XVIII

Francisca le abre la puerta. No dejó de mirarlo durante todo el trayecto que hizo atravesando el camino arbolado que llegaba desde la tranquera de entrada hasta la casa.

—Camila no me avisó que usted iba a venir.

—Lo sé. ¿Puede decirle que estoy acá? Me gustaría hablar con ella.

—Sí, claro. Espéreme un momento, por favor.

La mujer desaparece por el pasillo y lo deja solo. Se arrima al ventanal por el cual lo había espiado Camila cuando jugaron a la escondida y ve, allá a lo lejos, el horno de barro.

Su teléfono estuvo sonando durante todo el trayecto hasta que decidió apagarlo. Seguramente era Helena, preocupada por su demora o José en respuesta a su mensaje. No lo sabe, ni le importa. No quería hablar con nadie porque necesitaba esos minutos para pensar.

Cuando bajaba por el ascensor tuvo la sensación de que todo había concluido, pero mientras esperaba el taxi una de las frases de Paula lo asaltó de repente: «Ésta es la verdad que tenías que saber» y se dijo que si ésa era la verdad que tenía que saber, ¿cuál era la otra, la que no tenía que saber, la que ella prefería que permaneciera oculta? Y recordó lo que ningún analista debe olvidar jamás: que la verdad nunca puede ser dicha totalmente por alguien, y en esta historia, cada uno de los protagonistas puede aportar algo que el otro ha reprimido o decidido ocultar.

Javier y Paula ya le habían contado la parte de verdad que tenían a su alcance, pero supo que faltaba algo más y comprendió, entonces, que debía hablar con Camila si es que quería obtener ese otro pedazo de verdad que, ni Paula ni Javier, habían podido decir.

¿Qué sabe Camila acerca de la muerte de tu papá? —le había preguntado hace unos días a Paula.

Todo.

Ésa había sido la respuesta: Todo. Y recién ahora comprende el alcance de ese todo.

Ahora sabe que ella estuvo presente aquella noche y necesita conocer su versión de los hechos, si es que pretende aliviar su padecimiento. Por eso fue a verla. Para incitarla a hablar y de ese modo ayudarla a poner en palabras ese secreto que, hasta ahora mudo, es la causa de sus peores pesadillas. Sabe que ese secreto está detrás de eso otro, aún sin nombre para él, al que Camila llama La Voz. Ese secreto la alimenta, la hace presente y, si no puede lograr que ella lo nombre, La Voz seguirá atormentándola hasta volverla loca.

Pablo recorrió todo el trayecto viendo cómo las frases, las sensaciones y las emociones de los últimos días iban cayendo como las fichas de un Tetris. Y, como si ése fuera el juego, intentó ordenarlas para que el sentido no quedara trabado.

Se preguntó por qué Paula lo convocó a sumarse en esta historia cuando su presencia no era imprescindible y la respuesta la tuvo claramente ante sus ojos esa misma mañana, hace apenas una hora: Paula lo llamó porque deseaba confesarse.

¿Y por qué no lo hizo con José que es su analista?

No está seguro de eso, pero cree que la fuerte admiración que tiene por él puede haber generado una sensación de seguridad que ni siquiera en su análisis encuentra todavía. Después de todo, tanto Rasseri como José mismo le habían dicho que ella confiaba mucho en él.

En esa misma charla, su amigo le contó que dudó mucho antes de tomar el caso y que sostuvo durante bastante tiempo la técnica cara a cara sin poder tirar a Paula al diván. ¿Por qué? Tal vez porque, inconscientemente, no podía dejar de mirar esos hermosos ojos. De hecho, según sus propias palabras, Paula le parecía una mujer bellísima.

Es posible, entonces, que algo del orden de la contratransferencia erótica se hubiera hecho presente durante las sesiones. Y Paula no iba a hablar frente a nadie que deseara su cuerpo, de eso estaba seguro. Estaba acostumbrada a percibir el deseo hacia ella como una señal de peligro. Tal vez aquel día en su departamento, sin saberlo, lo había puesto a prueba y, quizá, su negativa a acostarse con ella fue la llave que le permitió destrabar sus resistencias y mostrarle su parte de la verdad.

