XII

OFRECE UNA DESCRIPCIÓN DE UNO DE SUS CAMARADAS LLAMADO JACKSON

Mientras estábamos allí sentados comiéndonos la ternera y las galletas, dos de los hombres empezaron a discutir sobre quién de ellos llevaba más tiempo navegando; Jackson, el que había mezclado la «papa», les gritó que dejaran de discutir y afirmó que él decidiría por ellos. A medida que avance mi narración, tendré más cosas que decir acerca de este marinero, de modo que trataré de describirlo a grandes rasgos.

¿Han visto alguna vez un hombre con la cabeza afeitada que estuviera recuperándose de la fiebre amarilla? Pues ese aspecto tenía dicho marinero. Estaba tan amarillo como la goma guta y no tenía más pelo en las mejillas del que tengo yo en los codos. Se le había caído el cabello y se había quedado calvo, salvo en la nuca y justo detrás de las orejas, por donde asomaban pequeños penachos como cepillos usados de zapatos. Tenía la nariz rota y era bizco de un ojo y algo estrábico del otro. Vestía como un muchacho del Bowery, pues despreciaba el atuendo habitual de los marineros y llevaba unos pantalones azules, sujetos con tirantes, y tres camisas rojas de lana, una encima de la otra, porque, según decía, era propenso a padecer reumatismo y no gozaba de buena salud; llevaba además un gran gorro blanco de lana con el ala muy ancha. Era natural de la ciudad de Nueva York, y tenía mucho que decir sobre los highbinders y los rowdies[22], de quienes afirmaba que no merecían más que la horca, aunque yo pensaba que él mismo tenía aspecto de highbinder.

Como he dicho, se llamaba Jackson; y nos aseguró que era un pariente próximo del general Jackson de Nueva Orleans, y juraba y perjuraba si alguien se atrevía a cuestionar lo que decía. En realidad, era un camorrista y, como era también el mejor marinero que había a bordo y muy dominante en todos los sentidos, los hombres le tenían miedo y no se atrevían a contradecirle ni a llevarle la contraria en nada. Y lo más sorprendente es que, físicamente, era el más débil de toda la tripulación; y no me cabe la menor duda de que, joven y pequeño como era yo entonces, sobre todo comparado a como soy ahora, habría podido derribarlo. Pero tenía un aire tan amenazante, tanto descaro y desvergüenza, una expresión tan impávida y además un aspecto tan mortífero, que el mismísimo Satanás se habría apartado a su paso. Y, por si fuera poco, resultaba evidente que era por naturaleza un hombre muy astuto e inteligente, aunque carente de educación, y que comprendía la naturaleza humana hasta sus últimos recovecos y sabía muy bien con quién trataba; de modo que una sola mirada de su ojo bizco era como un puñetazo, pues tenía el ojo más profundo, sutil, e infernal que jamás vi alojado en cabeza humana. Creo que en justicia debería haber pertenecido a un lobo o a un tigre hambriento; y en cualquier caso me atrevo a desafiar a cualquier oculista a que fabrique un ojo de cristal la mitad de frío, sinuoso y mortífero. Era horrible; y daría cualquier cosa por olvidar que alguna vez lo vi, pues incluso hoy me sigue atormentando.

Era imposible adivinar la edad del tal Jackson, pues no tenía barba, ni arrugas, salvo unas pequeñas patas de gallo alrededor de los ojos. Puede que tuviera treinta o tal vez cincuenta años. Pero, por lo que contaba, llevaba en el mar desde los ocho años de edad, cuando se embarcó como grumete en un barco destinado a la India y desertó en Calcuta. Y, de acuerdo también con lo que contaba, había vivido con disipación y desenfreno en los peores lugares del mundo. Había servido en un barco negrero portugués en la costa de África, y nos hablaba con diabólico deleite de la travesía intermedia[23], y de cómo estibaban a los esclavos como si fueran troncos, y luego les quitaban cada mañana los grilletes a los asfixiados y a los muertos y los separaban de los vivos antes de baldear la cubierta; y que una vez que estaba en una goleta negrera los había perseguido un buque de crucero inglés cerca de Cabo Verde, y habían recibido tres cañonazos en el casco, que pasaron a través de una fila entera de esclavos que iban encadenados.

