara con el caballo, quiso charlar un poco y le gritó: «¡Atrás, atrás, atrás!».

Y el caballo retrocedió y se precipitó con el carro en el agua.

El muelle de Brunswick, al oeste del muelle del Príncipe, es uno de los más interesantes. En él hay atracados varios barcos de vapor (muy diferentes de los barcos americanos, pues tienen que surcar las turbulentas aguas del Canal) que navegan constantemente entre los tres reinos. Aquí se ven enormes cantidades de productos importados de la famélica Irlanda; se ven las cubiertas convertidas en rediles para los bueyes y las ovejas; y, con frecuencia, justo al lado de esos corrales, a los pasajeros irlandeses de cubierta tan apretados como pueda imaginarse, y casi igual de encerrados que el ganado. Cuando el Highlander arribó a puerto estábamos a principios de julio y los peones irlandeses llegaban a miles a diario, para ayudar con la cosecha en los campos de Inglaterra.

Una mañana, al ir a la ciudad, oí detrás de mí unas pisadas como de una manada de búfalos; y, al volverme, vi toda la calle abarrotada por un tropel de peones que acababan de salir por las puertas del muelle de Brunswick, iban vestidos con chaquetas de lana cruda y pantalones de pana y calzados con unos zapatos que levantaban mucho polvo. Con sus bastones de Donnybrook en la mano parecían una horda de bárbaros invasores. Estaban atravesando la ciudad para ir directos al campo, y tal vez anduvieran por el centro de la calle para no gastar las aceras del municipio.

«Cantemos Langolee y los lagos de Killarney», gritó un tipo blandiendo el bastón en el aire mientras bailaba con sus zapatones al frente de aquella turbamulta. Y todos se fueron dando brincos tan contentos.

Al pensar en el enorme número de irlandeses que todos los años desembarcan en los Estados Unidos y el Canadá; y ver, con gran sorpresa, que multitudes similares se embarcan desde Liverpool hacia Nueva Holanda; y que, además, aquellas hordas de peones se abatían como la langosta sobre los campos ingleses, no podía sino maravillarme de la fertilidad de una isla que, aunque se pierda la cosecha de patatas, nunca ha dejado de echar su cosecha anual de hombres al mundo.