VIII
No necesita levantar la sábana para saber que está desnudo. Jamás va a entender el porqué de ese detalle. Para él, un paciente es antes que nada una persona con dignidad. Muchas veces se puso en el lugar de ellos y sintió un profundo enojo ante la idea de que aprovechando su estado de indefensión lo manipulen, lo destapen y lo dejen expuesto sin pudor alguno para revisarlo, mientras que algún empleado limpia el cuarto o un familiar mira la televisión.
Se inclina un poco sobre el paciente y lo observa. Del otro lado de la cama, Rasseri mantiene un silencio respetuoso y expectante. Pablo pone su mano sobre la frente de Javier. Está frío, y sin embargo transpira.
—Doctor, supongo que este estado en el que está es inducido por alguna medicación, ¿verdad?
—Correcto.
—¿Y quién tomó esa decisión?
—Yo.
Es un momento delicado. Sabe que Rasseri está siendo todo lo amable que puede en una circunstancia como ésta e íntimamente se lo agradece. No quiere polemizar en lo más mínimo con él. Todo profesional es receloso de que otro venga a cuestionar su práctica y sus decisiones clínicas. Pero necesita averiguar todo lo que pueda y sabe que debe hacerlo con el cuidado que la situación requiere.
—Doctor, no quiero que lo tome a mal, pero ya sabe que los psicólogos no entendemos demasiado cómo funcionan estas terapéuticas. —Sonríe—. Tenemos nuestras limitaciones. ¿Podría preguntarle el porqué de una decisión como ésta?
El silencio se hace pesado.
—Licenciado…
—Pablo.
—Claro. —Sonríe—. Pablo, ¿usted sabe lo que es un Trastorno Límite de la Personalidad?
Piensa un momento e intenta traer a su memoria las clases dedicadas a la psiquiatría que tuvo en la facultad, o en alguno de los seminarios a los que concurrió intentando acercarse a la comprensión del discurso médico. Algo retorna bajo la forma de un recuerdo borroso. No mucho.
—Tengo una vaga idea. Sabe que nuestras clasificaciones clínicas son diferentes de las que manejan ustedes. —Rasseri asiente—. Sin embargo siempre me interesó aprender lo más que pudiera de la terminología psiquiátrica. Como le decía en su oficina, soy de los que creen que tenemos que trabajar juntos por el bien del paciente, que en definitiva es quien importa. Y me parece que una de las dificultades más grandes que hay que vencer para llegar a una buena comunicación, es la diferencia de lenguaje. Si alguien no comprende lo que le están diciendo es imposible manifestar su acuerdo o su disenso. También se hace muy difícil aprender. —Pausa—. Sé que el trastorno al que hace referencia compromete la autoimagen y las relaciones interpersonales del paciente. Creo recordar que además puede generar actos de agresión, tanto hacia los demás como hacia sí mismos e incluso trastornos de la percepción y alucinaciones. Le pido que disculpe mi desconocimiento y, si es tan amable, me corrija y me cuente cuáles de esas posibilidades sintomáticas presenta Javier. —Lo mira fijamente—. Pero antes de hacerlo, déjeme decirle que no dudo de lo acertada de su decisión. Mi pregunta fue solamente eso, una pregunta, no un cuestionamiento, y espero no lo haya tomado a mal.
Rasseri lo observa antes de hablar.
—Javier fue siempre un chico muy inestable al que le costó relacionarse con los demás pero, al mismo tiempo, se desesperaba ante la posibilidad de quedarse solo y tenía terror al abandono. Por eso sus relaciones eran muy intensas pero variables. Como imaginará es muy difícil vincularse con alguien que todo el tiempo se debate entre el odio y la adoración. Además, la alternancia entre los momentos maníacos y los depresivos por los que estos pacientes pasan, genera que la gente no sepa cómo tratarlos.
Pablo presta atención a cada una de las palabras. Sabe que Rasseri se está esforzando por ser claro y lo está consiguiendo y, mientras lo escucha, va traduciendo a su propio idioma la información que recibe.
Lo que el médico le está diciendo es que Javier ha tenido graves problemas para construir su identidad y que a la hora de relacionarse, oscila todo el tiempo entre el amor y el odio, con la consiguiente dificultad que esto le genera para vincularse con los demás. Este comportamiento es típico de ciertos trastornos psicológicos en los que la personalidad del paciente no se ha constituido satisfactoriamente.
Siente que esta conversación está siendo productiva. Al menos tiene una idea de cuál puede ser el diagnóstico. En apariencia, Javier padece lo que algunos de sus colegas, no psicoanalistas, llamarían un «Trastorno del Narcisismo» o una «Personalidad Como Si».
En esos casos, ese movimiento pendular hacia los extremos amor-odio, no sólo recae sobre los demás, sino que ellos mismos se miden con esa vara y pasan de sentirse perfectos a tener la sensación de no servir para nada.
—En Javier, además —continúa Rasseri—, son comunes las reacciones iracundas y es un paciente altamente susceptible al aumento de la ansiedad. Cualquier cosa puede despertarle una intranquilidad que a veces lo angustia y otras lo pone violento. En algunas oportunidades descarga esa ansiedad con masturbaciones compulsivas, ataques de furia o comportamientos autodestructivos.
