VII
—Señor, lo perdí.
—¿Cómo que lo perdió?
—Sí, dobló por una calle que me quedaba en contramano y se fue hacia la avenida Cabildo. Tuve que pasarme una cuadra para retomar y cuando pude girar ya no estaba.
—¿Se fijó bien? —Sabe que es una pregunta inútil, pero no puede evitar hacerla.
—Sí, por supuesto. Intuyo que debe haberse metido en el subte. ¿Qué hago, voy para su casa?
Piensa un instante.
—Sí, vaya, y hágame un favor.
—El que quiera, señor.
—Esté más atento y no sea tan pelotudo.
Duda si responder o no. Al final lo hace.
—Sí, señor, se lo prometo.
El hombre de ojos claros corta el teléfono enojado y con la sensación de que va a tener que encargarse personalmente de este tema. Mira su reloj, son las siete de la tarde. Con un poco de suerte, Rouviot estará ya en su casa y habrá dejado de jugar al detective por ese día. Al menos eso espera, por el bien de todos.