VI
Nueve de la mañana. El día es fresco pero soleado. La fachada de la clínica le recuerda aquellas casas parisinas que tanto le gustan, construida, en época de glorias pasadas en las que Buenos Aires anhelaba encontrar ese rasgo europeo que la diferenciara del resto en un intento desesperado por ser aquello que no era. Y en parte lo ha logrado. Algunos de sus barrios crean la ilusión de pertenecer a las ciudades más pujantes del mundo. Caminar por Federico Lacroze rumbo a la Avenida del Libertador genera un impacto con su belleza y opulencia. En esta zona, todo parece diferente. Y allí está ubicada la Clínica Ferro.
Su dueño y fundador, el doctor Rubén Ferro, es ya un hombre grande que, cuando joven, supo hacerse una reputación importante. Fue uno de los primeros en comprender que la locura no sólo era una desgracia sino que también podía ser un gran negocio. El avance feroz de la farmacología psiquiátrica y la vergüenza que a la mayoría les causa la presencia de un enfermo mental en el seno de su familia fueron fundamentales a la hora de su éxito.
Con la misma fingida comprensión con la que un empleado de cochería apela a ese último gesto de amor que podemos tener por un ser querido para vendernos el cajón más caro, Ferro convencía a la familia de sus loquitos, como él los llamaba, de que no había mejor lugar para que fueran internados (o escondidos) que su clínica. Cobraba un precio muy alto por las conciencias de sus clientes. Pero así funciona esto.
Sin embargo, con el tiempo su actitud fue cambiando. Tal vez la fortuna ya alcanzada, tal vez la madurez personal, o a lo mejor, el cercano y permanente contacto con el dolor, hicieron de él un profesional muy diferente del que era en sus comienzos: alguien que pone todo su esfuerzo e interés en hacer algo por la salud de sus pacientes. Elige a sus empleados con mucho esmero e incluso hace todo lo posible por darles una capacitación acorde a sus nuevas exigencias. Dentro de ese marco intentó más de una vez contratar a Pablo para que dictara algún seminario de formación, pero él se negó siempre, a pesar de que hoy por hoy siente un profundo respeto por Rubén Ferro.
Apenas media hora después de cortar con él, Helena lo había llamado para decirle que el doctor Rasseri lo estaría esperando a primera hora por pedido especial de Ferro. Él mismo se había excusado por no poder estar presente en la reunión y le había pedido a Helena que organizara un almuerzo con Pablo para que pudieran conversar con el tiempo que ambos se merecían. Todo tiene un precio, pensó Pablo al enterarse.
Pero lo cierto es que aquí está ahora. Sube los cinco escalones de mármol que conducen a la entrada e ingresa. El lugar es muy agradable. Decorado con buen gusto, muestra una sobriedad que, sin embargo, no pierde calidez. Algunos sillones modelo Barcelona de cuero blanco están ubicados como al azar de una manera estratégicamente pensada. La iluminación también es cálida y una cortina deja pasar la luz natural a través de un ventanal que da al jardín.
Mira alrededor e identifica un mostrador. Detrás de un cartel que indica «Informes», una joven le sonríe amablemente. La percibe un poco nerviosa.
—Buenos días. Tengo una cita con el doctor Rasseri.
—Sí, claro. Un momento por favor. —La joven aprieta uno de los botones del conmutador—. Doctor Rasseri, el licenciado Rouviot está aquí… Por supuesto… No, no se moleste, yo lo acompaño.
Pablo le sonríe y ella parece sonrojarse.
—Disculpe, es que soy una gran admiradora suya. Leí todos sus libros. Lo felicito. Su manera de abordar la teoría es muy original y creo que a muchos nos ha influenciado con sus ideas, incluso a algunos que dicen no haberlo leído.
Rouviot agradece cortésmente. Está acostumbrado a este tipo de comentarios, esos que se hacen en privado. Públicamente todo es diferente y no son muchos los que se atreven a confesar que lo leen y mucho menos a manifestarse de acuerdo con sus teorías.
