LX

POR FIN EN CASA

Al día siguiente era domingo y, a mediodía, el sol brillaba sobre un mar cristalino.

Después del furor del viento y la tormenta, esa calma profunda y generalizada recordaba el espíritu tranquilo de los días que, en las ciudades piadosas, transforma las calles más concurridas en tranquilas avenidas.

El barco se balanceaba blandamente sobre el suave y sosegado oleaje del océano: por todas partes se divisaban pequeños puntos blancos y, más cerca, grandes manchas lechosas que revelaban la proximidad de decenas de barcos, todos hechizados por la misma calma y con el mismo puerto como destino. Aquí convergían en una única línea las olas largas y tortuosas de Europa, África, la India y el Perú.

Delante de nosotros temblaban y danzaban, como suspendidas en el aire a plena luz del día, las verdes alturas de Nueva jersey, y, por una ilusión óptica, el mar azul daba la impresión de fluir por debajo.

Los marineros se pasaban el día silbando en espera de que hiciera viento; los impacientes pasajeros de los camarotes se vistieron con sus mejores galas; y los emigrantes se apiñaban a proa con los ojos fijos en la tierra tanto tiempo anhelada.

En cambio, mi Carlo se asomó pensativo a mi lado y contempló el mar tranquilo y violeta, como si fuese un ojo que respondiera a su mirada; luego se volvió a Harry y le dijo:

—Este cielo de América debe de estar enterrado en el mar, pues al mirar en estas aguas veo lo que en Italia vemos en lo alto. ¡Ah!, después de todo, siempre me encuentro con Italia en alguna parte allí donde voy. Incluso la encontré en el lluvioso Liverpool.

Al poco tiempo, se levantó una suave brisa que nos trajo flotando una vela blanca de la orilla: ¡el barco del práctico! Pronto una chaqueta marinera trepó por el costado del barco y el capitán y los pasajeros del camarote lo agobiaron a preguntas. Y de unos bolsillos insondables salieron un montón de periódicos que la multitud le arrebató ansiosa.

El capitán abdicó a favor del práctico, que resultó ser un tipo implacable que nos hizo trabajar de firme tirando y halando de las brazas para aparejar las velas para que atrapasen hasta la más mínima brisa.

Cuando una persona de tierra llega a un barco que ha pasado mucho tiempo en alta mar su barba huele a barro y uno siente la cercanía de la hierba verde de un modo que ni siquiera la visión de la orilla distante puede superar.

La antecámara se había convertido en una casa de locos: se cerraban y ataban baúles con cuerdas y por todas partes se veía a gente lavándose la cara y las manos. Mientras eso ocurría, llegó la orden del alcázar de arrojar al mar todas las camas, mantas, cabezales y hatos de paja de la antecámara. Una orden que los emigrantes recibieron con consternación primero y con ira después. Pero se les aseguró que se trataba de una medida indispensable para librarse de una posible cuarentena que podía durar largas semanas. El caso es que aceptaron a regañadientes, y almohadas y jergones acabaron yéndose por la borda. Detrás fueron viejos potes y sartenes, botellas y cestas. El mar quedó cubierto de edredones que flotaban sobre las olas, convertidos en colchones para cualquier sirena que no fuese melindrosa. Un sinfín de cosas parecidas, arrojadas por la borda desde los barcos emigrantes al acercarse al puerto de Nueva York, flotan en los Narrows y acaban depositándose en las costas de Staten Island, a lo largo de cuya playa oriental yo había paseado a menudo y especulado sobre el origen de las jarras rotas, almohadas desgarradas y cestas deshechas que encontraba a mis pies.

Luego se dio orden a los emigrantes de unir fuerzas y llevar a cabo una última limpieza a fondo de la antecámara con agua y arena. Para animarles se empleó la misma advertencia que les había animado a hacer de su ropa de cama una ofrenda a Neptuno. Luego fumigaron el lugar y lo secaron con brasas del fogón; de este modo, por la tarde, nadie habría imaginado que el Highlander no hubiera hecho una travesía tranquila y venturosa. Muchos capitanes ponen así buen cuidado en asegurarse de que los incautos ciudadanos no sospechen las verdaderas condiciones de la antecámara en alta mar.

Esa noche el viento volvió a quedarse en calma, pero a la mañana siguiente, aunque la brisa nos era ligeramente contraria, pusimos rumbo a los Narrows, y, con unas cuantas bordadas, los atravesamos por fin, casi rozando uno de los fuertes con el botalón del foque.

Una lluvia matutina había refrescado los bosques y los campos, que relucían con un hermoso color verde; para nuestros pulmones salados, la brisa de tierra estaba sazonada de aromas. Los pasajeros de la antecámara casi relinchaban de contento, como caballos devueltos a los pastos, y todos los ojos y oídos del Highlander estaban saturados de sonidos e imágenes de la costa.

