IV
—No fue fácil vivir en esta familia.
La sentencia de Camila es fatal.
—Contame.
No se hace rogar. Es como si desde hace mucho tiempo estuviera esperando para sacarse esto de adentro.
—Imaginate, sin mamá, con un hermano loco y un padre que… —lo mira— prefiero no hablar de él todavía. Las cosas no siempre son lo que aparentan. Vista desde afuera, esta es «la casa grande» o «la mansión de los lindos», como la llaman los vecinos. Pero puertas para adentro todo ha sido muy distinto.
Pablo nota algunas cosas. En primer lugar que ese padre aún la angustia, en segundo lugar que ha omitido a Paula de la lista de su familia y, por último, que acota el tiempo del infierno: «Puertas adentro, todo ha sido muy distinto». ¿Ha sido? ¿Desde cuándo y hasta cuándo?
Cree tener la respuesta a esas preguntas. Está convencido de que el infierno empezó con una muerte y terminó con otra. Pero debe constatarlo.
Despacio —se dice a sí mismo—, despacio.
—Como quieras. Si preferís no hablar de tu papá, no hables pero decime, ¿por qué dijiste sin mamá? Porque hubo un tiempo en el que hubo una mamá ¿o no?
Piensa un instante y sus ojos se humedecen.
—Claro que la hubo. Pero fue hace tanto.
—De todos modos, imagino que tendrás algún recuerdo de ella.
Lo mira.
—Lo recuerdo todo. No me olvidé de uno solo de los momentos que compartimos. —Se detiene y busca algo en el estuche de su violín. Saca una fotografía—. Ésta era mi mamá.
Pablo observa la foto y algo le llama la atención, aunque no sabe qué. De todas maneras intenta disimular su confusión.
—Era muy hermosa.
—¿Sabés? Hay una sola cosa que me pasa y que cada vez me duele más.
—¿Qué es? —pregunta mientras deja la foto sobre el escritorio.
—Parece mentira que me ocurra esto justamente a mí, que soy músico. Pero… cada día que pasa se me olvida más su voz. —Agacha la cabeza y aprieta sus manos entre las rodillas en un gesto tenso y angustiado—. Es horrible.
—¿Olvidar su voz?
—Sí. Y saber que nunca más voy a escuchar mi nombre dicho de esa manera.
—¿De qué manera?
—De la manera en la que lo dice una mamá, con ese modo que te permite sentirte hija. —Aparecen algunas lágrimas—. ¿Sabés? Yo creo que dejé de ser una nena la última vez que mi mamá pronunció mi nombre.
Pablo la entiende. Sabe que es así. Camila ha perdido su derecho a ser tratada como hija junto con su madre. Pero esa angustia dice algo más. Tal vez no sea sólo eso lo que perdió con la muerte de Victoria. Quizá haya algo aún más profundo y doloroso que quedarse sin mamá a los cinco años: quedarse sin inocencia. Quiere preguntar por eso, pero se detiene.
Despacio, Pablo, despacio.
Por suerte, ella retoma la palabra e irrumpe con un recuerdo feliz. Se está resistiendo a la angustia. No lo sorprende. Es la psiquis de una niña que se defiende del dolor.
—Mi mamá amaba el arte. Pintaba muy bien y escuchaba música todo el tiempo. A mí me enseñó a disfrutarla desde que nací, según me cuentan, desde antes. Cuando estaba embarazada de mí se sentaba horas en la mecedora a escuchar a Bach. Era su músico preferido.
Por lo visto, no es casual que Camila empiece cada mañana con el concierto en La menor de Bach. Es una manera de tener a su madre con ella, o tal vez, de revivir un recuerdo antiquísimo, intrauterino quizás. Está convencido, además, de que aquella mecedora es la misma que está bajo el alero, la que ella usa ahora para descansar y pensar. Es evidente que ha encontrado algunos mecanismos para conservar esta relación con su madre más allá de su muerte. Debe sentirse muy sola. Y desprotegida.
—Ella solía ir a los conciertos y desde que yo tenía dos años me llevaba con ella. A la gente le parecía raro ver entrar a una nena de dos años a una sala de conciertos. Supongo que muchos se pondrían de mal humor pensando que yo iba a interrumpir, a moverme y molestar.
—Pero no pasaba nada de eso.
—Nada. Para mí era como compartir un mundo mágico con mi mamá.
De pronto sus ojos vuelven a humedecerse.
—¿Qué recordaste?
—El último concierto que compartimos juntas. Yo estaba por cumplir cinco años. Fue en un viaje a Europa. Mi mamá me llevó a escuchar a Venguerov. Mamá estaba muy emocionada. Me dijo que iba a escuchar al mejor violinista del mundo y que no me iba a olvidar jamás de esa noche. Tenía razón. Fue algo… —hace un gesto acariciando su pecho con la mano en forma circular— no te lo puedo explicar con palabras. Después del concierto fuimos a comer, pero ninguna de las dos probó bocado, estábamos demasiado emocionadas. Sentada en esa confitería le dije a mi mamá que quería ser violinista. Ella me abrazó y se puso a llorar, y yo le prometí que algún día iba a tocar ese concierto para ella.
—¿Recordás cuál era ese concierto? —pregunta Pablo, tan sólo para escuchar una respuesta que ya intuye.
Camila lo mira, baja la vista y sonríe.
—Claro. El concierto en Mi menor de Mendelssohn.