II

Mientras espera en el living busca con la mirada el cuadro que llamó su atención en la primera visita que hizo a la casa. Allí está. Mira el ángulo inferior derecho en busca de la firma del autor e inmediatamente reconoce las dos iniciales: V. P. Lo sabía.

Se levanta y, mientras toma el café que le acaba de servir Francisca, se acerca para observarlo mejor. Le gusta. Tiene algo. Comparte con los otros, los que están en el departamento de Paula, la misma extraña belleza. Los rasgos de autor son inconfundibles y vuelven a atraparlo. Revelan una fuerte personalidad y algo más que, en este momento, no llega a percibir.

La pintura muestra un día tormentoso. En un rincón hay un perro acurrucado y el viento inclina los árboles hasta que sus ramas casi tocan el piso. Algo en el animal le llama la atención. En segundo plano se ve una vivienda casi a oscuras. Sólo en el piso superior una tenue luz ilumina desde el interior una ventana pequeña que deja entrever una sombra. A la derecha, abajo y muy pequeño, un hombre camina bajo la lluvia. Algo brilla en el cuerpo del hombre, como una luz plateada que lo atraviesa por la mitad, como separando el torso de las piernas.

Permanece concentrado en su contemplación hasta que vuelve Francisca.

—Señor, dice Camila que puede pasar a su estudio.

La sigue hacia el cuarto que ya conoce.

—Gracias. Es usted muy amable.

Ella se detiene y menea la cabeza.

—No, señor, el amable es usted. —Pablo la interroga con la mirada—. Y… venirse hasta acá sólo para hablar con ella… —se pone seria—, se lo agradezco mucho. ¿Sabe? Yo amo a estos chicos como si fueran mis propios hijos, y ya los he visto sufrir demasiado. El señor Roberto… —se detiene como si estuviera evaluando la conveniencia de seguir hablando.

—¿Decía?

—Nada, sólo que el señor Roberto no era una buena persona, usted ya debe saberlo. Hizo sufrir mucho a Victoria. Ella era una mujer tan especial, tan dulce. Yo nunca entendí cómo pudo… —vuelve a interrumpirse.

—… enamorarse de un hombre como Vanussi —completa la frase.

Asiente.

—Pero bueno, supongo que el amor debe ser algo raro, ¿no?

Francisca sólo lo supone porque jamás llegó a conocerlo. Era muy joven cuando se casó para irse de su pueblo. Sentía que si se quedaba allí su vida no tendría ningún sentido e Hipólito fue una vía de escape. Pensó que con el tiempo quizá llegaría a amarlo, pero se equivocó. Él no resultó ser un buen compañero. Su alcoholismo temprano lo convirtió en una sombra, en un ser introvertido que vivió absorto en su mundo, y en él no hubo lugar para Francisca. Hasta hace unos años lamentó no haber tenido hijos. Pensaba que hubieran sido una compañía para siempre y la posibilidad, por qué no, de saber qué cosa era el amor.

Ahora, en cambio, se alegra de no haberlos tenido. Le basta con mirar a la familia para la que trabaja hace tantos años para comprender que los hijos no alcanzan para transformar el infierno en paraíso.

Pablo la saca de sus pensamientos.

—Tiene razón, Francisca. El amor es algo raro.

Recorren en silencio los últimos metros hasta que ella se detiene frente a la puerta y golpea.

—Adelante.

La mujer entra primero.

—Pase, doctor.

Está cansado de aclarar que no es doctor sino licenciado, pero no dice nada, quizá porque no es el momento o, a lo mejor, porque ya se acostumbró a convivir con ese error.

Se acerca a Camila y la saluda con un beso. Se da vuelta y ve a Francisca que los mira desde la puerta.

—Me retiro, cualquier cosa que necesitan me llaman. Yo voy a estar en la cocina.

—Muchas gracias.

La mujer se retira y entorna la puerta. Pablo se arrima y la cierra. La situación es rara. No está acostumbrado a ser analista en territorio ajeno. Con excepción de algún que otro paciente que por razones extremas no pudiera concurrir hasta su consultorio, nunca realizó terapia domiciliaria. Pero se da cuenta de que, desde que Paula Vanussi apareció en su vida con sus grandes ojos verdes, ha hecho muchas cosas raras.