Nos contó que había tenido que guardar cama en Batavia durante una fiebre en la que el barco perdía un hombre cada pocos días, y que bajaban borrachos a tierra con el cadáver y se emborrachaban aún más como precaución contra la epidemia. Contaba que una vez que estaba durmiendo en tierra en la India había encontrado una cobra-di-capello, o serpiente de capucha, debajo de la almohada. Hablaba de marineros a los que habían envenenado en Cantón con «champú[24]» drogado para robarles el dinero; y de los bandidos malayos que atacaban los barcos en los estrechos de Gaspar, y de que siempre dejaban con vida al capitán para obligarle a confesar dónde estaban los objetos más valiosos.

Toda su conversación era así: repleta de piraterías, epidemias y envenenamientos. Y a menudo narraba también fragmentos de su propia vida, que resultaban casi increíbles, pues pocos hombres podrían haber caído en vicios tan infames durante tanto tiempo sin haberlo pagado con la vida.

Lo cierto es que llevaba consigo los estigmas de todos aquellos vicios y la marca de una muerte próxima y terrible, como la del rey Antíoco de Siria[25], de quien cuenta la historia que tuvo una muerte peor que si abejas y avispas lo hubieran sacado de este mundo a aguijonazos.

De Jackson no quedaban más que las lías y las heces de un hombre; era tan delgado como una sombra; sólo piel y huesos; y a veces se quejaba de que le hacía daño sentarse sobre los baúles. A veces yo pensaba que lo que impulsaba a aquel desgraciado a mirarme con tanta malevolencia era la conciencia de su estado deplorable y exhausto y la evidencia de que no tardaría en morir como un perro. Pues yo era joven y guapo, o al menos eso creía mi madre, y, en cuanto me acostumbré a la vida en el mar y logré animarme un poco, volví a tener color en las mejillas y, a pesar de todas mis desdichas, recuperé mi aspecto saludable y alegre, mientras que a él lo estaba consumiendo una enfermedad incurable que devoraba sus órganos vitales, y su sitio era más un hospital que un barco.

Como por naturaleza me inclino a veces a conjeturar sin motivo lo que piensan los demás de mí, sobre todo si tengo razones para creer que no les caigo bien, no diré con certeza lo que sospechaba que pensaba de mí el tal Jackson. Sino que me limitaré a expresar mi humilde opinión al respecto, que me pareció acertada entonces, e incluso ahora. Y, de hecho, a menos que así fuera, cómo explicar el escalofrío que me recorría cuando sorprendía a aquel hombre mirándome, como ocurría a menudo, pues tenía tendencia a sumirse en el mutismo y se quedaba sentado con la vista fija y las mandíbulas apretadas, como un hombre dominado por una lúgubre locura.

Recuerdo la primera vez que lo vi, y lo mucho que me sorprendió su ojo, que incluso entonces pareció clavar en mí. Estaba al timón del barco, ya que fue el primero en llegar allí cuando el práctico pidió un timonel, pues Jackson siempre estaba atento cuando llamaban a hacer las tareas más fáciles, y acostumbraba a esgrimir su salud delicada como excusa para llevarlas a cabo, cosa que hacía siempre; aunque para tratarse de un hombre enfermo era muy ágil de piernas, al menos a la hora de saltar sobre un trabajo sencillo; quién sabe, puede que se tratara de una especie de esfuerzo espasmódico como los que todo el mundo sabe que puede hacer cualquier inválido si se le presiona.

Y, aunque los marineros siempre se enfadaban mucho con cualquier forma de escaqueo, como ellos lo llamaban, es decir con cualquier cosa que diera la impresión de ser una excusa para no trabajar, yo me di cuenta de que, pese a que Jackson fue un notorio «escaqueao» toda la travesía (salvo de las cosas peligrosas, en las que jamás se quedaba atrás), de hecho era un gran veterano que había sobrevivido a muchas campañas y nunca se les ocurrió llamarle la atención o decirle lo que pensaban de su manera de comportarse. Sin embargo, les oí llamarle muchas cosas a sus espaldas, y a menudo justo después de preguntarle amablemente a la cara por su salud. Todos le tenían un pavor mortal, y se encogían y acobardaban ante él como un spaniel y le daban friegas en la espalda cuando se desnudaba y se tendía en su litera; y subían a cubierta a pedirle al cocinero que les calentara un poco de café para él; y le llenaban la pipa, y le daban trozos de tabaco de mascar, y le remendaban las chaquetas y los pantalones; y lo cuidaban, atendían y vigilaban de mil maneras. Y él se pasaba el tiempo con el ceño fruncido y le encontraba defectos a todo lo que hacían; y yo reparé en que trataba peor a quienes más cosas hacían por él y más miedo le tenían; mientras que a los dos o tres que guardaban las distancias los trataba con más consideración.

