XIV
El hombre alto que está parado en la esquina mira su reloj y enciende un cigarrillo. Está inquieto y con un presentimiento desagradable que se le ha instalado desde el momento en el que recibió esa llamada.
La ciudad sigue su vida a su alrededor sin que se dé cuenta. Los ruidos, el tránsito, la gente, todo parece desfilar ante sus ojos con indiferencia. El tono de voz con el cual le habló su amigo le disparó una señal de alarma. Sabe que algo anda mal. De pronto lo ve venir y lo que ve lo pone aún más tenso. Lo conoce muy bien y no le gusta la actitud con la cual se le acerca. Se saludan seriamente.
—¿Dónde tenés el coche?
—Aquí a la vuelta.
—Vamos.
—Está bien, pero ¿por qué me pediste que lo trajera?
—Porque tenemos que ir hasta General Rodríguez.
José se detiene y lo toma del brazo.
—Pará un poquito. ¿Me podés explicar de qué se trata todo esto?
—Ahora, no. Durante el viaje te cuento.
—No, Pablo, basta. No soy un chico y me gusta tomar mis propias decisiones. Si no me decís al menos algo, no pienso moverme de acá. O mejor dicho, sí. Pienso volver a mi casa, o sentarme a comer tranquilamente en una parrilla o hacer lo que se me cante el culo. Así que elegí. O me contás para qué mierda tenemos que ir hasta General Rodríguez o te tomás un colectivo y te vas solo.
Pablo niega con la cabeza.
—Tiene que ver con Paula.
—¿Qué pasa ahora con ella?
—Estuve haciendo algunas averiguaciones acerca de su hermano y de su padre. Este caso quema, Gitano.
—No te entiendo.
—No te hagas el boludo que te queda mal. Vos mismo me dijiste que la piba sospechaba que el padre andaba en cosas jodidas con gente muy pesada. «Peces gordos», los llamaste.
—Sí, pero también te dije que podían no ser más que fantasías. Vos sabés cómo pueden ser de jodidos los hijos cuando tienen temas sin resolver con los padres.
—Olvidate. Por lo que estuve averiguando, el tipo andaba en cosas que superan en mucho las peores fantasías que el Edipo no resuelto de Paula le pudiera generar.
José lo mira y frunce el ceño.
—¿Hablás en serio?
—Por supuesto.
Se queda pensando con la mirada perdida. Luego de unos segundos hace la pregunta temiendo a cualquier respuesta posible.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer a General Rodríguez?
—Vamos a hablar con la persona que estuvo a cargo de la investigación del caso.
—¿Qué… un cana?
Asiente.
—Un subcomisario.
José menea la cabeza y abre los brazos en un gesto de incredulidad.
—Ah, no… vos te volviste loco. Pensás que vamos a entrar así nomás a una comisaría y decirle a ese tipo que nos tiene que recibir, mostrarnos lo que tenga sobre el caso, violar el secreto de sumario y exponer todo lo que sabe sólo porque yo soy el analista de la hija del muerto y vos un psicólogo al que se le dio por jugar al detective. Es más, se me acaba de ocurrir una idea. ¿Por qué no le llevamos uno de tus libros y se lo dedicás «con todo cariño» a ver si con eso accede de una? Pablo, pensá un poquito, nos van a correr a patadas en el culo.
—No, eso no va a pasar.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Porque el tipo nos está esperando. —José lo mira con gesto confuso y sorprendido.
—¿Y cómo lo conseguiste?
—Alguien lo llamó para pedirle que nos recibiera.
—Está bien —objeta luego de pensar un momento—. Supongamos que nos reciba. De allí a que nos dé alguna información hay un abismo, porque eso sólo podría hacerlo jugándose el puesto, cosa que dudo que haga a no ser que fuera por pedido directo del juez.
—Exactamente —sonríe.
Silencio.
—Pablo, ¿me estás diciendo que conseguiste que el juez de la causa nos habilitara la información de un caso de asesinato?
—Sí. Por supuesto que si alguien se lo pregunta lo va a negar.
—¿Y cómo lograste eso?
—Con un llamado.
—¿Y de dónde sacaste vos…?
—Basta, Gitano. Tenemos que irnos. Hacé todas las preguntas que quieras durante el viaje. Yo tengo mis contactos, pero dudo de que al subco le haya hecho mucha gracia que le pidieran que nos atienda y colabore con nosotros. Por eso, no tiremos demasiado de la cuerda, porque no nos va a esperar toda la vida.
—Está bien. Dame un segundo para hacer un llamado. —Lo mira—. Tenía un compromiso arreglado con una mina y no quiero dejarla esperando en la puerta de mi casa como una boluda. ¿Puede ser?
—Obviamente.
—Gracias, sos muy amable —dice irónicamente y se aleja unos metros. Regresa al cabo de unos segundos—. Ya está, todo arreglado. Vamos.
Empiezan a caminar.
«Tenemos que irnos», «no nos va a esperar toda la vida».
El uso que Pablo hizo del plural lo involucra y José se pregunta en qué momento pasó a formar parte activa de la historia. Recorren el trayecto que lleva al auto en silencio. Se suben y José lo pone en marcha. Sus manos quedan aferradas al volante y su respiración se acelera. Luego de unos segundos en los que permanece inmóvil gira la cabeza y lo mira.
—Pablo, no me preguntes por qué, pero tengo miedo.
Rouviot asiente y traga saliva. Por primera vez en muchas horas se permite una mirada introspectiva.
—Yo también, Gitano. Yo también.