Necesitaba hablar, pero no quería que sus hermanos corrieran riesgos. Había sostenido esa seguridad, incluso, a costa de su propio cuerpo. Por eso quiso tener una conversación con Javier antes de que Pablo lo viera y por eso, ahora estaba seguro, le pidió un tiempo para pensar si le permitía analizar a Camila. En ambos casos, el tiempo que pidió fue el que necesitó para hablar con ellos y asegurarse de que no dijeran lo que no tenían que decir. Pero Camila no es Javier y él, aunque reciente, es su analista. Y a esta altura se pregunta: ¿qué es lo que Paula se esfuerza en mantener oculto?

—Puede pasar.

La voz de Francisca lo saca de sus cavilaciones. Pablo agradece y sigue a la mujer por el pasillo que lleva hacia el estudio de Camila. Podría haber ido solo ya que conoce el camino, pero sabe que Francisca no va a permitírselo. A su manera, la está cuidando. Por eso al retirarse siempre dejó la puerta abierta, y por eso el comentario innecesario de la primera vez: «Yo voy a estar en la cocina».

Pablo empieza a comprender cada uno de los códigos que en ese entorno se han establecido para proteger a los chicos y resistir, lo mejor que se pudiera, los estragos que podían llegar a causar los Vanussi. Porque en su mente ya no es sólo Roberto, sino que Victoria también ha formado parte de la trama perversa. Es cierto que no lastimó ni abusó de ninguno de sus hijos de un modo directo, pero fue la cómplice necesaria sin la cual ese padre no hubiera podido disponer a su antojo de sus hijos.

Entra en el cuarto y lo recibe la carita asombrada de Camila.

—No te esperaba.

—Ya lo sé.

Se miran durante unos segundos hasta que ella se dirige a Francisca.

—Andá tranquila. Y, por favor, cerrá la puerta.

Buena señal. Confía en él.

La mujer obedece y quedan solos en el estudio. El violín está apoyado sobre el escritorio mientras ella mueve nerviosa el arco que aún sostiene con su mano derecha. Pablo percibe que algo intenta ganarse un lugar en su conciencia sin lograrlo, pero sabe que no debe hacer un esfuerzo por atraparlo, no es así como funciona. Atención flotante, se recuerda una vez más.

Camila está, como siempre, vestida con ropa amplia y cómoda y le sostiene la mirada. Cruza las piernas y apoya sus manos sobre las rodillas sin soltar el arco. La escena le recuerda el primer encuentro que tuvieron en el alero de la casa, cuando ella estaba sentada en la mecedora. El mismo gesto amistoso, pero también la misma mirada atenta, como si no quisiera perderlo de vista, como si estuviera intentando tener todos sus movimientos bajo control.

También en esa ocasión había cruzado las piernas y apoyado las manos sobre las rodillas y Pablo se pregunta dónde más ha visto esa imagen. No lo sabía entonces pero lo sabe ahora: en el cuadro rojo.

La mujer sentada en la vereda apoyada en el tapial tiene las piernas muy juntas y las manos apoyadas sobre ellas. Ése es un gesto típico e inconsciente de protección de los genitales característico de las personas que han sido abusadas o que temen serlo.

Obviamente, Camila no era ajena a lo que pasaba en su casa. Y tampoco, aunque de manera consciente no pueda aceptarlo aún, desconoce que esa mamá que tanto ama y a la que se aferra con desesperación, tuvo mucho que ver en todo esto.

Ahora entiende el porqué de aquella aparente contradicción.

Aún tengo grabada su voz —le había dicho en una de sus charlas. Sin embargo luego se había quejado de que, a pesar de ser músico, le ocurriera que cada día que pasa, esa voz, se le olvida más.

He allí el intento defensivo de su mente, fragmentar el recuerdo en dos. Guardar y mantener la voz dulce de la madre protectora y expulsar la otra voz, la de la madre cómplice… ¿La Voz? ¿Sería Victoria y no su padre la que venía a amenazarla aquellas noches para encerrarla en su cuarto mientras él gozaba sádicamente de sus hijos?