No me corresponde a mí decir qué es lo que hacía que toda la tripulación de un barco se plegara a los caprichos de un pobre desdichado como Jackson. Sólo sé que así era, pero no me cabe duda de que, si hubiese tenido los ojos azules o un rostro diferente del que tenía, no les habría inspirado tanto temor. Y nada me sorprendía tanto como que uno de los marineros, un joven irlandés robusto y simpático originario de Belfast, no tuviera la menor influencia entre la tripulación, sino que al contrario le gritaran y pisotearan e hicieran objeto de todas sus burlas; y nadie le despreciara y lo criticara más que Jackson, que parecía odiarlo cordialmente, debido a su fuerza y su buen aspecto, y sobre todo a sus mejillas sonrosadas.

Pero, claro, aquel nativo de Belfast, aunque se había enrolado como marinero de primera, en realidad no era muy buen marinero; y eso rebaja a cualquiera a los ojos de la tripulación, es decir, enrolarse como marinero de primera y luego no ser capaz de desempeñar ese trabajo. Hay tres clases de marineros: marineros de primera, marineros y grumetes, que reciben diferentes pagas de acuerdo con su rango. Por lo general, una tripulación de doce hombres consta de cinco o seis marineros de primera, que si demuestran saber hacer bien su trabajo (lo que no resulta fácil, como quizá se vea aquí más tarde) son admirados y reverenciados por los demás marineros, y los grumetes, que veneran incluso sus chaquetones y atesoran en su corazón hasta la última de sus frases.

No obstante, no vayan a deducir de esto que los grumetes de los barcos mercantes son todos jóvenes, aunque desde luego a mí me llamaban grumete, y lo era. No. En los barcos mercantes, un grumete equivale a alguien sin experiencia, alguien del interior en su primer viaje. Y, aunque tenga edad suficiente para ser abuelo, siguen llamándolo grumete, y asignándole trabajos de grumete.

Pero me estoy apartando de lo que iba a contar sobre cómo zanjó Jackson la disputa entre los dos marineros en el castillo de proa después del desayuno. Ambos llevaban un rato discutiendo sobre quién llevaba más tiempo en el mar cuando Jackson les dijo que se callaran y le pidió a uno que abriera la boca, pues afirmó que era capaz de determinar la edad de un marinero igual que la de un caballo: por los dientes. De modo que el hombre se echó a reír y abrió la boca; Jackson lo llevó debajo del escotillón, donde llegaba más luz de cubierta, y luego le hizo echar la cabeza atrás para echarle un vistazo a la boca y hurgar un poco en ella con su navaja, como un babuino que inspecciona una botella de la basura. Temí por aquel pobre tipo, igual que si lo hubiera visto en manos de un barbero loco que fuera a rebanarle la garganta, mientras él esperaba con la cara enjabonada a que le afeitaran. Me fijé en el ojo de Jackson y lo vi brillar, y moverse muy rápido hacia dentro y hacia fuera como una especie de lengua bífida y sentí que estaba deseando matar a aquel hombre; pero por fin se dominó, y tras concluir su examen dictaminó que el primero era el marinero más antiguo, pues los bordes de sus dientes estaban más lisos y desgastados, debido, según dijo, a tanto comer galletas de barco, motivo por el cual era capaz de determinar la edad de un marinero como la de un caballo.

Al oírlo, todos se rieron mucho, y se miraron unos a otros como diciendo: «Vamos chicos, alegraos», y se echaron a reír y afirmaron que era una broma muy rara.

