XIX
—Te confieso que no sabía que tenías tantos conocimientos de psicología forense.
—Yo tampoco.
—¿Qué querés decir?
—Que más allá de lo que vimos en la facultad, jamás me especialicé en el tema. De modo que mi ignorancia es casi completa.
—Sin embargo te manejaste bastante bien…
Pablo lo mira con la copa en la mano.
—Bermúdez nos recibió por obligación y no estaba dispuesto a decirnos nada. Por el contrario, su único interés era hacernos sentir como dos boludos universitarios que iban a salir corriendo en cuanto les mostrara la primera gota de sangre. Todo su speech acerca del rostro de sus muertos, su soledad, la crueldad de sus asesinos y el tormento de esos últimos instantes de vida fue realmente efectivo y te juro que, al principio, logró su cometido.
—Es cierto. Es más que claro que quiso intimidarnos. ¿Pero cómo sabía que no éramos forenses?
—Porque alguien debe habérselo dicho.
—¿Quién?
Piensa unos segundos.
—Buena pregunta. Gitano, somos analistas y por eso sabemos que lo importante no es apurarse en obtener respuestas sino abrir interrogantes. Hay varias opciones para responder a éste, pero no nos apuremos y pensemos un poco antes de hacerlo.
—Bermúdez, ¿te pareció confiable? —pregunta mirando fijamente a Pablo.
—Efectivo. Es un hombre que conoce su trabajo.
—Yo creo que sabe mucho más de lo que dijo.
—Eso es evidente, aunque no sé si lo sabe o simplemente lo sospecha. Y tampoco sé el motivo por el cual lo calla.
—Sólo hay tres opciones. O está involucrado, o le ordenaron que no se metiera o tiene miedo de las consecuencias que podría tener para él hablar con alguien de eso que sabe.
—¿Te jugás por alguna? —José niega con la cabeza—. Yo tampoco.
—¿Cómo supiste que el caso de esa chica no estaba resuelto todavía?
—No lo supe, lo deduje.
José lo mira entrecerrando un poco los ojos.
—¿Podés ser un poco más claro, la puta que te parió?
Pablo sonríe y asiente con la cabeza.
—Vos estuviste dentro de esa oficina conmigo. Decime lo que viste.
—Nada que no esperara ver. Una habitación oscura, un poco asfixiante y con olor a cigarrillo. A la izquierda un mueble repleto de carpetas y hojas sueltas, el piso bastante sucio, las paredes húmedas y descascaradas. No sé que más decirte.
—¿El perchero?
Se encoje de hombros.
—Nada raro. Apenas un saco mal colgado y una corbata roja que tocaba el suelo con la punta.
Pablo asiente.
—¿Y el escritorio?
José toma un poco de vino antes de responder.
—En perfecta armonía con el resto.
—Lo cual quiere decir…
—Hecho un despelote. Un cenicero rebalsando de puchos, una taza de café a medio terminar, lapiceras desparramadas, un sobre de cuerina azul que, intuyo, contenía los documentos del auto y unos bollitos de pañuelos descartables usados. —Se detiene—. Ahora que lo pienso, un verdadero asco.
—Exacto. —José lo mira interrogante—. Sólo una cosa en ese ambiente estaba bien guardada, prolija y obsesivamente ordenada: esa carpeta que sacó del cajón derecho de su escritorio y que contenía las fotos que nos mostró. Incluso, a pesar del descuido con el que aparentó tirarlas sobre el escritorio, no pudo evitar desparramarlas en un cierto orden. En el mismo orden, según pude percibir, en el cual las guardó después. —José asiente—. ¿Y sabés por qué tomé la foto de la chica violada y no otra?
—Supongo que porque fue la más impresionante de todas.
—No. Imagino que a lo largo de su carrera Bermúdez debe haber visto cosas tanto o más horribles que ésa y que, de haberlo querido, podría habernos mostrado fotos mucho más espantosas.