No lo sabe y no es aún momento de preguntárselo. De algún modo entiende que Camila todavía necesita de esa madre buena y él va a respetar eso.

Vuelve a mirarla y comprende la causa de la dualidad que le generó en cada encuentro. Camila ha hecho también de sí misma dos personas diferentes. Por un lado intenta mantener la imagen de un cuerpo aniñado disimulando las curvas que empiezan a notarse, los pechos y las caderas que anticipan la mujer hermosa en la que se está convirtiendo. Por eso la ropa amplia que no deja entrever su cuerpo sexuado. En su inconsciente, si su cuerpo permanece siendo el de una niña, puede que no llame la atención del abusador. Y por el otro su nivel de pensamiento y responsabilidad más acordes a los de un adulto que a los de una adolescente. Eso que técnicamente se llama «pseudomadurez» y que es también un indicador de violencia.

Camila necesitó armarse un mundo propio y cerrado en el que nadie pudiera entrar. De allí que el violín, su talento y su capacidad de estar durante horas estudiando a solas escondían y justificaban lo que en realidad era una actitud retraída y la búsqueda del aislamiento. No tiene dudas acerca de la presencia de una depresión encubierta. Todos estos síntomas, incluida la enuresis espontánea que apareció cuando tuvo que enfrentar una situación de angustia, dan cuenta de su miedo a ser también, como sus hermanos, víctima de la violencia sexual y física de sus padres.

Se sienta enfrente de ella y le habla suavemente.

—Camila, tenemos que hablar.

Es cierto que es una chica diferente. Por eso, no necesita decir más para que entienda.

—¿Ya?

—Sí, ya.

Asiente.

—Vos me dijiste que Javier nunca pudo hacer nada, excepto aquella noche. Quiero que me cuentes qué pasó esa noche.

Camila baja la mirada y se queda unos segundos en silencio.

—Antes debo contarte algo que ocurrió a la mañana.

—Contame.

—Mi papá había estado viniendo casi todos los días. No era habitual que hiciera eso. Por lo general dormía en otro lado y sólo aparecía una o dos veces por semana. Pero cada tanto le agarraba por venir. Esos días eran los peores. —Lo mira—. Pablo, no te enojes, pero yo te mentí cuando hablamos antes.

—¿En qué?

—Te dije que mi papá hacía muchas cosas malas, que les pegaba a mis hermanos.

—¿Y no era así? —ella asiente—. ¿Entonces?

—Pero eso no era todo lo que hacía. Hacía unos cuantos años que yo entendía lo que pasaba en esas noches en las que se emborrachaba y se quedaba en casa. Todos intuíamos a la tarde que se iba a quedar y que…

—¿Y qué?

—Me da vergüenza decirlo.

—No tenés por qué tener vergüenza. No eras vos la que hacías algo malo —percibe su resistencia a hablar del tema y cree comprender de dónde viene—, tampoco tus hermanos hacían nada malo.

Su gesto se relaja.

—A mi papá… le gustaba acostarse con mi hermana. —La voz le tiembla y los ojos se le llenan de lágrimas—. Mi papá… era un hijo de puta. Yo notaba durante la cena la cara de angustia de Paula. Ella también sabía lo que le esperaba. ¿Cómo puede ser, Pablo? ¿Cómo puede un padre hacer eso?

¿Qué puede responderle Pablo? Nada. Por eso hace lo mejor que puede hacer. Se queda en silencio.

—Pobrecita, Paula… al otro día le costaba mirarme a la cara. Ella sí que se moría de vergüenza, pero yo sabía que no podía evitarlo.

Pablo la comprende. Es común que en los delitos sexuales la víctima se sienta culpable y avergonzada, y los abusadores cuentan con eso. Es un agregado a su morboso placer.

—Javier también lo sabía —continúa—. A pesar de su estado, mi hermano es inteligente y creo que por momentos comprendía lo que pasaba.

Pablo no va a decirle que está seguro de eso, que también Javier fue abusado por su padre y tal vez, piensa a esta altura, por su madre. No es ése un dato que él tenga que darle.