Ya nadie pensaba en la tormenta y la pestilencia; ni volvía la mirada a las manchas de sangre todavía visibles en la gavia desde la que había caído Jackson, sino que fijábamos la mirada en los huertos y los prados, y bebíamos su rocío como si estuviéramos sedientos.

Por la parte de Staten Island, un mástil blanco exhibía una bandera de color amarillo pálido, que señalaba la vivienda del oficial de cuarentena, pues, como si quisieran simbolizar la propia fiebre amarilla y sugerir el pánico y la premonición del vómito negro en los espectadores, todas las oficinas de cuarentena del mundo contaminan el aire con el flamear de su bandera de la fiebre.

No obstante, aunque las largas filas de hospitales enjalbegados se veían perfectamente en la falda de la colina, y aunque había varias decenas de barcos anclados, ningún barco salió a nuestro encuentro y, para nuestra sorpresa y deleite, seguimos navegando y dejamos atrás un lugar que todos habíamos temido. Nunca supimos por qué nos dejaron pasar sin abordarnos.

Entonces apareció la ciudad en la bahía, y, uno por uno, sus campanarios fueron perforando el azul del cielo, mientras, cada vez más juntos, barcos, bergantines, goletas y otros veleros se fueron apiñando y rodeándonos. Vimos esa Selva Negra de mástiles y negros aparejos que se extiende a lo largo del East River, y, al norte del elegante río Hudson, cubierto por las velas blancas de los balandros como por una bandada de cisnes, vislumbramos en la lejanía las purpúreas Palisades.

¡Oh!, dejad que quien nunca ha estado lejos de su hogar parta cuanto antes, para que sepa lo que significa estar en casa. Pues cuando te acercas de regreso a tu viejo río natal, te parece que fluye a través de ti con la marea, y en tu entusiasmo prometes construir altares como piedras miliares a lo largo de sus sagradas orillas.

Como si fuese el zar de todas las Rusias y Siberia por añadidura, el capitán Riga, telescopio en mano, estaba a proa, indicándoles a los pasajeros dónde estaban Governor’s Island, Castle Garden y The Battery.

Y eso —decía, señalando a un enorme casco negro que, como un tiburón, mostraba varias filas de dientes—, eso, señoras, es un navío de línea, el North Carolina.

—¡Dios mío! ¡Es impresionante…! —replicaban las damas.

—Que Dios nos proteja —respondió un anciano caballero, que era miembro de la Sociedad Pacifista.

¡Hurra, hurra y mil veces hurra! Ahí va nuestra ancla, hundiéndose a varias brazas de profundidad en el limo yanqui libre e independiente: un puñado de este limo tenía para mí más valor que un señorío en Inglaterra.

Las barcas de Whitehall nos rodearon y muy pronto desembarcaron, alegres como grillos, a todos los pasajeros de los camarotes, camino de una cena en la Astor House, donde, sin duda, descorcharían unas cuantas botellas de champán para celebrar su llegada. En cambio, sólo unos pocos pasajeros de la antecámara pudieron permitirse pagar el elevado precio que cobraban los barqueros por llevarlos a tierra, así que la mayoría se quedaron con nosotros hasta la mañana siguiente. Sin embargo, nada pudo contener a nuestro muchacho italiano, Carlo, quien, después de prometerles a los barqueros que les pagaría con su música, bajó a tierra sentado en la popa de la barca con el órgano entre las piernas mientras tocaba algo parecido a Hail, Columbia! Le dedicamos tres calurosos adioses, y no volvimos a verlo más.

Harry y yo pasamos la mayor parte de la noche paseando por cubierta y contemplando las mil luces de la ciudad.

Al amanecer nos atoamos hasta un muelle al pie de Wall Street, y amarramos nuestro viejo barco por proa y popa al embarcadero. Amarrarlo a él supuso librar de sus ligaduras a los marineros, entre quienes es una máxima que, una vez amarrado el barco al muelle, ellos quedan libres. De modo que, entre gritos y carreras, saltaron a tierra, seguidos por la tumultuosa multitud de los emigrantes, cuyos amigos —jornaleros y doncellas— les esperaban para abrazarlos.

Sin embargo, al final de un viaje tan poco agradable para ambos, y tan amargo para uno de nosotros, Harry y yo nos quedamos sentados sobre un baúl en el castillo de proa. El barco que tanto habíamos odiado nos pareció precioso entonces y nuestra mirada se demoraba en cada uno de sus familiares tablones, pues el escenario de un sufrimiento se convierte en escenario de alegría cuando éste ha concluido; y el silencioso recuerdo de las penurias pasadas es aún más dulce que el gozo presente.