IX
—Hola.
—Rubio, por fin aparecés.
—¿Pasó algo?
Helena no se esfuerza en disimular su disgusto.
—Nada. Sólo que no viniste al consultorio y ni siquiera te molestaste en avisarme.
—Sabías que tenía una cita en la Clínica Ferro, vos misma me la arreglaste.
—Sí, pero no me dijiste cuánto podía durar. La paciente de las diez y cuarto se fue bastante molesta y aquí, enfrente de mí, tengo a Andrea, tu paciente de las once. Decime que me llamás para avisarme que ya estás llegando, por favor.
—No precisamente. —Piensa un momento—. Haceme un favor, pasame con ella.
Helena obedece y, con su mejor sonrisa, le indica a Andrea que el licenciado Rouviot quiere hablarle. Ella toma el teléfono un poco extrañada y saluda sin saber muy bien qué esperar. Helena se queda mirándola y percibe que, en pocos segundos, su gesto se relaja. Incluso sonríe.
—No se preocupe, Pablo. Comprendo perfectamente… Está todo bien, por supuesto… Correcto, espero su llamado, entonces. Chau. —Le tiende el teléfono—. El Licenciado quiere hablar con usted, Helena. —Toma su cartera—. No se moleste en bajar a abrirme. —Señala el teléfono—. No lo haga esperar.
Helena aguarda a que se cierre la puerta del consultorio antes de hablar.
—¿Me podés ayudar a entender una cosa?
—¿Cuál?
—¿Por qué cuando yo trato de explicarles a tus pacientes que no vas a poder atenderlos me tratan como el culo y a vos por poco te tejen un pulóver?
Pablo se ríe.
—A lo mejor lo hago mejor que vos.
—Sí, debe ser eso. —Silencio—. Y una preguntita más. ¿Se puede saber a qué hora llegás?
—Mirá, es probable que hoy no vaya por allá.
—¿Qué? ¿Te volviste loco? Tenés citados diez pacientes.
—Ya lo sé. Pero vos te vas a encargar de cancelarlos y darles otro horario para recuperar las sesiones. Y lo vas a hacer con ese encanto que te caracteriza. ¿De acuerdo?
—Qué otra me queda. Usted es el jefe.
Pablo suaviza su expresión.
—Helena, sabés que nunca suspendo sesiones a no ser que tenga algo muy importante que hacer. —Pausa—. Dale, bancame en ésta. Después te cuento todo.
—Ay, Rubio, al final siempre me convencés. Yo no sé cómo no terminé en la cama con vos. Se ve que no te debo de haber gustado lo suficiente —bromea sin saber que hace muchos años ese anhelo estuvo presente de un modo casi obsesivo en el pensamiento de su amigo.
—No me des ideas. Recordá que sos una mujer muy hermosa.
—Gracias.
—Pero no era por los pacientes por lo que te llamaba.
—¿Ah, no?
—No.
Helena escucha unos ruidos de fondo.
—¿Dónde estás?
—En un café, esperando a alguien.
—¿A quién?
—Ya te dije que después te iba a contar.
—Está bien. Ya entendí que no querés hablar ahora. Decime, entonces qué necesitás, porque no creo que hayas llamado para darme los buenos días.
Se detiene antes de responder.
—Necesito hablar con Fernando.
Silencio.
—¿Fernando, mi esposo?
—Sí.
Helena se queda callada. La respuesta de Pablo la ha sorprendido.
—Tengo que pedirle un favor.
—Mirá, Pablo…
—No te asustes que no voy a meterlo en ningún quilombo. Solamente necesito hacerle algunas preguntas.
Ella piensa unos segundos.
—Rubio, vos sabés que yo te debo la vida a vos.
—Eso no es verdad.
—Sí, lo es. —Pausa—. Cuando te fui a ver aquella noche a la salida de tu charla yo era una mujer destruida, sola, sin trabajo, abandonada con una hija, desesperada y a un paso de la depresión. Y vos me ayudaste a armar un presente diferente. —Silencio—. Por favor… No me lo arruines ahora, ¿dale? Porque no sé si podría soportarlo.
Pablo la escucha, y la entiende.
—Quedate tranquila. Sería incapaz de hacer algo que pudiera lastimarte. Ni siquiera vos sabés cuánto te quiero.
—Está bien. Te mando el número por mensaje a tu celular y quedate tranquilo que yo me encargo de los pacientes.
—Gracias, flaquita. Chau.
—Esperá, sólo una cosa más.
Pablo sonríe.
—Tranquila. Ya te dije que no voy a meter a tu marido en ningún problema.
—No, no es por Fernando, es por vos. —Silencio—. Cuidate, Rubio. Te conozco, sé que no sos tan duro, y para mí sos muy importante. Por favor…
No dice nada. Siente esa emoción que a veces, muy pocas veces, le sube desde el estómago a la garganta. Sabe que Helena lo quiere como pocas personas en el mundo, por eso sus palabras lo conmueven tanto. De todas maneras, se rearma rápidamente. Es un mecanismo de defensa típico en él. No siempre es algo bueno, pero no sabe ser de otro modo.
—Gracias. Y relajate. Sé cuidarme.
—Eso espero.
Corta y toma un sorbo de café. En ese mismo momento, la persona que espera ingresa al bar. Él la observa un segundo y cierra los ojos. Tal vez debería prestar más atención al consejo de Helena.