—Yo me encerraba en mi cuarto y prendía el televisor. Pero me costaba dormirme… no sabés con qué ganas esperaba la llegada de la mañana… de día todo parece tan distinto. Hasta que esa mañana…

—¿Qué pasó esa mañana?

Respira profundamente antes de hablar.

—Yo me había levantado temprano y estaba desayunando en la cocina antes de empezar a estudiar. Tenía unos pasajes difíciles que resolver y, además, no había dormido en toda la noche, por eso no esperé a que llegara Francisca a prepararme el desayuno.

Se detiene. Pablo comprende que necesita ayuda para continuar.

—¿Y entonces?

—Mi papá apareció y se calentó un café. Yo estaba mirando una partitura mientras desayunaba y lo sentí acercarse. Se paró detrás de mí y me acarició el pelo.

Se calla unos segundos y la angustia y la rabia le inundan la mirada.

—«Cami —me dijo—, te estás poniendo grande… y estás muy linda».

—¿Y vos qué hiciste?

—Nada. Me quedé quieta, paralizada hasta que se fue. Después me fui a mi estudio y me puse a estudiar.

—¿Pudiste?

—Sí.

El estudio. Su refugio sintomático.

—Se me nublaba la vista pero yo seguía tocando y tocando. Con más fuerza que nunca, con más bronca que nunca. No salí en todo el día de mi estudio. —Nuevamente, la habitación del pánico—. Hasta que llegó la noche.

Pablo no puede evitar descargar bajo la forma de un suspiro la tensión que viene conteniendo. Sabe que en unos momentos Camila descorrerá el velo y tendrá toda la verdad delante de él y asume que, como lo sospechó desde un principio, puede no gustarle lo que encuentre.

—Cenamos y papá le dijo a Francisca que se fuera a su casa. Ella intentó quedarse con la excusa de dejar todo limpio, pero él se lo impidió. Antes de irse me miró como disculpándose, y yo me di cuenta de su sentimiento de impotencia. No podía protegernos. Nadie podía protegernos. Estábamos solos ante él.

Y el ogro estaba demasiado cerca, recuerda Pablo.

—Me fui a mi cuarto, pero esa noche no encendí el televisor ni puse música. Yo había visto cómo me miró y eso no me dejaba en paz. No podía sacarme de la cabeza ni su mirada ni el recuerdo de su mano acariciándome el pelo. —Se detiene un instante—. Hasta que empecé a escuchar los ruidos, los de siempre, porque ni siquiera se tomaba el trabajo de disimular lo que pasaba. Creía que a él no podía ocurrirle nada —lo mira—, pero se equivocaba.

Hace apenas un rato, en casa de Paula, Pablo había creído llegar a la verdad. Ahora sabe que no es así y Camila ya se lo había dicho, sólo que él no había podido escucharlo: «las cosas no son lo que aparentan… puertas para dentro todo ha sido muy distinto».

—En un momento escuché los gritos de Paula pidiéndole que parara, que por favor no lo hiciera más. Yo me levanté creyendo que mi papá la estaba… violando.

—Y no era así.

—No. Él estaba pegándole a Javier con el cinto. Mi hermano estaba acurrucado en un rincón cubriéndose la cabeza y llorando y Paula intentaba detener a mi papá. Él tenía algunos arañazos en el cuerpo y había un cuchillo manchado con sangre a los pies de la cama. —Se detiene. Resiste la angustia y sigue hablando—. Al final ella logró calmarlo y él la abrazó y empezó a tocarla. Fue horrible. Era como si lo sucedido lo hubiera excitado aún más, y Paula no podía negarse a nada si no quería que volviera a golpear a Javier. En un momento nos cruzamos la mirada. Ella me rogaba con los ojos que me fuera, que no viera lo que estaba por pasar.

—Pero vos te quedaste.

—Sí.

—¿Y qué viste?

Lo mira.

—Todo.

No necesita preguntarle más acerca de eso. No quiere someterla a que describa una situación perversa y siniestra, pero sí hay algo que necesita saber.

