XIX
Bermúdez arranca y, sin consultarle, enfila para el lado de la autopista. Durante unos segundos que parecen eternos ninguno de los dos dice nada. Pablo se da cuenta de que está en sus manos y se pregunta por qué subió a ese auto. Recién cuando toma la subida que conduce hacia Capital suspira aliviado.
Bermúdez lo mira y sonríe. Seguramente se lo ha hecho a propósito.
—De modo que era usted el que me estaba siguiendo.
—No. Si hubiera sido yo jamás se habría dado cuenta. Lo hice vigilar por un salame al que le faltó prender las balizas del auto y hacer sonar la bocina. Pero bueno, es lo que tenemos en la policía. Qué se le va a hacer. Si un perejil como usted se da cuenta, imagínese un delincuente.
Pablo ignora el comentario.
—¿Adónde me lleva?
—A su casa. Le dije al taxista que se fuera, así de paso le ahorraba unos mangos. Eso sí, me cobró el rato de espera, pero no se preocupe, paga el Estado.
Pablo asiente.
—Licenciado, ¿puedo preguntarle algo? Pero no se lo tome a mal, es con respeto.
—Por supuesto.
—Dígame, ¿usted es pelotudo o se hace?
La pregunta debería molestarlo, sin embargo el tono de Bermúdez no es para nada ofensivo.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque la vez que hablamos me pareció un tipo piola, rápido… bicho, como diríamos en el barrio. Pero después, cuando se fue enredando en toda esta historia y fue metiendo la mano en la mierda me di cuenta de que no tenía ni la más puta idea del terreno que estaba pisando. ¿Sabe que lo podrían haber hecho boleta por la mitad de lo que hizo, no?
Pablo piensa un segundo.
—A los grandotes del auto negro no los mandó usted, ¿no?
Bermúdez se ríe con ganas.
—¿A usted le parece que en la comisaría tengo los recursos como para pagar esos coches y esos tipos? Si apenas puedo tener este autito de mierda que anda a gas y al pelotudo de López que es incapaz de seguir a un ciego sin que se avive. —Lo mira—. Al contrario, licenciado. Yo lo mandé seguir para cuidarlo de esos tipos.
—Gracias.
—No tiene nada qué agradecer, los boludos siempre me han dado ternura. —Pablo se ríe—. Y además le debo una.
—No entiendo.
—Ya va a entender, pero antes, déjeme pedirle algo. Bájese de esta historia que no es para usted.
Bermúdez ignora que Pablo ya se ha bajado. Sabe lo que quería saber y ha entregado el informe pericial. Listo, está afuera.
—Mire, yo intenté llamarlo ayer para juntarnos, pero parece que usted no acostumbra atender el teléfono. —Pablo sonríe y Bermúdez continúa—. ¿Sabe? Yo le mentí la otra tarde en mi despacho.
—…
—Cuando le hablé de la muerte de Vanussi, le dije que la había producido un corte fortuito, dado por alguien torpe que ni siquiera se había dado cuenta de lo que hacía.
—¿Y?
—En realidad mi teoría es otra. Tal vez sea un poco loca, pero creo que ese corte mortal no fue para nada casual.
—¿Ah, no? —pregunta intentando parecer sorprendido, aunque de verdad está interesado en ver cómo funciona la mente policial de Bermúdez.
—No. El corte fue justo en la arteria carótida, a la altura del cuello. Aquí. ¿Ve? —se toca—, debajo del maxilar. Es más, según los médicos forenses, el asesino embocó justo el cartílago tiroideo. ¿Sabe qué significa eso?
—No.
—Que se le debe haber llenado la tráquea de sangre. Eso provoca que la víctima empiece a largar espuma por la boca y que se asfixie. —Mueve la cabeza pensando—. Así y todo el tipo se caminó unos cuantos metros intentando escapar de la casa. No sé cómo mierda pudo llegar tan lejos. Se ve que ese hijo de puta amaba la vida.
—¿Y los otros cortes?
—¿Los rasguños, dice usted?
—Sí.
Bermúdez piensa.
—Mire, hay dos opciones. O fueron hechos después, en forma adrede, para disimular que el asesino es un profesional o el crimen fue cometido por más de una persona. Uno que no sabía lo que hacía, y otro frío y certero.
—¿Y por cuál se inclina usted?
Levanta los hombros.
—¿Qué más da? El tipo está muerto y yo hace días que recibí la orden de cerrar el caso con la confesión de parte del hijo.