Se acerca al escritorio y se detiene a mirar el violín que descansa en el estuche abierto.

—Es hermoso… Parece un Stradivarius —bromea Pablo.

Camila se ríe con picardía.

—Estuviste cerca.

—A ver —reacciona asombrado—, explicame cómo es eso —agrega mientras se sienta frente a ella.

Intuía que la música podría ser la puerta de entrada para hablar con Camila, pero no pensó que iba a ser tan fácil.

—Es un violín de autor, no de fábrica. Paula me lo regaló cuando mi maestro le dijo que había que comprarme un instrumento en serio. Yo tenía diez años y aún me acuerdo cuando fuimos a ver al luthier que el maestro me había recomendado para encargarlo.

—¿Encargarlo?

—Claro, estos violines se hacen por encargo. Y pueden tardar mucho tiempo en hacértelos. Por suerte en mi caso fue rápido —lo miró—, un año.

Pablo no hace ningún gesto, pero registra lo que acaba de escuchar. Un año para un chico de diez años suele ser una eternidad. Camila, sin embargo, habla de esa espera con una aceptación asombrosa.

—Me mostró una carpeta con fotos para que pudiera elegir cuál quería que hiciera para mí.

—¿Qué tipo de fotos?

—Estos luthiers tienen fotografiados, desde todos los ángulos, no sólo el violín sino cada una de las piezas de los grandes instrumentos. Por eso me reí cuando dijiste lo del Stradivari. —Él la mira extrañado—. También se dice así. En realidad era su nombre verdadero: Antonio Stradivari, italiano. Pero en esa época era común latinizar los apellidos. Supongo que daba cierto estatus.

Le cuesta acostumbrarse a escuchar hablar a una nena de trece años con la madurez con la que lo hace Camila, pero no debe dejar que esto lo confunda. Toda su preparación y su estilo no implican que no siga siendo una nena de trece años.

—Me reí —continúa— porque yo podría haberme hecho hacer una imitación de un Stradivari… us.

Ahora es Pablo el que sonríe.

—Ah… ¿Eso es posible?

—Por supuesto.

—¿Y queda parecido al original?

—Igual. El trabajo que hacen es increíble. La madera, aunque nueva, es tratada de modo que parezca vieja, con ralladuras incluso, si el original las tiene. Pero elegí otro modelo, un Guarneri del año 1742. Yo había escuchado conciertos tocados con ambos instrumentos y éste me gustaba mucho más.

—¿Por qué?

—Porque su sonido es más dulce. —Con mucha naturalidad toma el arco y tensa un poco las cerdas. Después saca el instrumento del estuche y lo acomoda—. Escuchá.

Pablo se había hecho una idea acerca de las virtudes de esta pequeña prodigio, pero el sonido que Camila arranca del violín lo toma desprevenido y lo sacude casi con violencia. Tal vez fuera porque jamás había escuchado tan de cerca a un violinista, o quizá porque Camila es un músico diferente, pero lo cierto es que se queda sin palabras.

No parece estar tocando nada definido. Improvisa, juega con el instrumento, sin embargo cada nota es en sí misma de una belleza conmovedora.

—¿Te das cuenta? Es un instrumento muy parejo en cada una de las cuatro cuerdas. Además, es anatómicamente ideal para mí.

—¿Anatómicamente ideal?

—Sí. Quiero decir que se adapta fácilmente a mi cuerpo. Es un poco más pequeño que la mayoría, apenas, pero eso a mí me conviene. Tal vez, si fuera hombre, me hubiera gustado tener un instrumento más grande. Porque las manos de un hombre, sus dedos, todo en él es más grande, más fuerte. Pero éste era el violín para mí. El Stradivari es más estridente, más sonoro e imagino que esto era muy importante cuando el sonido tenía que recorrer grandes distancias en lugares con mala acústica. Pero con las salas actuales, eso no hace tanta diferencia.

Él la escucha embelesado. Ella no deja de tocar mientras habla y percibe que la mirada de Pablo está capturada por la destreza y la velocidad con la que se mueven sus dedos.

—Vos sos psicólogo, no te dejes engañar.

—¿Qué?

