XII

El visitante inesperado tenía razón. El baño le hizo bien. Mientras se seca intenta ordenar un poco sus ideas. Lo que acaba de pasarle ha sido tan imprevisto como movilizante. Pero ¿qué pretendía? ¿O acaso creía que un hombre como él puede meterse en un asunto tan turbio sin sufrir ninguna consecuencia? Tal vez ha leído demasiadas novelas de suspenso. Pero la vida es diferente. Aquí el miedo se siente, invade el cuerpo, sube hasta la garganta, reseca la boca, produce taquicardia y una horrible sensación de estar desprotegido.

No puede quitarse de la mente el nombre de Alejandra en la boca de aquel hombre. Teme que le haya pasado algo y siente un deseo irrefrenable de llamarla para ver cómo está. Pero la razón le indica que no es necesario. Si le hubieran hecho algo se lo habrían dicho o le habrían traído algún recuerdo. Piensa en la cabeza del caballo entre las sábanas que tanto lo impactó cuando vio El Padrino. Pero esto no es una película. Es real y no debe olvidarlo, aunque tal vez, las cosas no sean tan distintas. Después de todo «la realidad imita al arte».

Está terminando de vestirse cuando el timbre lo sobresalta. Es la puerta de arriba. Siente un miedo instantáneo e irracional, pero se relaja de inmediato. Esta vez sabe de quién se trata. Toma aire y, aún descalzo, abre la puerta. La imagen del otro lado lo tranquiliza.

—¿Qué pasó? —se abre paso e ingresa—. No me gustó nada el tono con el que me llamaste. Te noté angustiado, así que me vine urgente para acá. Apenas si me demoré un segundo para comprar algo —dice levantando una botella de vino—. Me pareció que nos iba a hacer falta.

Pablo asiente.

—Pasá, y abrí el vino mientras termino de vestirme.

José va hasta la cocina. Conoce la casa de memoria. Busca el sacacorcho en el primer cajón de la derecha, toma el decantador y las copas del estante superior izquierdo de la alacena y sirve el vino. Abre la heladera y la recorre con la vista. Encuentra en la fiambrera un poco de queso gruyère y algunas aceitunas. Pone las cosas en una bandeja que encuentra apoyada contra el horno microondas y va hacia el living. Apoya todo en la mesa baja y se queda mirando por el ventanal. La voz de Pablo lo sorprende desde atrás.

—¿A vos también te gusta la vista de mi departamento?

—Por supuesto, pero ¿por qué me preguntás si a mí también? ¿A quién más le gusta?

Sonríe. Le agrada hablar con su amigo analista. Siempre escucha más allá de lo que le dice. José le da una copa y, con un gesto, sugiere un brindis. Pablo acepta y luego toma un trago largo. El sabor del Syrah le baja por la garganta y, por unos segundos, ese estímulo familiar lo reconforta.

Una hora después le ha contado a José todo lo ocurrido durante ese día.

—Qué quilombo, hermano. —Hace un gesto de negación—. Tenés que parar acá. Vos no podés seguir arriesgando tu vida por algo que no te incumbe.

—Es que ahora me incumbe.

—No te entiendo.

—Camila.

Resopla y se pone de pie.

—Dejate de joder, Pablo. Es una nena con problemas que necesita ayuda, de eso no caben dudas, pero no tenés por qué ser vos el que se haga cargo de dársela.

—Lo mismo me dijo Helena.

José ve la duda en la cara de su amigo y se le acerca.

—¡Reaccioná, carajo! Me estás diciendo que dos matones vinieron a apretarte ¿y aún así seguís dudando de lo que tenés que hacer? No puedo creerlo. ¿Te volviste pelotudo de golpe? No, de golpe no. Vos siempre fuiste medio pelotudo, pero esta vez es distinto. Con estos tipos no se jode. Si te tienen que matar lo van a hacer sin siquiera despeinarse. —Va hasta la mesa y vuelve a llenar su copa. Toma un trago y lo mira—. Me parece que llegó el momento de hablar con Paula.

—¿Qué decís?

—Lo que escuchás. Ella me mintió. Me dijo que quería tu teléfono para hacerte una consulta profesional. Hasta ahí todo bien. Es más, incluso si te hubiera contratado como perito de parte, aunque no era exactamente lo que me había dicho, podríamos haberlo considerado como algo dentro de lo normal. Pero llegado a este punto me veo en la obligación de pedirle que te deje afuera de esta historia.

Pablo se ríe. De pronto se siente extrañamente relajado.

—¿De qué mierda te reís?

—De vos. ¿Cómo se llama eso que enseñás en la facultad? Ah, sí —bromea—. Contratransferencia, un concepto que alude a las emociones y pensamientos que los pacientes generan en la persona del analista. En este momento me viene a la mente algo que leí hace un tiempo: «No debemos ceder a los efectos de la contratransferencia. Es un error analítico intervenir movido por las emociones que un paciente pudiera generarnos. Resistirlas es también parte de la irrenunciable abstinencia que debe tener un psicoanalista si no quiere caer en una falla técnica, teórica y, sobre todo, ética» —cita en tono de broma uno de los escritos de José que forma parte del manual de psicopatología de su cátedra.

