VIII
Bermúdez no disimula su disgusto ante lo que acaba de escuchar.
—¿Está seguro de lo que me está diciendo?
El cabo Gerónimo López siente que su jefe está más alterado que de costumbre. No es habitual que pierda la compostura, por eso responde con especial cuidado.
—Sí, señor.
—La puta madre. Este tipo es un boludo.
—Sí, señor.
—¿Cómo llegó hasta allí?
—Vino en un remís. El auto está estacionado en la puerta, supongo que esperándolo.
—¿Hace mucho que está adentro?
—Sí, señor.
—Sí, señor, ¡las pelotas! —explota—. ¿Cuánto tiempo?
—Aproximadamente tres horas, señor.
Piensa.
—Mire, López, vamos a hacer algo.
—Dígame, señor.
—Usted se queda allí hasta que el tipo salga y me lo sigue con discreción. No sea pelotudo, ¿quiere? No se deje ver.
—Quédese tranquilo.
—Bien. Si se va para la casa, estaciónese cerca y no se mueva de allí. Y no pierda de vista la puerta. ¿Me entendió?
—Sí, señor.
—Bien. Si, en cambio, arranca para otro lado, me llama de inmediato y me avisa.
—Muy bien, señor.
Corta. Sabe que tiene que actuar con rapidez si no quiere que sea demasiado tarde.
—¿Dónde mierda dejé el número de teléfono? —maldice mientras abre el cajón superior del escritorio—. Será de Dios, carajo. Esto es un quilombo.
Revuelve con disgusto los papeles del cajón hasta dar con el que está buscando. Mira el número de teléfono que está escrito y marca mientras sigue maldiciendo.
—Qué tipo boludo, Dios mío… qué boludo.