XI

Su mirada no se ha despegado de la puerta, por eso no la asombra ver que el picaporte se mueve y la misma se abre suavemente. Acurrucada en su escondite, ve los zapatos del hombre que entra en su cuarto. Camina sin apuro, con la seguridad del que sabe que tiene la situación bajo control.

Camila siempre supo que este momento iba a llegar, sin embargo, no puede soportarlo. Comienza a gemir y aprieta aún más la almohada contra su cara. Encoje su cuerpo hasta hacerse lo más pequeña que puede y llora con la angustia de saber que ya no hay forma de seguir escapando.

Su tiempo ha llegado. Después de tanto huir, de tanto esfuerzo, de tanta angustia, La Voz la ha encontrado. Y ahora el horror está frente a ella.

Ése fue su error. Creer que estaba buscando a la chica de trece años. Pero no. Seguramente, el juego ha llevado a Camila de regreso a la niñez, a aquellas noches en los que el peligro llegaba de la mano de su padre y se instalaba en su casa con una potencia demoníaca.

En aquellas noches, su madre ponía en movimiento un mecanismo torpe para protegerla. Elegía alguna música, subía el volumen, fingía divertirse, armaba un picnic casero y bullicioso para tapar los gritos del horror y la encerraba en su cuarto. Y es allí donde debe ir a buscarla. Está seguro.

Convencido, avanza hacia la fortaleza que, de niña, Camila compartió con su madre. Se detiene y toma el picaporte. No sabe con qué va a encontrarse, pero debe estar preparado.

Lentamente abre la puerta e ingresa. En el medio de la habitación un charco amarillento le anticipa la angustia que ha invadido el cuarto. Mira alrededor y no la ve, pero sabe que está allí.

—Camila —dice con voz muy suave—. Tranquila, Camila. Aquí estoy. Soy yo, Pablo.

Un gemido ahogado le llega desde la puerta entreabierta del placard. Se acerca intentando no ser invasivo.

—Camila, soy Pablo. —Repite. Necesita que ella sepa que se trata de él. Está seguro de que en su regresión angustiosa, todo se ha confundido en su cabeza—. No te asustes. Voy a abrir la puerta del placard.

El llanto ahogado se transforma en un grito que la almohada no llega a contener. Pablo abre apenas la puerta y la ve, sobre el piso, debajo del primer estante, hecha un ovillo contra la pared del fondo.

Siente el impulso de sacarla y abrazarla, pero se detiene. No es así como puede ayudarla. Por el contrario, se sienta en el piso a un metro de distancia y la mira. Su pantalón se moja con el líquido amarillento, pero no le importa. En este momento nada le interesa en el mundo más que ayudar Camila.

La puerta se abre y La Voz apenas le susurra.

—Camila… soy yo.

Se siente mareada y con ganas de vomitar. Espera que esas manos la tiren y la arrastren hacia afuera para golpearla y humillarla. Sabe que La Voz es capaz de eso y mucho más. Sin embargo, pasan los segundos y La Voz sigue hablándole con calma, con suavidad, casi con ternura.

—Tranquila, Camila. Aquí estoy. Soy yo, Pablo.

Pablo… Pablo… El nombre viene a su mente desde muy lejos y esa voz, que no es La Voz, le resulta protectora. Pero a pesar de eso, Camila no se anima aún a mirar. En tanto, Pablo le sigue susurrando.

—Mirame, Camila. Ya está. Ya te encontré y estás a salvo. No va a pasarte nada, te lo juro.

A pesar del miedo, se quita la almohada de la cara y entreabre apenas los ojos temiendo ver el rostro de La Voz. Una cara que siempre ha intentado reprimir, que nunca quiso conocer, aunque ahora comprende a quién pertenece ese rostro tan temido.

Hace un esfuerzo por enfocar su mirada y lo que ve le arranca un llanto, pero esta vez de alivio.

