XLVII

DE VUELTA A CASA

Una vez en Liverpool, y mientras recorría las viejas callejas en dirección a la pensión del Ancla Dorada, apenas podía dar crédito a lo sucedido en las pasadas treinta y seis horas.

Tan imprevista había sido nuestra partida, tan rápido el viaje, tan inexplicable el comportamiento de Harry y tan súbita nuestra partida, que todo junto bastaba para abrumarme. Me parecía increíble haber estado en Londres; haber estado allí y haber vuelto menos sabio resultaba más que desconcertante para alguien que, como yo, había ansiado tanto tiempo visitar esa metrópolis de maravillas.

Apenas miré a Harry mientras andaba en silencio a mi lado; contemplé las casas por las que pasamos; pensé en el coche, en el vestíbulo iluminado con lámparas de gas en el Palacio de Aladino, en los cuadros, en la carta, en el juramento, en la daga, en el misterioso lugar donde habían acontecido todos aquellos misterios, y casi llegué a la conclusión de que el vino amarillento estaba drogado.

En cuanto a Harry, se metió el falso bigote y las patillas en el bolsillo y se fue directo a la pensión, donde saludó a la patrona, subió a la habitación y volvimos a ponernos la ropa de marineros.

—Bueno, ¿y qué piensas hacer ahora, Harry? —le pregunté con un peso en el corazón.

—Pues visitar el país de los yanquis en el Highlander, por supuesto, ¿qué otra cosa iba a hacer si no? —replicó.

—¿Y será sólo una visita o una estancia larga? —le pregunté.

—Eso ya se verá —respondió Harry—, pero estoy más decidido que nunca a embarcarme. No hay nada como el mar para la gente como yo, Redburn; si uno está desesperado no puede ir más allá del muelle, y el paso siguiente es un salto muy largo. Pero veamos qué nos dan de comer, y luego fumaremos un cigarro y daremos un paseo. Ya me siento mejor. Mi lema es no rendirse nunca.

Fuimos a cenar, después salimos a pasear y al pasar por el embarcadero del muelle del Príncipe oímos decir que esa misma mañana habían anunciado que, en dos días, el Highlander se haría a la vela.

—¡Bien! —exclamó Harry, y yo también me alegré.

Aunque me había ausentado cuarenta y ocho horas del barco y pensaba volver a embarcarme, no contaba con que los oficiales me echaran ninguna severa reprimenda, pues muchos de nuestros hombres se habían ausentado aún más tiempo y a su regreso poco o nada les habían dicho. De hecho, en algunos casos, el oficial no parecía haberse dado por enterado. Durante nuestra estancia en Liverpool, la disciplina en el barco se había relajado mucho, y apenas podía creer que ésos fuesen los mismos oficiales que habían sido tan dictatoriales en alta mar. La razón era que casi no teníamos nada que hacer y, aunque ahora el capitán podía negarse a admitirme a bordo, no temía que lo hiciera, pues yo era un muchacho robusto para mis años y trabajaba tan barato como cualquiera a quien pudiera encontrar para ocupar mi puesto en la travesía de regreso.

A la mañana siguiente, nos presentamos a bordo con el resto de la tripulación, y el oficial al verme dijo con un juramento:

—Vaya, hombre, al final has preferido volver, ¿eh? El capitán Riga y yo teníamos la esperanza de que te hubieses ido para siempre. —«Luego el capitán, que siempre aparenta no saber lo que hacen los marineros, ha sabido de mi ausencia», pensé yo—. Pero, manos a la obra, manos a la obra —añadió el oficial—, vamos, sube ahí y suelta ese gallardete, se ha enredado en una de las burdas, ¡vuela!

Poco después, subió a bordo el capitán y miró con mucha benevolencia a Harry, aunque, como de costumbre, fingió no reparar en mi presencia.

Ahora todos estábamos muy ocupados en disponerlo todo para hacernos a la mar. Los cargadores del puerto ya habían estibado la carga, pero los de la tripulación teníamos que despejar los entrepuentes, que se extendían desde el mamparo del camarote del capitán hasta el castillo de proa, para alojar a unos quinientos emigrantes, algunas de cuyas cajas estaban ya por cubierta. En consecuencia, aparte del número habitual de barriles de cubierta, amarraron hileras de inmensos toneles en el centro del barco, a lo largo de los entrepuentes, para formar una especie de pasillo a cada lado, que daba acceso a cuatro filas de literas —en tres pisos, una encima de la otra— en los costados del barco; además colocaron otros dos pisos de literas sobre los toneles de agua del centro. Unieron las literas entre sí con toscas planchas. Parecían más perreras que otra cosa, sobre todo porque el lugar era muy lúgubre y oscuro ya que sólo entraba luz por las escotillas de delante y atrás que estaban cubiertas con una especie de casetas llamadas «tambuchos». Sobre las escotillas principales, que estaban bien calafateadas y cubiertas con pesadas lonas embreadas, amarraron sólidamente el «fogón».