—No le veo la gracia. Además, en este momento no soy su analista, soy tu amigo. Y a la hora de elegir, entre perder una paciente y que te maten a vos, no tengo mucho margen de duda, ¿no te parece?

Se produce un pesado silencio.

—Gitano, tengo miedo.

—Por eso mismo…

—Dejame terminar. Es cierto, tengo miedo. Pero siento que si salgo corriendo de esta historia jamás voy a volver a ser el mismo.

—No te entiendo.

Se miran.

—El amor a la verdad, ¿te acordás? Es lo único. No tenemos poderes especiales, no transmitimos ningún don con nuestras manos, no somos diferentes de un abogado, un carpintero o un cantante de bailanta excepto por una cosa: escuchamos cosas que los demás no pueden escuchar y no retrocedemos ante la verdad. Recién, mientras me bañaba, lo único que deseaba era no haberme metido en esta historia. Cuanto más me relajaba más pensaba que lo que tenía que hacer era llamar a Paula y decirle que no iba a seguir adelante. Pero al salir de la ducha me quedé, aún mojado, recorriendo el departamento. Y me detuve frente a este cuadro. Esta ola que tanto le gustó a mi visitante anónimo. ¿Sabés por qué la elegí?

—No.

—Porque esta ola rompiendo mete miedo, y representa para mí la fuerza del deseo de verdad que vive en cada persona y que arremete contra todo con tal de manifestarse. Y todos salen corriendo cuando la ven venir. Todos, excepto unos pocos que se animan a enfrentarla a pesar de sus consecuencias. Nosotros, Gitano… nosotros. —Lo mira fijo a los ojos—. ¿Te acordás lo que decía Hegel? Que un ser humano no puede ser considerado tal si no está dispuesto a perder su vida biológica por un ideal. La libertad, la Patria, el conocimiento o la verdad, no importa cuál, pero algo que no necesita para vivir pero que, sin embargo, lo constituye en un hombre. —Hace una pausa y bebe—. Yo sé que debería bajarme de esta historia, pero si lo hago, tengo miedo de no volver a ser jamás yo mismo. De perder el poco respeto que me tengo.

José lo ha escuchado atentamente. Pablo no dijo nada que no hubieran conversado en muchas otras situaciones en un café o allí mismo, en su casa. Pero en esas charlas el planteo era abstracto, algo que no escapaba del campo del pensamiento. En cambio ahora todo es distinto.

Lo mira y comprende que su amigo no va a cambiar de opinión. Se angustia y teme haberse equivocado al darle su teléfono a Paula, pero ahora ya es tarde. No lo va a detener y no sabe si puede y quiere acompañarlo en esta locura.

El sonido del teléfono lo sobresalta. Pablo atiende.

—Hola.

—¿Pablo?

—Sí.

—Buenas noches, le habla el doctor Rasseri.

Pablo suspira.

—Buenas noches, doctor. No esperaba su llamado. Pensé que su secretaria iba a ponerse en contacto conmigo.

—Así iba a ser, pero preferí llamarlo personalmente. Quiero avisarle que Javier ha despertado y, si usted quiere, podría autorizarlo para que lo vea mañana. —Pablo duda. Las palabras de Helena y de José vienen a su mente como un último manotazo de su instinto de conservación. Rasseri parece notar su titubeo, después de todo, también es un hombre acostumbrado a escuchar—. Aunque, si cambió de opinión no tiene más que decírmelo. Creo, incluso, que me aliviaría que así fuera.

—¿A qué hora?

Suspira.

—A las once.

—Allí estaré.

—Como quiera. Lo esperamos entonces.

Corta y mira a José con un gesto entre triunfante y angustiado.

Los granos de arena han comenzado a caer y la verdad, aquello a lo que no quiere renunciar, está a punto de empezar a revelarse. Presiente que quizá no va a gustarle lo que encuentre. Pero, como suele decir, eso también es la vida. No sabe por qué pero, sin poder contenerse, se abraza a su amigo y un llanto profundo se niega a salir. ¿De dónde viene ese llanto? ¿Qué ausencias, qué miedos actualiza? José no lo sabe, pero siente que debe abrazarlo.

Pablo quiere llorar, pero no puede. No aprendió a hacerlo en brazos de nadie que no sea su padre, pero aun así, se aferra a su amigo de un modo desesperado.

Casi una hora después, agotado y sin darse cuenta se queda dormido. José lo acomoda en el sillón y se pone la campera. Lo mira por última vez antes de irse. No necesita despertarlo para que le abra. Él puede entrar y salir de allí cada vez que quiera. Tiene llaves de la casa.