Hace una pequeña pausa y Pablo cree percibir un cambio en la mirada de Rasseri. El médico se acerca a Javier y, para su sorpresa, le acaricia la cabeza. No es un gesto que haya visto habitualmente. Por lo general es necesario no dejar que la emoción se filtre en la práctica profesional, ya que la pena o incluso el amor pueden angustiarnos, y un profesional angustiado pierde gran parte de su capacidad de ayudar a su paciente.
Rasseri está ciertamente conmovido y él acompaña ese momento con un respetuoso silencio. Por un momento ha empezado a jugar su juego, el de entender la angustia ajena y sostener un silencio que le permita al otro hacer carne su emoción. Ahora sí, Pablo tiene la corazonada de tener el control de la situación. Mira a Rasseri, intuye su angustia, la huele, casi que puede tocarla. Y otra vez esa sensación de ser seducido por el dolor lo lleva a intervenir.
—Usted quiere a Javier, ¿verdad? —Estuvo a punto de decir: paciente. Pero con la velocidad de quien está acostumbrado a pensar en situaciones límites, decidió de un modo casi inconsciente que esa palabra convocaría al psiquiatra. Es mejor decir Javier y dejar que el médico dé paso al hombre y se involucre emocionalmente por un instante.
—Sí. —Pausa—. Tal vez le parezca extraño, pero también los médicos tenemos corazón.
—Y una historia, supongo. —Rasseri lo mira fijamente—. Doctor, yo también tengo pacientes con los que vengo trabajando desde hace muchos años, como lo viene haciendo usted con Javier. Y sé que, aunque lo disimulemos, en ese tiempo compartido hay emociones que se van generando dentro de nosotros. Cariño, antipatía, hastío… incluso amor. Como usted bien lo dijo, tenemos corazón. Y créame que lejos de juzgar eso como algo malo, creo que es la diferencia entre ser sólo un buen clínico o ser un profesional diferente, con otras capacidades y herramientas, capaz de sentir correr por su sangre el dolor ajeno y conmoverse con él —hace una pausa—, siempre y cuando tengamos en cuenta que no podemos permitir que esos sentimientos guíen nuestras decisiones, creo que tenemos derecho a ser humanos. ¿No le parece? —Rasseri asiente—. De todas maneras, relájese. No creo que en este estado, Javier esté en condiciones de percibir su caricia.
El médico lo mira directo a los ojos.
—¿Usted cree? Yo no estoy tan seguro de eso. Sé que en los comas inducidos se anulan las funciones cerebrales y que, por ende, el paciente no tiene la posibilidad de percibir nada de lo que está pasando. Pero a menudo he sentido que en algún lugar esa llama que nos hace ser algo más que un puro organismo biológico sigue estando. Incluso le he preguntado a muchos pacientes que pasaron por este trance si recordaban algo de los días en los que estuvieron dormidos. —Sonríe.
—¿Y qué le respondieron?
—Que no. No recordaban nada, de modo que no sé por qué sigo pensando en esta posibilidad. A lo mejor no es más que mi deseo de que pudiera ser así.
Pablo desvía la mirada y piensa. Si Rasseri fuera su paciente lo dejaría angustiado, le cuestionaría el porqué de ese deseo que, intuye, sobrepasa los límites del sueño inducido y se dirige directamente al mayor de todos los enigmas que los hombres debemos enfrentar: la muerte. Pero no lo es y él está allí para otra cosa. Por eso sólo hace un comentario para intentar ayudarlo a recuperarse de este breve momento de tristeza.
—¿Quién le dice, doctor? No olvide que, aunque no salga en las tomografías, el inconsciente existe y eso implica que hay cosas que registramos y sentimos aunque no podamos recordarlas. —Pausa—. Pero si me permite volver a este caso —ahora sí lo necesita emocionalmente lejos de Javier. Que sea solamente eso, un caso—. ¿Qué fue lo que lo llevó a tomar la decisión de inducir farmacológicamente este estado?
Rasseri lo mira y de a poco se va recomponiendo.
—Después de un tiempo de trabajo, Javier había mejorado. Mucho. Se lo veía tranquilo, cumplía con su visita de control quincenal y su estado era calmo, pero la noticia de la aparición del cadáver de su padre lo desequilibró nuevamente. Intentamos estabilizarlo aumentando la medicación, pero fue inútil. Una mañana, Paula me llamó para avisarme que su hermano había intentado suicidarse.
—¿Cómo fue?
—Al entrar a su casa, se dirigió a su cuarto para verlo y comprobó que no estaba, entonces recorrió la casa hasta encontrarlo. Estaba tirado en el piso de la cocina en medio de un charco de sangre. Se había cortado las venas con un cuchillo —hace una pausa.
—¿Algo más?
—Sí. Estaba completamente desnudo y flagelado.
—¿Flagelado?
—Así es. Hasta caer desmayado a causa de la pérdida de sangre estuvo castigándose con un cinturón que pertenecía a su padre.