—¿Y por qué te quedaste?

—Porque estaba cansada de imaginar lo que pasaba y tenía que verlo sin perderme ningún detalle. —Pablo la mira interrogante—. Porque aquella mañana comprendí que eso era lo que me esperaba si nadie hacía algo. O negarme y ser golpeada como Javier, o… o dejarme violar como mi hermana.

La tensión es enorme. Puede sentirla. Pero Camila no va a detenerse. Pablo recuerda algo que ella le dijo: «A mí no iba a tocarme nunca», y aunque el horror lo paraliza, intuye el desenlace.

Camila comprendió que ni Paula ni Francisca iban a poder defenderla del horror por mucho tiempo más y que si no quería ser una más de las víctimas de su padre iba a tener que hacerlo sola. Pero era apenas una nena.

«Tal vez si fuera hombre me hubiera gustado tener un instrumento más grande. Las manos de un hombre, sus dedos, todo en él es más grande, más fuerte».

Seguramente deseó tener la fuerza de un hombre para poner fin a todo eso, pero sólo contaba consigo misma.

—Y en ese momento tomaste una decisión.

Ella asiente.

Él mismo se lo había dicho a Paula: si el asesino pudo ser su hijo, ¿por qué descartar a la hija? No estaba errado, sólo que se había equivocado de hija.

—Camila —intenta ser contenedor—, es necesario que me cuentes cómo lo hiciste.

Se toma unos segundos antes de hablar. Busca aire, se seca las lágrimas con el puño de su campera de gimnasia y llora. Pero no es un llanto angustiado, es un llanto de enojo.

—Cuando todo terminó me fui a mi cuarto y me quedé sentada en la cama un rato largo, hasta que escuché unos ruidos en la cocina. Entonces me levanté y me asomé. Mi papá estaba desnudo, medio borracho con un vaso de whisky en la mano. Tenía la frente apoyada sobre la mano izquierda y con un dedo hacía círculos con el hielo.

Yo lo miré y supe que nunca jamás iba a encontrarlo tan indefenso, que era esa noche o nunca.

Fui hasta la habitación intentando no hacer ruido y levanté el cuchillo del piso. Javier aún estaba tirado y Paula parecía dormida. Respiré profundo y fui hacia la cocina. Él escuchó mis pasos a su espalda.

¿Quién es? —me preguntó.

Soy yo, Camila —le dije.

Él se sonrió y me dijo:

Cami… ya estás grande.

Y yo le respondí:

Sí, papá. Ya estoy grande.

Entonces me acerqué y me di cuenta de que tenía que ser muy precisa, porque si fallaba, iba a matarme… o algo mucho peor. ¿Sabés lo que es la arteria carótida?

—Sí.

—¿Viste? Para algo sirven las clases de biología —intenta sonreír sin conseguirlo—. La profesora nos explicó que por allí pasa la sangre, nos enseñó a identificarla rápidamente tomándole el pulso a un compañero. A ochenta pulsaciones por minuto —nos dijo a modo de chiste—, un corte justo haría que una persona se desangrara en dos minutos… Es decir que era cuestión de cortar justo y escapar. Eran sólo dos minutos. Si lo hacía con rapidez no iba a tener tiempo de hacerme nada. Pero sólo tenía una oportunidad. Debía encontrar el pulso con los dedos de la mano izquierda y cortar casi al mismo tiempo. Sabía que no necesitaba fuerza, solamente precisión.

Pablo mira el arco que se mueve entre los dedos de Camila y ahora sí le encuentra un sentido a sus palabras: «… Los dedos de la mano izquierda sólo deben ser ágiles y sensibles. El secreto está en la mano derecha».

—Y vos fuiste precisa.

—Sí. La cabeza inclinada sobre la mano me dio la oportunidad que necesitaba de ubicar la arteria de un solo toque. —Se detiene—. Y corté. Fue muy fácil. Apenas si protestó. Se dio vuelta, intentó detener la sangre con su mano y me miró. Yo salí corriendo hacia el cuarto y grité llamando a Paula.

«… muchas veces me refugié y me sentí protegida por ella», recuerda.

