II

Javier Vanussi tiene una mirada dulce y un gesto de profunda inocencia. Una inocencia más hija de la enfermedad que de la pureza. Está delgado, pálido y los signos de todo por lo que ha pasado son indisimulables, pero aun así resulta un joven atractivo. Se lo ve cansado, como si la vida lo estuviera abandonando de a poco. Pablo recuerda la caricia que le hizo Rasseri y que tanto lo sorprendió. Ahora lo comprende. También él se siente tentado de abrazarlo ante la inmensa desprotección que transmite.

—Hola, yo soy Pablo.

—Lo sé. Miguel Ángel me habló de vos.

—¿Miguel Ángel?

—Sí, el doctor Rasseri.

—Claro, perdón. A veces, en esta profesión, de tanto usar los títulos nos olvidamos de los nombres.

Sonríe.

—No tiene importancia. También Paula me habló de vos.

—Ajá. ¿Y qué te dijo?

—Que querías ayudarme, pero no entendí bien de qué manera.

No va a mentirle en nada, pero no sabe hasta dónde Javier es consciente de su situación ni hasta qué punto está emocionalmente preparado para soportar hablar de su realidad presente. Decide averiguarlo.

—¿Sabés por qué estás acá?

Hace un gesto de contrariedad.

—He estado tantas veces acá que casi me cuesta imaginarme en otro sitio. Incluso me dan siempre el mismo cuarto —sonríe—, supongo que debe ser para que me sienta más a gusto.

Se equivoca —piensa Pablo—, seguramente no es por eso, sino porque es el único cuarto con cámara Gesell.

—Pero esta vez, ¿sabés por qué volvieron a internarte?

—Sí. Porque maté a mi papá.

Lo dice con una seguridad absoluta. No hay ninguna señal de duda en sus palabras. Sí de angustia.

—¿Querés hablar de eso?

Asiente.

—Pero antes me gustaría decirte algo. —Su voz suena conmovida—. Yo amaba a mi papá.

La frase lo sorprende, lo toma desprevenido. No se la esperaba. Es la primera vez en todo este tiempo que alguien le habla de Roberto Vanussi con amor.

Bueno —piensa Pablo—, entremos a esta parte de la historia, la de Javier, por el lado del amor y no el de la muerte. Después de todo, él lo sabe, sólo se puede ingresar por la puerta que el paciente elige abrir.

—Contame.

—Yo sé que mi papá era un hombre extraño… pero yo también lo soy.

—¿Por qué lo decís?

—Porque es así. Yo sé que estoy enfermo. Mi cabeza no funciona como debería y suelo tener reacciones que no puedo contener y hacer cosas que después ni siquiera soy capaz de recordar. —Se calla—. Pero ya estoy acostumbrado.

—¿Sí?

—Sí. Eso no quiere decir que no me duela ser así. Yo hubiera preferido ser una persona normal, pero hace tanto que convivo con esto que me cuesta imaginar cómo sería ser igual a los demás.

—¿Y qué es de todo esto lo que más te duele?

—Varias cosas. En primer lugar el cuerpo.

Obviamente. Como decía Freud, el Yo es antes que nada un Yo corporal.

—Sentir que mi cuerpo no me obedece, mirarme a veces al espejo y no poder reconocerme o, como ahora, sentir que estoy lastimado, consumido —se angustia—, te juro que duele.

Pablo lo escucha atentamente. Javier no dice que le molesta, ni que lo angustia, sino que le duele, y así debe tomarlo, no como un dolor emocional sino como un dolor físico. A Javier su cuerpo le causa dolor.

—También me dolió saber desde siempre que, por ser así, mi papá jamás me aceptó y nunca pudo quererme.