¿Será cierto? ¿De verdad está viendo lo que cree ver o es otra de las máscaras de La Voz para sacarla de su refugio? Por un momento duda, pero ya es tarde para dudar.

La ve luchar contra sus miedos. Puede percibir esa batalla interna que Camila está librando, pero sabe que es ahora o nunca.

Compartir con alguien momentos como éste ha sido siempre su mayor desafío como analista, el de mantenerse en esa distancia justa entre la presencia y la ausencia como para poder contener sin interferir en el trabajo del paciente. Sabe que Camila lo mira pero no lo ve. Y sólo cuenta con dos herramientas: la palabra y el silencio, e intenta utilizarlas con inteligencia. Controla el impulso protector que lo incita a ir hacia ella y abrazarla porque sabe que eso no serviría de nada. Ella tiene que salir sola, porque él no va a estar siempre y en todo momento.

Rápidamente repasa todo lo que ella le estuvo contando acerca de aquellas noches. Pablo sabe que la transferencia ha producido una doble transformación. Por un lado, lo pasado se ha vuelto presente. Camila no está recordando sino que está reviviendo aquí y ahora esos momentos de su infancia porque, como bien lo sabe, lo que no se supera se repite. Y por otro lado, comprende que en su persona se han condensado dos imágenes: en este momento, para Camila, él es el padre y también la madre. De allí su angustia. No sabe si al salir será recibida por la protección que le brindaba su mamá o por el sadismo de su padre. Por eso, Pablo necesita correrse de ese sitio y ubicarse en el único lugar desde el cual puede ayudarla: el lugar del analista.

—Camila, ya podés salir. Soy yo, Pablo. Estoy aquí porque vos me pediste que viniera a ayudarte, y es lo que voy a hacer si vos lo querés. Si me lo pedís, también puedo irme. Todo depende de vos, ahora. No voy a hacer nada que no quieras. Podés confiar en mí.

Algo en Camila se estremece. Puede sentirlo. La adolescente le muestra su mirada y hace el esfuerzo, pero la niña aún está asustada y eso le impide decidirse a salir. Pablo piensa y de pronto comprende cuál es la intervención que está necesitando.

La mamá ha hecho lo que pudo, poco y mal. Siempre intentó contenerla sin lograrlo, porque creyó que la mejor manera de protegerla era mentir, inventarle una realidad inexistente tapando el horror y distrayéndola de la realidad. Camila lo intuía antes y lo sabe ahora, por eso está esperando una protección sincera, basada en la verdad.

Y al decir esto, sentado en el piso abre sus brazos ofreciéndole un lugar para albergar tanta angustia contenida. Camila, la chiquita, la que siempre ha estado sola, sale corriendo de su escondite y se echa a sus brazos. Pablo la abraza suavemente, pero con firmeza.

Ella llora de un modo desconsolado. Allí está otra vez la niña atravesada por el espanto. Él, simplemente, la abraza. No intenta calmarla. Demasiado tiempo estuvo callando su angustia. Por eso decide hacer silencio y acompañarla en su dolor. Tiene derecho a sufrir.

Una hora más tarde Paula atiende el teléfono de su casa.

—Hola.

—Hola, soy Pablo. Estoy en tu casa de Rodríguez. Creo que deberías venir para acá.

—¿Pasó algo? —pregunta asustada.

—Sí. Ha sido un día duro para Camila y te necesita. Yo tengo que irme, pero puedo esperar a que llegues. No quiero dejarla sola.

—Podés decirle a Francisca que…

—No —la interrumpe—. Cuando llegues te explico. Ahora duerme, pero cuando despierte, habrá que ayudarla a que se bañe y se cambie. Yo no voy a tocarla y tampoco voy a dejar que lo haga Francisca. Camila te necesita a vos.

Paula no entiende, pero muchas veces ha debido actuar sin comprender.

—Salgo para allá.

—Te espero.

Corta. Está sentado en la cama y Camila aún descansa en sus brazos. Está durmiendo. Parece en paz.