—Pero él no me siguió. Tuve que sacudir a mi hermana para despertarla y temblando le conté lo que había hecho. Le costó reaccionar, como si no entendiera o no pudiera creer lo que le estaba diciendo. Entonces tomó el cuchillo, me dio la mano y fuimos hacia la cocina. Pero él no estaba. Creo que comprendió enseguida que necesitaba ayuda urgente y que ninguno de nosotros iba a dársela. Por eso salió de la casa, en busca, seguramente, de algún coche que pasara por la ruta. No fue difícil seguir su recorrido hasta la puerta de casa porque dejaba un rastro de sangre a cada paso que daba. Pero afuera se hizo más difícil. La noche estaba nublada y los árboles volvían el camino aún más oscuro.

No fue a lo de Francisca —me dijo Paula segura. Se ve que creyó que papá sabía que tampoco ella iba a ayudarlo—. Vamos hacia la tranquera.

Y así lo hicimos, mirando para todos lados hasta que lo encontramos. Allí —señala por la ventana—, cerca de esos pinos. Yo estaba temblando. Paula debe haberlo notado, porque me abrazó y me dijo que no tuviera miedo, que ella iba a sacar el cuerpo de allí. Pero yo la notaba confundida. Ella tampoco estaba bien. Así y todo, volvimos a la casa y entre las dos acostamos a Javier en su cama. Sacó una pastilla de su cartera y me la dio.

¿Qué es? —le pregunté.

Tomala, te va a relajar y te va a hacer dormir.

—Yo la tomé y ella se quedó sentada acariciándome la cabeza hasta que me dormí.

—¿Y después?

—Después… nada. Me desperté al otro día, me levanté y no había rastros de lo sucedido a la noche. Supongo que Paula se encargó de todo, porque me pidió que no le preguntara nada, que cuanto menos supiera mejor. Me aseguró que no iba a pasarme nada y yo le creí. Y así fue, hasta hace unas semanas.

Lo mira sabiendo la gravedad de lo que acaba de contarle.

—Sé que lo que hice es horrible… pero nadie más podía terminar con eso.

Paula ya se lo había dicho: «Camila es la única que supo hacer las cosas bien». Y ahora comprende aquella otra frase: «tené mucho cuidado con ella».

Había sido al mismo tiempo, una amenaza y una súplica. Le estaba avisando que Camila era capaz de actos peligrosos, pero también le pedía que no la denunciara y que la protegiera. Y eso es, lo decide en un segundo, lo que va a hacer.

—Te entiendo, Camila. —Sabe que un analista no debe emitir juicios de valor acerca de los actos de sus pacientes, pero no puede contenerse—. Hiciste lo mejor para todos.

Ella lo sabe, por eso ya no se siente en deuda con Paula. Porque es ella la que puso fin al calvario de los tres. Paula no volverá a ser abusada, Javier no tendrá que soportar más golpes y ella… ella evitó ser el nuevo juguete sexual de su padre. A un costo altísimo. Un costo que Pablo está dispuesto a ayudarla a soportar.

Camila apoya el arco en el atril, relaja sus piernas, quita las manos de las rodillas y las extiende hacia él.

—Abrazame, por favor.

Y, como lo hiciera cuando la rescató de su escondite la vez anterior, Pablo la abraza de un modo fuerte y protector. Y Camila llora. Ahora sí, con un llanto angustiado que lo conmueve. Porque es un llanto desgarrado, y, en ese desgarro, ella grita de dolor por cada uno de esos gritos contenidos durante tanto tiempo. Y él no va a taparlos con Mozart ni Beethoven. Por el contrario, va a escucharlos e intentará darles un lugar y un sentido en la verdad de su historia.

Media hora después cruza la tranquera. Tal como suponía, el taxi no lo está esperando. Eso no lo sorprende, pero lo que sí no esperaba es encontrarse con el hombre de ojos claros que, desde adentro del Peugeot 504 negro, le abre la puerta del acompañante.

—Suba —le ordena—. Tenemos que hablar.

Sin saber muy bien por qué, Pablo sube.