XV
José mira su reloj por quinta vez en diez minutos. Hace casi una hora que están sentados en un banco de madera frente al mostrador de la comisaría. Detrás de éste, dos agentes conversan poco y sin demasiado entusiasmo. Cada tanto uno de ellos toma una hoja y tipea algo en una vieja máquina de escribir. Una vez terminado este proceso deja la hoja a su derecha, encima de la anterior. El otro mira de a ratos el televisor que se encuentra en uno de los rincones mientras los observa con disimulo. Hay algo en esa mirada que a Pablo no le gusta.
A lo mejor sólo tenga que ver con que las comisarías lo ponen nervioso. Tal vez sea su imposibilidad de desarmar la asociación entre uniforme y represión, o quizá simplemente fuera el código lingüístico que se maneja en ellas, tan preciso y por eso mismo, tan extraño e inhumano. En lugar de decir sí, dicen afirmativo, un hombre es un masculino y quien se sienta frente a ellos pierde instantáneamente su identidad y pasa a convertirse en «El declarante».
José se mueve nervioso en el banco, se acomoda y mira una vez más su reloj. Pablo lo observa de reojo con la cabeza gacha.
—¿Qué pasa?
—Que hace una hora que nos tienen esperando sin darnos bola.
—¿Y qué esperabas, que nos pusieran una alfombra roja? —José lo mira—. Gitano, este tipo no tiene ganas de recibirnos, lo hace forzado por un pedido de arriba y ésta es su manera de cobrarse la molestia, de hacernos sentir que acá manda él y que, a pesar de la recomendación que nos abrió su puerta, nos va a atender cuando quiera y como quiera. Es un gesto comprensible. Es un hombre acostumbrado a mandar, no a obedecer. De modo que armémonos de paciencia y mantengámonos lo más tranquilos que nos sea posible. El tipo intenta marcar territorio y desgastarnos con esta espera. Vos sabés, alguien a quien se hace esperar se pone ansioso, se siente ofendido, herido en su narcisismo y, bajo los efectos del enojo, es menos lúcido, y es allí donde el otro saca una pequeña ventaja.
—¿Pero qué ventaja puede querer obtener sobre nosotros? No venimos a acusarlo de nada.
—Pero él no lo sabe todavía. En realidad no tiene la menor idea de lo que queremos y qué lugar ocupamos en esta historia.
—No me asombra, yo tampoco tengo respuesta a esa pregunta. —Pablo sonríe—. Decime, ¿vos me trajiste hasta aquí sólo para que te hiciera de chofer, porque soy el analista de Paula, porque sentís que yo te metí en todo esto y te estás vengando o por alguna otra causa que desconozco?
—Por todas esas cosas al mismo tiempo. Necesitaba alguien que me trajera rápidamente hasta aquí, no podía perder tiempo. —José amaga a hablar, pero Pablo lo detiene—. Ya sé… no me mires así. No es el momento para que me recuerdes que yo podría tener mi propio coche. Pero sabés que odio manejar, de modo que te lo pedí a vos que sos mi amigo. Además, como bien decís, algún costo tenés que pagar por haberme metido en este quilombo.
—No fue mi intención.
—Sin justificaciones, licenciado, hágase cargo de las consecuencias de sus actos. —Sonríen—. Por otra parte, el hecho de que seas el analista de Paula hace que tengas algunos datos que podrían ser fundamentales para que yo tome una decisión final sobre si ser o no perito de parte en este caso de mierda.
—Con respecto a eso…
—No me hinches las pelotas con lo del secreto profesional otra vez. Sabés que el código de ética nos permite tener un margen de flexibilidad en ciertos casos en los que sea necesario. Y me parece que éste es uno de esos casos.
—Voy a pensarlo.
—Y por último, sos analista y sabés que confío plenamente en tu lucidez. Bueno, voy a necesitarla en esta entrevista.
—¿Qué pasa —bromea—, el gran licenciado Rouviot no confía en su propia capacidad de escucha? Quién lo hubiera dicho. Después de todo no sos tan omnipotente como se dice por ahí…
Pablo lo mira seriamente.
—Gitano, ¿vos sabés por qué por lo general los interrogatorios los llevan adelante dos personas y no una?
Piensa.
—Supongo que por esto que me estás diciendo, porque dos cabezas perciben más que una.
—Mmmm, esa respuesta no es del todo correcta.
—Bueno, por ese juego de policía bueno-policía malo, entonces.
—Sí, eso está bien. Pero hay algo más. —José lo interroga con la mirada—. La persona que pregunta acapara la atención del interrogado, y esto hace que deba cuidar mucho sus gestos, su tono de voz y que disminuyan sus posibilidades de mirar todo libremente sin ser observado y sin despertar una actitud de alerta, cuando no de paranoia, en el otro. Entonces, el segundo, desde un lugar de menor exposición puede dedicarse a obtener información que puede ser muy valiosa y que hace a lo gestual, a las características del lugar y a muchas otras cosas que suman a la hora de hacer una evaluación total de la entrevista. Bueno, eso quiero que hagas. Que estés atento y no te pierdas ningún detalle de lo que ocurra allí adentro.
Se hace un breve silencio.
—Bueno, al menos no soy sólo el remisero de esta historia.
No dicen nada más. A los pocos minutos suena uno de los teléfonos del mostrador. El agente que escribe a máquina responde. Al parecer el otro ha sido capturado por un partido de fútbol de primera B.
—Sí, señor… Por supuesto… Inmediatamente…
El agente se pone de pie detrás de su máquina de escribir y les habla por primera vez.
—Por aquí, por favor. El subcomisario Bermúdez los va a recibir ahora.
—Muchas gracias —responde Pablo con cortesía. José siente que un calor le sube por el cuerpo. También él, como su amigo, odia estos lugares.
El agente los conduce por un pasillo oscuro y húmedo hasta una oficina. Golpea la puerta y espera. Le responde una voz clara y firme. Pablo inspira profundamente e intenta relajarse. Sabe que no va a tener muchas oportunidades como ésta, y no quiere desaprovecharla.
El agente abre la puerta y se les adelanta invitándolos a pasar. Del otro lado del escritorio los recibe una mirada fría, distante y enérgica. Pablo siente que esto no va a ser nada fácil. No se equivoca.