Lo está justificando. No dice que el padre no lo quiso, sino que no pudo quererlo porque él es así, de modo que se hace responsable de ese desamor. Se está angustiando y Pablo siente el impulso de sostener y aún profundizar esa angustia un poco más para ver adónde lo lleva. Pero Javier está muy débil. Apenas acaba de salir de un coma inducido de mucho tiempo y, seguramente, no está en condiciones de resistir una gran tensión. Desiste, entonces, de seguir por ese camino. Pero al menos le ha dicho ya dos cosas importantes: que quería a su padre y que siempre pensó que este amor no era correspondido.

Es evidente que la relación con él ha sido traumática. ¿Y con su madre? —se pregunta—. ¿Cómo habrá sido con ella? Sólo hay una manera de averiguarlo.

—¿Tenés memoria de tu mamá?

—Sí.

—¿Qué recordás de ella?

Lo mira extrañado. Piensa un rato antes de hablar.

—Mamá era hermosa. Era igual a mi hermana, Paula. Su mismo cuerpo, su misma voz. Si vieras una foto de mamá te costaría diferenciarlas. Era una persona tan dulce y a la vez tan indefensa. Amaba el arte y tenía un gran talento para la pintura. Yo tenía quince años cuando murió. Fue raro verla irse. Se fue apagando, su cuerpo se fue haciendo más y más chiquito, hasta que un día no estuvo más.

Lo dice como si su madre no hubiera muerto sino simplemente se hubiera evaporado.

—¿La viste muerta?

—No.

—¿Por qué?

—Paula no quiso.

—¿Y vos tampoco quisiste verla?

Lo mira con asombro.

—No lo sé. Hice lo que Paula me dijo. Desde que mamá murió ella ocupó su lugar y fue siempre la que tomó las decisiones.

—¿Y tu papá no tuvo nada para decir?

—Papá estaba de viaje. Volvió unas semanas después y nunca habló de su muerte… ni de ella.

Alguien golpea. La puerta se abre y una mucama entra con una bandeja en la que trae una vianda con comida. Una sopa de verduras, un plato con algo que parece ser pollo picado con puré de zapallo y una gelatina de naranja. Pablo mira su reloj y ve que son las doce. La hora del almuerzo.

—¿Querés que me vaya para que puedas comer tranquilo?

—No, quedate. Me gusta hablar con vos. Además no tengo hambre.

Me gusta hablar con vos.

Es una buena señal. Algo del orden de lo transferencial parece haberse activado, lo cual le indica que puede seguir avanzando. Ninguno de los dos dice nada hasta que la mujer sale del cuarto. Una vez a solas retoman el diálogo, aunque a solas es sólo una manera de decir. En esa habitación nunca se está a solas y no debe olvidarlo. Todo lo que digan será observado, grabado y repetido desde la habitación contigua. Al pensar en eso no puede evitar mirar hacia el espejo y preguntarse quién estará del otro lado. ¿Rasseri, el técnico del guardapolvo blanco, algún otro médico? No puede saberlo.

Le molesta la idea, pero son las reglas y no debe permitir que eso lo distraiga. La voz de Javier lo saca de sus pensamientos.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

—¿Cómo vas a ayudarme?

Piensa.

—Eso depende.

—¿De qué?

—De lo que haya pasado en realidad. —Siente como una electricidad que recorre su cuerpo. También conoce esa sensación. Es el momento de hacer la pregunta—. Javier, ¿estás seguro de haber matado a tu papá?

Baja la vista y se queda en silencio. Su gesto se ensombrece y todo su cuerpo se tensa. Cuando vuelve a fijar los ojos en él, algo ha cambiado en su mirada. Está más dura, más distante.

—Vos no me creés. Pensás que estoy inventando, o que estoy loco. Pero ni invento ni estoy loco. Sé muy bien lo que digo y lo que hice. Yo maté a mi papá, me creas o no.

Pablo asiente.

—Te creo. Lo que me gustaría es saber por qué lo hiciste.

Javier respira profundamente. Sus ojos no pierden su dureza, sin embargo se llenan de lágrimas.

—Porque era la única manera de silenciar los gritos.

—¿Qué gritos?

Javier parece no haberlo oído.

—No es fácil matar a alguien que se ama. —Lo mira—. ¿Alguna vez mataste a alguien?