—Bermúdez, disculpe que vuelva a preguntárselo, pero ¿usted cree que el pibe es el asesino?
Bermúdez lo mira de costado.
—No me tome por boludo, licenciado. Ese pibe no es capaz ni de cortarse las uñas solo.
—¿Entonces?
—Entonces dejemos esto como está. ¿Sabe? La gente piensa que toda la cana es corrupta. Que somos todos unos cretinos que vivimos de la coima del juego y de las putas y que comemos de la pizza que les mangueamos a los bolicheros del barrio.
—Y no es así.
—Sí que es así… la mayoría de las veces, pero no siempre. A mí me interesa mi laburo. Yo quiero sentirme orgulloso de lo que hago… Pero también tengo mi límite.
—No entiendo.
—La justicia. Nosotros somos el brazo armado de la ley, no la ley. Y si un juez me dice que archive un caso, aunque eso me revuelva las tripas, lo archivo, me guardo mi bronca e intento resolver otro caso en el que sí me dejen laburar sin atarme las manos.
—¿Y por qué un juez haría eso?
—Porque está metido en el asunto, porque lo compraron, porque tiene miedo o porque algún tipo que está por encima de él lo presiona. Qué se yo, pero en definitiva, no es muy diferente de lo que pasa con la cana. Algunos son corruptos y otros, como yo, se la tienen que bancar sin chistar. ¿Entiende?
—Sí.
—Bueno, me alegro. Porque este caso estaba cerradito y todos contentos, incluso la familia del pibe. Pero vino usted y empezó a hinchar las pelotas queriendo averiguar y a algunos no les gustó nada. Ésos, seguramente, son los que le mandaron a los grandotes para que lo apretaran.
—¿Serán los verdaderos asesinos? —pregunta y se da cuenta de que está intentando cubrir a Camila.
—No lo sé. Puede ser, pero no necesariamente.
—¿Y por qué habrían de ponerse tan nerviosos, si no?
—Porque reabrir la investigación acerca de Vanussi y sus asuntos iba a comprometer a muchos tipos importantes que, tal vez no lo hayan matado, pero que aun así, no tienen ningún interés en que se sepa en qué clase de negocios estaban metidos con él. ¿Sabe? Yo nunca voy a llegar más lejos de lo que estoy, porque no transo. Puedo hacerme el boludo, pero no transo. Yo controlo mi zona e intento mantenerla lo mejor que puedo. Usted lo ignora, pero en esa casa de la que acaba de salir pasaron muchas cosas. —Pablo evita todo gesto—. No sabe cuántas noches me pasé estacionado en la puerta viendo cómo entraban pendejas a las que esos turros se enfiestaban hasta la madrugada. Pero nunca pude hacer nada. Entonces, la verdad es que no sé quién mató a Vanussi, pero lo que sí sé, es que en esta casa no se va violar a nadie más. Y con eso me alcanza.
Bermúdez no tiene conciencia de la verdad que está diciendo.
—Por eso, le pido que deje todo como está.
Está siendo sincero y merece una respuesta.
—Quédese tranquilo, subcomisario. Yo acabo de entregar mi informe psicológico y ya no tengo más nada que ver con esto. A lo mejor me haga cargo del tratamiento de la chiquita, pero nada más. Pobrecita, no está bien con todo lo que ha pasado.
—Me imagino. Pero bueno, al menos se salvó de darse cuenta de qué clase de tipo era su padre… ¿No?
—Seguro —miente Pablo.
Hace algunos minutos que bajaron de la autopista y tomaron la 9 de Julio rumbo a Libertador. Permanecen en silencio un rato hasta que Bermúdez estaciona en la puerta de su departamento. Pablo se da cuenta de que el auto desentona en ese barrio, pero lo cierto es que hace rato que no se siente tan seguro en un lugar.
—Bueno, Bermúdez, le agradezco por todo.
Le estira la mano.
—Espérese un poquito. Yo le dije que le debía una, ¿se acuerda?
—Sí.
—Bueno. El tema es que usted tenía razón.
—No sé de qué me habla.
—Del asesinato de la piba. Estaba en lo cierto. Cuando usted se fue de mi despacho me quedé pensando y empecé a atar cabos. ¿Y sabe qué? En un solo día de investigación encontré a la mujer.
—¿Qué mujer?
—La que usted me dijo que debía buscar. Creo que la tengo, y por eso necesito de su ayuda.