Pablo la sigue por un luminoso pasillo que pega algunas vueltas hasta llegar a una oficina. La joven golpea la puerta y espera hasta que, del otro lado, una voz los invita a pasar.
Rápidamente echa una ojeada al consultorio. Amplio, con piso de pinotea y paredes blancas. Una ventana que da a la calle y un suave aroma a café le dan la bienvenida. El ambiente es cálido y amable. Sólo en una de las paredes, los infaltables diplomas que dan cuenta de lo mucho que ha estudiado el doctor Rasseri rompen la armonía del lugar.
Detrás de un escritorio de roble, un hombre de unos sesenta años le sonríe, se pone de pie y le estira la mano.
—Es un placer conocerlo, licenciado. Por favor, tome asiento.
—Muchas gracias.
—¿Gusta tomar algo?
—Un café. Amargo y fuerte, por favor.
Rasseri asiente y se dirige a la joven.
—Luciana, si es tan amable.
—Por supuesto, doctor —dice ella y se retira.
Pablo siente el deseo de darse vuelta para mirarla, pero se contiene. Rasseri, sin embargo, parece notarlo y sonríe divertido.
—Es muy hermosa, ¿no le parece? —Pablo asiente en silencio—. Y tiene una gran admiración por usted. Cuando le dije que vendría hoy, se puso muy nerviosa. Está iniciando su carrera de psicología y parece ser que sus teorías le parecen muy seductoras.
—Idea que probablemente usted no comparta.
Rasseri sonríe.
—Usted sabe que no siempre los psicólogos y los psiquiatras andamos por el mismo camino. Pero debo confesar que aquí, por pedido explícito del doctor Ferro, la mayoría ha leído sus trabajos. Incluso yo.
—No es tampoco una obra tan extensa, ni tan importante.
—Es posible. Pero sí bastante molesta para algunos de sus colegas.
—Y eso parece resultarle divertido.
—Sucede que el mundo de los psicólogos no deja de asombrarme. En una sola ciencia, si es que el término fuera pertinente, han logrado dividirse de manera inexplicable. Cognitivos, gestálticos, sistémicos, psicólogos grupales, psicodramatistas, y, por supuesto, ustedes, los psicoanalistas, algo así como la elite que mira por encima de los hombros al resto del mundo «psi». Incluidos a nosotros los psiquiatras.
—Doctor, me gustaría creer que eso es parte del pasado. Creo que hoy tenemos la posibilidad de respetarnos y trabajar juntos. Aunque es cierto —agrega mirándolo a los ojos— que no todos han podido correrse de esta vieja controversia.
Pablo siente que Rasseri está molesto. Seguramente Ferro lo ha obligado a madrugar para recibir a un psicólogo que le ha despreciado innumerables invitaciones y al que supone soberbio y egocéntrico. Tampoco él se siente a gusto, pero no ha ido allí en busca de placer, sino de información. Nunca se caracterizó por su diplomacia y ésta no es la excepción.
—Doctor, imagino que éste no debe ser el mejor plan para su día, y le juro que no tengo intenciones de molestarlo ni robarle más tiempo del necesario. Sinceramente le agradezco que haya acomodado sus horarios para poder recibirme ya que lo imagino un hombre con muchas ocupaciones.
Rasseri lo mira.
—Es usted más joven de lo que creía.
—Tomaré eso como un cumplido.
—Hágalo. Yo sé bien lo que cuesta posicionarse en un medio tan difícil. Pero permítame decirle que se equivoca en su apreciación. Cuando el doctor Ferro me pidió que lo recibiera hoy, sentí una gran curiosidad y tenía muchos deseos de tener este encuentro.
«Cuánta razón tiene Lacan», piensa Pablo. «La palabra pacifica».