Pablo le sostiene la mirada y responde con un tono que intenta ser neutro.

—No.

Javier asiente.

—Es una sensación extraña. Es como si en un momento comprendieras que nada en la vida tiene sentido y, por ende, lo que estás haciendo no es, en definitiva, nada demasiado grave. —Vuelve a mirarlo—. ¿Creés que la vida tiene algún sentido?

—La verdad es que no lo sé. Me gustaría pensar que sí. O, al menos, que alguien puede hacer algo para darle importancia a una vida que, a lo mejor, a nadie más le importa demasiado.

Silencio.

—¿Sabías que yo intenté matarme alguna vez?

—Sí.

—En realidad fueron dos veces. —Piensa—. Ahora creo que no lo logré porque en realidad mi muerte no era la importante.

—¿Y cuál lo era? ¿La de tu padre?

Asiente.

—Sí. Él era el poderoso, el que generaba que ocurrieran cosas en el mundo. Mi muerte no podía cambiar nada, pero la suya sí.

El uso que Javier hace del lenguaje es claro y preciso, sin embargo su discurso se va tornando confuso y la significación se escapa en cada párrafo. Pablo se esfuerza por escucharlo sin intentar cerrar un sentido. Necesita invitarlo a hablar para que pueda desplegar el contenido inconsciente que subyace en sus palabras.

—¿Recordás el día en que mataste a tu padre?

Así debe decirlo. Con un paciente neurótico hubiera preguntado por el día en el que creía haber matado a su padre, pero está ante una estructura que tiene otras leyes de funcionamiento y no quiere, ni debe, poner en duda sus dichos.

—Sí.

Pablo se pone de pie y, sin pensarlo, camina hacia la ventana. Ha retirado su mirada de Javier y se dispone a escucharlo. Es su manera inconsciente de trasladar el diván a aquel cuarto, de olvidarse por un momento de que está en la Clínica Ferro siendo observado y grabado por vaya a saber quién. No pensar en que cada una de sus intervenciones va a ser evaluada una y otra vez por profesionales a los que ni siquiera conoce. Necesita sentir que lo hace a su manera. Por él y por Javier.

—Te escucho.

Javier se toma un tiempo antes de hablar. Tal vez esté buscando en su memoria, quizá sólo se permita un instante para conectarse con el hecho más trascendente de su vida. Pablo lo respeta y permanece en silencio sin siquiera darse vuelta para mirarlo. Después de unos minutos, Javier comienza su relato.

—Ese día estaba intranquilo. Había escuchado una conversación entre mis hermanas en la que Paula le decía a Camila que papá había vuelto y yo sentí miedo. No quería que volviera porque cuando lo hiciera todo iba a empezar de nuevo. Quise pensar que esta vez sería diferente, pero sabía que eso era imposible. Me fui a mi cuarto y me metí en la cama. Intenté dormirme sin conseguirlo. No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché abrirse la puerta de casa. No necesité asomarme para saber que era él. Quise tranquilizarme pero no podía. Lo escuchaba andar por la casa, mover las cosas, abrir la heladera. En mi cabeza se iban anticipando las imágenes de lo que, tarde o temprano, iba a pasar. Y así fue. No se hizo esperar mucho. Apenas si pasaron algunos minutos hasta que ocurrió lo de siempre, lo inevitable. Desde el cuarto de mi papá me empezaron a llegar los ruidos. Esos ruidos espantosos. Siempre pasaba lo mismo y yo no quería escuchar más, pero no podía evitarlo. Puse la música fuerte pero sabía que era inútil porque también por los auriculares salían los ruidos del cuarto de al lado. Yo escuchaba la voz de mi papá, sus órdenes, sus gritos. Estaba peleando con alguien. Con una mujer. Siempre era una mujer. La insultaba, le pegaba. Ella lloraba y yo podía escuchar sus lamentos, sus gemidos. La arrastraba por la habitación, le tiraba del pelo y ella gritaba cada vez más fuerte. Hasta que ese grito empezó a lastimarme. —Javier empieza a transpirar y su pulso se acelera—. Yo quería que la dejara en paz para que se callara de una vez. Pero no. Él seguía agrediéndola sin parar. Y ella no dejaba de gritar. Me tapé la cabeza con la almohada, pero era inútil. Siempre era inútil. No podía evitar que mi papá la lastimara y, sobre todo, no podía evitar los gritos… esos gritos siniestros que me lastimaban acá. —Javier comienza a golpearse la cabeza con la mano—. Hasta que comprendí por qué ese grito me hacía tanto daño. —Hace un silencio largo—. Era la voz de mi mamá. Era ella a quien mi papá maltrataba en esas noches. —Pablo siente su pulso acelerado—. Hasta que en un momento ella gritó.