—Bermúdez, déjese de joder. Usted es un hombre con experiencia, no puede no haberse dado cuenta de que yo estaba tirando hipótesis para tratar de impresionarlo y ganarme su respeto. Sólo quería evitar que me tratara como a un boludo.
—Lo sé. Pero sin embargo acertó.
—Casualidad.
—No, eso no es casualidad. Se llama intuición. Yo no sé si los psicólogos creen en eso, pero yo aprendí a respetarla. Y usted la tiene. Por eso es que le pido que me dé una mano. Después de todo, también me debe alguna, ¿o no?
Está sorprendido y no sabe qué decir.
—¿Pero qué podría hacer para ayudarlo?
Bermúdez estira la mano y saca una carpeta de la guantera.
—Quiero que vea otra vez esas fotos y que lea las declaraciones. Sobre todo las de Rosa Gauna. Sé que usted puede encontrar cosas que a mí se me escapan. A la mina la tengo demorada en la comisaría, pero pasado mañana a más tardar la tengo que pasar al juzgado y lo que no averigüe en este tiempo, ya no podré hacerlo después. Igual, a ésta no va a cubrirla ningún juez. Es un cuatro de copas dado vuelta, y la víctima también lo era. A la justicia no le importa demasiado, pero a mí sí. Y si es la asesina, quiero saberlo y mandarla en cana. Después de todo, una vida, es una vida, ¿no le parece?
Bermúdez nota la duda en la cara de Pablo y se juega la última carta.
—Tome —le entrega la carpeta—, piénselo. Si no quiere meterse, lo voy a entender. Sólo mándemela de vuelta a la comisaría mañana y le prometo que no lo voy a molestar.
Pablo asiente y baja del coche con la carpeta en la mano. Con un gesto inconsciente mira alrededor para verificar que nadie esté observándolo. Bermúdez lo nota y sonríe.
—Vaya tranquilo que ya no lo van a joder más.
Esas palabras le producen una repentina sensación de alivio. Camina con lentitud hacia la puerta de su edificio y entra. Una vez arriba, mientras abre la puerta de su departamento, se da cuenta de que ni siquiera recuerda haber llamado el ascensor, marcado el piso y subir. Está cansado y confundido.
Entra y tira sobre la mesa la carpeta que le dio Bermúdez, pero el impulso hace que ésta resbale y caiga al suelo. Las hojas se desparraman de un modo desordenado y Pablo maldice.
Apoya el celular, aún apagado, en la biblioteca. Sabe que Helena lo debe estar buscando como loca y que, seguramente, José estará esperando una llamada suya, pero no tiene ganas de hablar con nadie. Sólo quiere un poco de paz y de placer después de tanto olor a muerte.
La imagen de Luciana viene en su auxilio. Eso es lo que tiene que hacer. Llamarla, invitarla a cenar, pegarse una ducha, descansar, cocinar algo para ella y después entregarse a disfrutar hasta que la última de sus células quede impregnada de vida una vez más.
Decidido a llamarla camina hasta el teléfono y una luz roja que titila le indica que tiene un mensaje. Mecánicamente aprieta el botón para escucharlo. Reconoce la voz de inmediato.
—Hola, Pablo. Soy yo, Alejandra… Mirá, ni sé por qué te llamé, pero tuve un presentimiento…, o a lo mejor sólo quería escucharte.
Aunque no corta, permanece en silencio hasta que el sonido indica que se ha terminado el tiempo de grabación.
La voz de Alejandra derrumba el último atisbo de resistencia que lo defendía de la angustia y un sinfín de imágenes le cae encima.
Imagina el padecimiento de Paula arrastrando el cuerpo desangrado de su padre, de Camila temblando con el cuchillo en la mano y de Javier acurrucado y lastimado en un rincón del cuarto.
Mira hacia un costado y desde el piso, por debajo de la mesa, asoma la foto que le dio Bermúdez con el rostro irreconocible de la chica asesinada.
Siente cómo el llanto se abre paso entre la esperanza de Luciana y la condena de Alejandra.
Intenta una última resistencia, pero desiste y ya sin fuerzas, se entrega. Sus piernas se aflojan y, con el teléfono aún entre las manos, cae de rodillas y llora. De un modo desesperado. Con un llanto que a él también le viene de muy lejos y que no tiene ya ni fuerzas ni ganas de controlar.
Sí, después de tanto tiempo, está llorando. ¿Y por qué no va a hacerlo? Si, al fin y al cabo, es tan sólo un padeciente más.