XV

Media hora después, el abogado Alberto Míguez hace una llamada y siente que el alma le vuelve al cuerpo.

—Ya está todo arreglado. Le dije que iba a solucionarlo.

—¿Está completamente seguro?

—Por supuesto.

—También lo estaba antes.

—Lo sé. Pero puede quedarse tranquilo. Es más, le diría que ha sido una intromisión que terminará siendo muy favorable para nosotros.

—Explíquese.

—El licenciado Rouviot es un hombre prestigioso, reconocido aun en los medios externos a la psicología.

—¿Y con eso, qué?

—Ya sabe cómo son estas cosas. Hasta los jueces sienten la presión de tener enfrente a alguien de peso. Y esta vez, ese peso inclinará la balanza hacia el lado que más nos conviene.

—Eso espero.

—Se lo garantizo. Es más, de ser posible, mañana mismo voy a adjuntar su informe al legajo y le aseguro que ya no habrá más complicaciones.

—Mejor para todos, entonces… ¿Sabe? Me había preocupado por usted. Me cae bien y no me hubiera gustado que le pasara nada desagradable.

Míguez traga saliva y responde intentando que su voz no delate el escalofrío que acaba de subir por su columna vertebral.

—Le agradezco su preocupación, pero ya no tiene motivos para inquietarse.

Una nueva pausa. Esta vez muy breve, aunque a Míguez le parece eterna.

—Bueno, muy bien, entonces. Ya sabe. Cuando el caso se cierre recibirá el resto del dinero. Le ruego que no vuelva a llamarme. Cuando sea el momento nosotros lo contactaremos. Y si alguna vez volvemos a necesitar de sus servicios, espero que esté interesado en continuar trabajando para nosotros.

—Por supuesto —miente Míguez. Jamás quiere volver a escuchar esa voz.

—Me alegro. Será hasta entonces.

El hombre corta y Míguez se queda unos segundos con el teléfono en la mano. Esta noche volverá a dormir en paz. Al menos, eso cree.