—Que no te dejes engañar. El secreto no está acá —mueve los dedos de su mano izquierda en una escala ascendente a una velocidad extrema—, sino acá —agita el arco en el aire—: el arco es el secreto de los grandes violinistas. Por eso hay que estudiarlo mucho y tener un buen arco. No es menos importante que un buen violín. —Lo mira con una sonrisa juguetona. Allí está la niña de trece años—. ¿Sabés cuánto cuesta este arco?

—No tengo ni la menor idea.

—Es también un arco de autor.

—Ese dato no me es de mucha ayuda.

—Quince mil dólares.

—¿Qué…? ¿Ese palito con pelos? —bromea.

Camila suelta una carcajada.

—Sabía que te ibas a sorprender.

—¿Y el violín, entonces, cuánto vale?

—Treinta mil.

—Pero… no hay relación, me parece.

—Te parece mal. Acordate: el secreto está en el arco. Los dedos de la mano izquierda deben ser ágiles y sensibles, pero es la mano derecha la que debe tener un movimiento perfecto, la que no puede fallar.

Pablo asiente y por unos minutos, sólo la música habita el cuarto. Cuando ella deja de tocar, afloja las cerdas del arco sosteniendo el violín apoyado entre el hombro y el mentón sin usar las manos, lo guarda, saca el soporte y vuelve a colocar el violín en el estuche.

—Sé que debés estar acostumbrada a que te digan esto, pero estoy muy asombrado.

Sonríe. Sabe que es diferente, que es genial y, si bien no hace ninguna ostentación de esto, tampoco se esfuerza en aparentar una falsa humildad.

—Lo que tocaste es hermoso.

—Es nada, apenas una improvisación en Re menor. Supuse que te gustan los tonos menores.

—¿Por qué?

—Porque generan una sensación de tristeza.

—¿Y qué te hace pensar que a mí me gusta la tristeza?

Lo mira.

—Sos analista, ¿no?

Él quiere sonreír, pero no lo consigue. Camila tiene razón. Ha leído en su interior con mucha facilidad.

—Aunque fuera sólo una improvisación ha sido hermosa.

Lo mira como perdonándolo y señala la partitura que está puesta en el atril.

—Esto sí que es hermoso y genial.

—¿Qué es?

—El concierto en Mi menor de Mendelssohn, uno de los grandes conciertos para violín. Para tocarlo hay que tener un manejo perfecto de la técnica y una gran musicalidad. Si no, no sirve. Aunque estén todas las notas a tiempo la música no aparece.

—¿Vas a tocarlo?

Levanta los hombros.

—Eso quiere mi maestro.

—¿Y vos qué querés?

—Yo no estoy del todo de acuerdo con él.

—¿Por qué?

—Porque sé que técnicamente puedo tocarlo, pero no creo estar madura para encarar semejante obra. Pero él insiste. Ya sabés cómo son los rusos.

—No, ¿cómo son?

—Tenaces, estudiosos y muy exigentes. Nicolai, mi maestro, fue discípulo de David Oistrakh. ¿Sabés quién es? —Pablo asiente. Camila suspira y mueve la cabeza en un gesto de rabia y resignación—. Tomo clases dos veces por semana y estudio ocho horas diarias para preparar este concierto. Y aun así, no sale como tiene que salir. ¿Sabés? En la música, sin esfuerzo no se puede lograr nada, pero a veces, con el esfuerzo no alcanza.

Se pone seria y Pablo comprende que el tema la angustia.

—Bueno, date tiempo. ¿Cuánto hace que lo estás estudiando?

—Un año.

Se sorprende.

—Esto es así. Un año de sacrificio para lograr unos pocos minutos de arte. No está mal. Ya me acostumbré. —Vuelve a mirarlo—. Tuve que acostumbrarme a muchas cosas que no me gustaron en mi vida.

Con esa frase, Camila ha dicho más de lo que quiso decir. Pablo lo escucha y siente que ha subido un escalón, que ha quitado la primera capa de la cebolla. Es un momento que no puede desperdiciar, pero debe andar con cuidado.

Presiente que no va a ser grato para Camila adentrarse en su mundo oscuro, pero está allí para eso. No para disfrutar de la genialidad del artista, sino para ver qué es lo que angustia a esa nena de trece años que, por primera vez, le muestra algo de su dolor. De modo que, con naturalidad, se reclina en el respaldo de su silla y le pregunta.

—¿A qué cosas te referís?

El juego ha comenzado, y sólo cabe internarse en el misterio.