Siempre actuaban de ese modo: cada vez que Jackson decía algo con una sonrisa, interpretaban que él lo encontraba chistoso y todos se desternillaban; aunque oí a muchos hacer bromas muy graciosas sin que nadie esbozara siquiera una sonrisa; y una vez el propio Jackson (pues, a decir verdad, cuando no le dolía la espalda tenía una vena simpática) contó una historia muy graciosa, aunque con una expresión muy seria, y los demás, al no saber si lo decía en broma o en serio, se quedaron muy perplejos, hasta que por fin Jackson les gritó que eran un hatajo de burros y de idiotas, y les dijo en sus propias barbas que había puesto adrede esa expresión para ver si ellos lo hacían también, incluso aunque contara algo desternillante. Y se burló y se mofó de todos ellos y los despreció, y se enfadó tanto que empezó a acumulársele una fina espuma blanca en las comisuras de los labios.

Daba la impresión de estar lleno de odio y bilis contra cualquier cosa o persona de este mundo; como si el mundo entero fuera una persona y le hubiera infligido algún daño terrible que le royera y carcomiera el corazón. A veces pensaba que estaba loco de verdad, y me inspiraba tanto miedo que más de una vez pensé en ir a ver al capitán y decirle que debería encerrar a Jackson para que no acabara cometiendo alguna enormidad. Pero, después de pensarlo dos veces, siempre acabé por descartar la idea, pues el capitán se habría limitado a decir que yo era un idiota y me habría enviado otra vez a proa.

No obstante, no vayan a pensar que todos los marineros se humillaban por igual ante aquel hombre. No, había tres o cuatro que a veces se enfrentaban a él y que, cuando se ausentaba para ponerse al timón, conspiraban contra él con los otros marineros, y les decían la vergüenza y la ignominia que era que un canalla desdichado como aquél ejerciera su tiranía sobre hombres mucho mejores. Y les imploraban y pedían que fueran hombres y no siguieran soportándolo, sino que a la próxima ocasión en que Jackson pretendiera ejercer de dictador, se le resistieran y entre todos lo pusieran en su sitio. Dos o tres veces todos se mostraron de acuerdo, con la excepción de aquellos que acostumbraban a largarse cuando empezaban los conciliábulos, y juraron que no volverían a dejarse dominar por Jackson. Pero, cuando llegó la hora de poner en práctica sus juramentos, volvieron a acobardarse y dejaron que todo siguiera como hasta entonces; así que quienes les habían animado a resistirse tuvieron que soportar lo peor de la cólera de Jackson. Y, aunque al principio se mostraban airados e incluso murmuraban algo de pelearse con él, al final, al ver que los demás no les apoyaban, acababan por callarse y se rendían ante el tirano, que redoblaba sus sarcasmos y sus injurias y les retaba a hacer lo que quisieran, y se burlaba de ellos por ser tan cobardes, y por tener sangre de horchata. En esas ocasiones su desprecio no conocía límites; y desde luego daba la impresión de sentir incluso más desprecio que odio, por todo y por todos.

En cuanto a mí, no era más que un grumete; y a bordo se supone que un grumete debe enredar lo menos posible, hacer lo que le dicen, no entrometerse y no hablar a menos que le pregunten. Pues los marinos mercantes valoran mucho su dignidad y superioridad sobre los novatos y destripaterrones que no saben nada de barcos; y parecen pensar que un marinero de primera es un gran hombre, o al menos mucho más grande que un simple grumete. Y los marineros de primera del Highlander tenían una idea tan elevada de sus conocimientos de náutica que yo pensaba que tenían diplomas como los que se expiden en las universidades y eran una especie de licenciados.

No obstante, aunque procuraba estarme callado, no tenía casi nada que decir, y sabía muy bien que lo mejor que podía hacer era llevarme lo mejor posible con todo el mundo y soportarlo todo antes que enfrentarme con nadie, ni siquiera así pude evitar el ojo perverso de Jackson, ni escapar a su amarga enemistad. Y el hecho de que fuese mi enemigo predispuso a muchos en mi contra, o al menos les dio miedo defenderme en su presencia, de manera que acabé por ser una especie de Ismael[26] en el barco, sin un solo amigo o compañero; y empecé a notar cómo crecía en mí el odio al resto de la tripulación… hasta tal punto que rezaba pidiendo que no llegara a dominar del todo mi corazón hasta convertirme en un malvado y en una especie de Jackson.