—Se lo agradezco, y permítame decirle algo. Ya se habrá dado cuenta de que no soy un hombre que se esfuerce por caer bien —Rasseri asiente—, y le juro que siento un gran respeto por el trabajo que ustedes realizan en este sitio. La gente suele pensar en la locura de una manera poética e idealista. Creen que ser loco es algo maravilloso, que todos los genios lo han sido y le adjudican una prensa favorable que, personalmente, no comparto. Pero nosotros sabemos cuánto se sufre en esas patologías. Sabemos que los artistas que han padecido estas enfermedades han sido grandiosos no por su locura, sino a pesar de ella. Vemos a los pacientes lastimarse, pegarse contra las paredes o gritar acurrucados en un rincón de una habitación acolchada o de su propio cuarto. Por eso, le juro que yo sé perfectamente lo que hacen acá y con cuánta dedicación el doctor Ferro y todo su equipo se han abocado a hacer algo por esa angustia. Le doy mi palabra de que no tiene enfrente a un enemigo, sino a alguien que, por otro camino, ha intentado encontrar algunas respuestas para tanto dolor. Obviamente que por nuestras diferencias técnicas y teóricas, la mayoría de mis pacientes están en un estado mucho menos límite y desesperado que los suyos, pero créame que también sufren, y mucho.
Pablo lo mira y se encuentra con los ojos firmes de Rasseri. Su mirada se ha suavizado y en ese rostro duro aparece algo parecido a una sonrisa.
—No sé si creerle y empezar a tenerle cariño o si se está riendo de mí.
—Créame que jamás haría eso. Su tiempo es muy valioso, y el mío también, como para perderlo en actos de cinismo, ¿no le parece?
Rasseri asiente.
—Licenciado…
—Pablo, por favor.
—Gracias —pausa—. Pablo, dígame en qué puedo ayudarlo.
—Sé que usted está a cargo del tratamiento de Javier Vanussi, ¿verdad?
—Sí.
Los golpes en la puerta los interrumpen.
—Adelante.
—Permiso —se disculpa Luciana. Entra y deja un café frente a Pablo. Él agradece y la mira con detenimiento casi por primera vez. Es hermosa. Si bien su gesto está algo tenso, esa tensión no alcanza a afear ni un poco sus rasgos casi perfectos. Una mirada gris y algo tímida que atraviesa unos lentes sin marco se le clava en los ojos antes de que ella se retire. La puerta se cierra y se produce un breve silencio.
—Al principio siempre causa esa impresión —acota Rasseri adivinando los pensamientos de Pablo—. A mí me costó bastante acostumbrarme a su belleza. Incluso ahora, meses después, y a pesar de verla diariamente, debo confesarle que muchas veces me resulta muy perturbadora.
—Lo imagino —responde mientras se recompone—, pero le ruego que me hable un poco de Javier Vanussi.
Rasseri suspira, abre uno de sus cajones y saca una historia clínica que, seguramente, ya tenía preparada.
—Le aseguro que es mucho más grato hablar de Luciana.
—No lo dudo —sonríe.
—Pero antes de hablarle de él, ¿me permite que le haga una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Por qué un profesional como usted decide involucrarse en un caso como éste?
Pablo toma su café y se da cuenta de que esa pregunta es en realidad una amable advertencia.
—Créame que yo también me lo pregunto. Pero el caso es que su hermana, Paula, me solicitó una opinión profesional con la posibilidad de que realice un informe para el juez de la causa. Y es lo que estoy evaluando antes de darle una respuesta.
Rasseri lo mira y ahora sí su sonrisa es generosa.
—Paula Vanussi, otra muchacha muy hermosa. Ya desde chiquita tenía una personalidad avasallante y un atractivo muy particular. —Silencio—. Pablo, permítame que le diga algo. Debería tener más cuidado con las mujeres. Por lo que veo es usted un hombre altamente susceptible a la belleza femenina. Y eso, créame, algún día puede meterlo en problemas.
Pablo asiente.
—Llega tarde, doctor. No sabe qué bien me hubiera venido su consejo hace algunos años.
Ambos ríen. El clima se ha distendido y se sienten a gusto.
—Pero ¿va a hablarme de Javier o no?
Lo mira.
—Voy a hacer más que eso. —Se pone de pie con la historia clínica en la mano—. Acompáñeme, por favor. Le voy a presentar a Javier Vanussi. O, mejor dicho, lo que queda de él.