Javier se detiene un momento en su relato y parece tranquilizarse.

—Ese grito suplicante me heló la sangre, pero de alguna manera me indicó lo que tenía que hacer. Escuché un golpe y el ruido de un cuerpo al caer. Mi papá seguía insultándola y comprendí que si no intervenía, esto no iba a terminar más y que él iba a seguir matándola una y otra vez.

Pablo no se anima a interrumpirlo. La fuerza del relato, aunque delirante, es de una contundencia feroz.

—Entonces fui a la cocina, tomé una cuchilla del cajón y entré en su cuarto. Vi a mamá que lloraba desnuda, tirada sobre la cama. Papá me vio entrar y se rio. Nunca me tomaba en serio. Pero esta vez era distinto. Yo sabía que tenía que matarlo porque si no, mi mamá jamás iba a dejar de gritar en mi cabeza. Al verme entrar, él se quitó el cinto y empezó a pegarme. Pero yo no sentía nada, ni angustia, ni rabia, ni dolor. Me acurruqué en el piso y dejé que me golpeara hasta que pareció estar satisfecho, o cansado. Entonces se fue a la cama y se acostó.

Hace un largo silencio antes de proseguir.

—En un momento levanté la vista y vi que estábamos solos. Mamá ya no estaba en el cuarto. Yo esperé unos minutos hasta que se durmió y me acerqué con la cuchilla, que nunca había soltado, en la mano… y lo maté. Fue tan fácil. Yo había intentado matarme dos veces sin conseguirlo. En cambio con él fue tan sencillo. Se fue durmiendo a medida que la sangre salía de su cuerpo. Y yo me quedé mirando fascinado sin poder apartar los ojos de él. Hasta que me di cuenta de algo maravilloso. —Sonríe—. A mi alrededor todo era silencio, no había más gritos, y tuve la certeza de que ya no iban a volver a molestarme nunca más. Entonces tomé una hoja de su mesa de luz y escribí sólo dos frases: Se terminó. Lo maté. Después me acosté a su lado y lo abracé hasta que, sin darme cuenta, me quedé dormido.

Pablo permanece estático, esperando paciente por si Javier desea continuar con su relato. Está atento y a la vez conectado con la narración que acaba de escuchar. Al cabo de algunos minutos, comprende que Javier no va a seguir hablando. Entonces se acerca a la cama y comprueba que se ha quedado dormido. También ése es un fenómeno transferencial. El paciente no recuerda, sino que revive lo que está contando. Así, en esa actualización de la escena del asesinato, Javier se ha dormido abrazado a su almohada como si se tratara de su padre. Su rostro transmite una profunda paz. No sabe por qué lo hace, pero como lo hiciera Rasseri, se inclina sobre él y lo acaricia. Aunque muchos de sus colegas se enfurezcan ante la sola idea de un acto como éste, hace mucho que entendió que no caerán las estructuras de Occidente porque un analista se permita tener con un paciente un gesto de afecto.

Lo mira detenidamente y comprueba que está totalmente relajado, y en ese momento comprende que Javier lo ha logrado. Los gritos que tanto lo atormentaron durante toda su vida se han callado para siempre.