Dicho fogón era una enorme cocina abierta, fabricada expresamente para los barcos de emigrantes y totalmente desprotegida de las inclemencias del tiempo, donde los emigrantes pueden preparar la comida cuando están en alta mar.

Tras dos días de trabajo todo estuvo dispuesto, la mayoría de los emigrantes subieron a bordo y por la tarde llevamos el barco hacia la salida del muelle del Príncipe, con la proa hacia la bocana, para salir con la marea matutina.

Por la mañana, el ajetreo y la confusión se volvieron indescriptibles. Al habitual clamor de los muelles había que añadirle el ir y venir precipitado de nuestros quinientos emigrantes, a medida que los últimos rezagados iban subiendo a bordo; la llegada de los pasajeros de camarote detrás de los mozos de cuerda que cargaban con sus baúles; los gritos de los capitanes de muelle que daban instrucciones a los barcos que teníamos detrás para que respetaran el orden de partida; las despedidas, los adioses y los Dios te bendiga, de los emigrantes y sus amigos; y las ovaciones de los barcos que nos rodeaban.

En ese momento estábamos amarrados de tal modo que sólo se podía subir a bordo por el bauprés que se proyectaba sobre el muelle. Tambaleándose por él llegó un reclutador tuerto con un marinero borracho cogido del cuello, que el día anterior se había enrolado para navegar con nosotros. Ya dijimos antes que dos o tres hombres habían desertado mientras estábamos en el puerto. Cuando el reclutador dejó a ese hombre y a otro en sus literas de abajo, volvió a tierra, se acercó a un coche de aspecto mísero y sacó a otro tipo en apariencia borracho que casi no podía ni moverse. No obstante, acostaron un poco más el barco al muelle y subieron a bordo al estupefacto marinero, que llevaba una gorra escocesa sobre los ojos cerrados, por lo que sólo se discernía su cetrina tez de portugués, con una cuerda por debajo de los brazos, y los de la tripulación se lo fueron pasando unos a otros y lo metieron igual que a los demás en su litera del castillo de proa; el reclutador mismo lo arropó y nos pidió a los presentes que no lo molestáramos hasta haber perdido de vista la tierra.

Una vez resuelto el problema, la confusión aumentó, pues empezamos a salir del muelle. Ondeaban sombreros y pañuelos, se intercambiaban «hurras» y corrían las lágrimas; lo último que vi mientras nos deslizábamos corriente abajo fue a un policía que cogía del cuello a un chico y se lo llevaba al cuartelillo.

Un remolcador a vapor, el Goliat, nos cogió de la mano y nos acompañó río abajo hasta más allá del fuerte.

La escena era impresionante.

Un intenso viento que llevaba soplando en el río los cuatro últimos días había retenido en los muelles a una multitud de barcos de todas las partes del mundo que zarpaban ahora, toda una flota de barcos mercantes navegaba hacia el mar. Las velas blancas relucían en el claro aire de la mañana como el campamento de un sultán oriental, y desde muchos castillos de proa llegaba el profundo y dulce son «¡Jo, jo, jo, alegres marineros!» mientras las tripulaciones levaban anclas.

El viento era suave, el tiempo agradable, el mar estaba casi plano, y los pobres emigrantes estaban muy animados por empezar la travesía de un modo tan propicio. Todos se asomaban por la borda y hablaban de que pronto verían América y se contaban unos a otros que el agente les había contado que era muy raro que el viaje durara más de veinte días.

Aquí debe decirse que hay tantos barcos que navegan de Liverpool a los puertos yanquis que muchos compiten entre sí por conseguir pasajeros emigrantes, pues como carga resultan mucho más provechosos que las balas y las cajas, hasta tal punto que algunos de los agentes no tienen escrúpulos en engañar a los pobres solicitantes de un pasaje con un sinfín de fábulas relativas al corto espacio de tiempo en que los barcos cubren la travesía a través del océano.