—¿Entonces?
—Porque fue la que eligió para darnos el golpe de gracia, la última que iba a enseñarnos. Y creo que pensó que era la que más nos iba a conmover porque en realidad es la que, en este momento, más lo conmueve a él.
—Un puro mecanismo de proyección.
—Exacto. Por alguna razón, no pudo evitar mostrarnos su angustia. Entonces deduje que esa carpeta estaba tan cuidada y a mano porque no puede dejar de mirarla. Seguramente la toma cada vez que se queda solo en su oficina buscando respuestas que no puede encontrar. Y eso me sugirió tres cosas. La primera, que Bermúdez es un buen policía, comprometido con su trabajo. La segunda, que su angustia desnuda algo de su autoestima profesional herida. Y la tercera, que esto sólo era posible si esa carpeta que abrió para nosotros contenía los casos que continuaban impunes. Sólo le faltaba el encabezado en el frente: «Crímenes no resueltos» o, si te gusta más, «Los fracasos de Bermúdez».
José permanece en silencio procesando lo que acaba de escuchar.
—Una brillante deducción, debo reconocer. Pero ¿y si te hubieses equivocado?
—Habría sido un papelón. Él hubiera corroborado que, efectivamente, éramos dos pelotudos, no nos hubiera dicho nada y, tal vez, se hubiera divertido un rato con nosotros. Pero valía la pena correr el riesgo. Nuestra posición era ya suficientemente desventajosa, de modo que no creo que hubiera empeorado demasiado.
—Explicame un poco por qué dijiste lo que dijiste acerca del rostro de la víctima.
Ahora es su turno de tomar un poco de vino antes de continuar.
—Un esfuerzo de identificación. Simplemente intenté ponerme en el lugar de Bermúdez, meterme dentro de su piel. ¿Qué siente cada vez que la mira? ¿Qué le dicen esos ojos, ese único rasgo humano que ha quedado en esa cara destrozada? Estoy seguro de que la culpa por no haber encerrado al asesino no le permite mirar otra cosa que no sean esos ojos que deben perseguirlo constantemente y que le hablan del miedo y del horror. Un miedo y un horror que no sé si la víctima llegó a sentir, pero que seguramente Bermúdez imagina.
—¿Y el resto… lo que dijiste acerca de la mujer implicada en el crimen?
Pablo sonríe.
—Solía ver un programa de televisión de psicólogos forenses. Cada vez que un acto era llevado a cabo con demasiada crueldad, incluían como hipótesis la posible presencia de una mujer despechada. —José lo mira atónito—. Bueno… para que no digan que la televisión no es cultura —bromea Pablo.
—¿Y no tenés miedo de haber desviado la investigación generando una hipótesis equivocada?
—No. Te repito que Bermúdez es un buen policía. Un hombre con experiencia que no compraría tan fácilmente pescado podrido. Lo que dije fue sólo una hipótesis más, que puede o no ser cierta. En todo caso, sólo amplía la búsqueda.
Asiente.
—Y una última pregunta: ¿Por qué no quisiste ver la foto de Vanussi?
—Por dos motivos. El primero es que no estoy preparado para sacar ninguna conclusión de un cadáver que estuvo tres meses sumergido en un arroyo y que debe estar totalmente podrido.
—¿Y la segunda?
—Tenía miedo de ponerme a vomitar.
José se ríe y Pablo lo imita. Necesitan descargar tanta tensión. No son hombres acostumbrados a estas cosas y, a pesar del esfuerzo, sus psiquis lo notan. De pronto. José se pone serio.
—Pablo, voy a hacerte por segunda vez en pocas horas la misma pregunta. Ahora que tenés más datos sobre el hecho, ¿pensás que Javier Vanussi es el asesino de su padre?
También el gesto de Pablo se endurece y siente el escalofrío que lo recorre antes de responder con una única y fatal palabra.
—No.