Eso a menudo induce a los emigrantes a llevar consigo muchas menos provisiones de las que llevarían en otro caso, con consecuencias que, como se verá luego, resultan a veces de lo más lamentable. Y, aunque hace tiempo que hay organizaciones benéficas en Liverpool que tienen oficinas abiertas dedicadas a proporcionar información y consejo fiables sobre el mejor modo de embarcarse y otros asuntos de interés, y, a pesar de que las autoridades inglesas han aprobado una ley que establece que los capitanes de barcos de emigrantes con rumbo a América deben asegurarse de que todos los pasajeros lleven raciones para sesenta días, eso no impide que ciertos capitanes y agentes sin escrúpulos les engañen del modo más burdo, ni ahorra a los emigrantes los sufrimientos que así se pretenden evitar.

Apenas llegamos al mar de Irlanda y perdimos de vista, uno por uno, a los cientos de veleros que nos acompañaban, el tiempo se volvió inconcebiblemente frío y húmedo de día y de noche. El viento era tempestuoso y hacía castañear los dientes, por lo que el ánimo de los emigrantes decayó. Casi todos se apresuraron a bajar para huir de las incómodas y peligrosas cubiertas y a través de los dos tambuchos se oía constantemente el zumbido de unos llantos y quejidos subterráneos. El mareo, ese luchador invencible, había hecho mella hasta en los más robustos, y las mujeres y los niños se abrazaban y sollozaban, presas de las agonías de la primera tormenta.

Ya es malo llevar a damas y caballeros alojados en cómodos camarotes donde disfrutan de intimidad, y tienen a su disposición a camareros que corren a atender sus órdenes y a ponerles almohadas debajo de la cabeza, que les preguntan qué tal les va y les preparan un ponche caliente: incluso en estas condiciones, en el abandono de esa enfermedad que aplasta el alma y el cuerpo, dichas damas y caballeros a menudo consideran que la vida es insoportable y claman ansiosos por una muerte rápida, lo que, no obstante, se debe sólo a su inmensa ansiedad por conservar sus preciosas vidas.

¿Cómo será entonces con los desamparados emigrantes, estibados como balas de algodón y hacinados como esclavos en un barco negrero, confinados en un lugar que, en caso de tormenta, debe estar cerrado a cal y canto, donde no pueden cocinar ni calentarse una taza de agua, pues el mar apagaría al instante su cocina en cubierta? ¿Cómo será con esos hombres, mujeres y niños para quienes un primer viaje en las mejores circunstancias sería tan difícil como para el honorable De Lancey Fitz Clarence, su mujer, su hija y sus diecisiete criados?

Yeso no es todo, pues en algunos barcos, como ocurría en el caso del Highlander, los emigrantes carecen de las comodidades más indispensables de un alojamiento civilizado. En tiempo de tormenta eso les lleva a tales extremos que no es raro que se produzcan brotes de fiebre y epidemias como consecuencia. No llevábamos ni una semana en el mar y asomarse a la escotilla ya era como meter la cabeza en un pozo negro recién abierto.

Y aún más. A bordo de esos barcos impera tal aristocracia que se ponen en práctica las medidas más arbitrarias para evitar que los emigrantes entren en los recintos más sagrados del alcázar, el único espacio abierto de a bordo. En consecuencia, incluso con buen tiempo, cuando suben a cubierta, se agolpan en el combés y pululan entre los botes, los barriles y las vergas; los marineros les insultan y, a veces, los oficiales los abofetean por ponerse en medio y dificultar el gobierno del barco.

Los pasajeros de camarote del Highlander eran en total unos quince; y, para garantizar la separación de aquel refinado recinto de las incursiones de los «bárbaros emigrantes irlandeses», pasaron unas cuerdas de un costado al otro del barco a la altura del palo mayor, que definían la línea fronteriza entre quienes habían pagado tres libras por el pasaje y quienes habían pagado veinte guineas. Y los pasajeros de camarote eran los primeros en exigir que se observase aquella separación.

Qué más querrían algunos advenedizos, cuyas almas están depositadas en su banco y cuyos cuerpos sólo sirven para transportar monederos tejidos con las fibras del corazón de los pobres, que poder trazar en tierra con tanta precisión la diferencia entre ellos y el resto de la humanidad.

Pero yo, Redburn, soy pobre, y nunca he sabido lo que es llevar más de cinco dólares de plata en el bolsillo, así que sin duda esta circunstancia explica mi ligera e inocua indignación por estas cosas.