VII

Sentado en el sillón de su despacho, el abogado Alberto Míguez espera a ser atendido. La secretaria le pidió que aguardara un instante, pero ese instante se le está haciendo eterno. Está nervioso y el teléfono le tiembla en las manos. Aún no entiende bien lo que está pasando, pero sabe que no puede demorarse en comunicarlo.

A pesar de los nervios y de la catarata de pensamientos que lo invaden, percibe los ruidos que le llegan del otro lado de la línea: risas, pocillos de café, impresoras y un murmullo constante y elevado. Por fin escucha el sonido de una puerta que se cierra y una voz grave lo atiende.

—Doctor Míguez, debo decir que su llamada no sólo me sorprende sino que además me parece muy poco prudente. Espero que tenga una muy buena razón para haberla hecho.

Alberto Míguez duda antes de hablar.

—Tenemos un problema.

—Explíquese.

—Hace un momento recibí un llamado de Paula Vanussi.

—¿Y qué quería?

Míguez evalúa cada una de las palabras que va a usar. Sabe que no van a ser bien recibidas y teme a la reacción de su interlocutor.

—Me dijo que quería reunirse conmigo para modificar los términos de la presentación judicial del caso de su hermano.

—Doctor, ¿puede ser un poco más preciso?

Sí, puede, pero no sabe si quiere serlo. Por fin decide que lo mejor es ser franco.

—Le explico. Como usted sabe, la defensa de Javier Vanussi iba a centrarse en reconocer su culpabilidad en el asesinato de su padre e intentar demostrar que, debido a su estado mental, no puede ser considerado imputable por ese delito. La idea era recluirlo en una clínica privada por el tiempo que el juez lo dispusiera y asunto cerrado.

—Hasta ahora no me está diciendo nada nuevo.

Traga saliva.

—La hermana acaba de decirme que quiere que pidamos una prórroga al juzgado.

—¿Y puedo saber por qué? —pregunta con tono irritado.

—Porque dice que duda de que Javier haya sido el asesino de su padre.

Silencio.

Míguez siente cómo unas gotas de transpiración le mojan la frente. Tiene taquicardia y no puede evitar que todo su cuerpo tiemble como si estuviera con fiebre.

—Pero usted me dijo que tenía una nota escrita por el chico en la cual confesaba haberlo hecho.

—Sí, señor.

—Y me dijo también que el caso iba a ser muy sencillo, que ni siquiera iba a haber una gran investigación porque, según sus propias palabras: a confesión de parte relevo de pruebas. ¿Me equivoco?

—No, señor.

—¿Y puedo saber qué mierda pasó para que ahora me está diciendo esto?

Sabía que no iba a ser fácil.

—Señor, ¿escuchó hablar de Pablo Rouviot?

—No. ¿Quién es?

—Es un psicólogo bastante conocido.

—¿Y qué carajo tiene que ver un psicólogo en todo esto?

—Paula lo contrató para que oficiara de perito de parte e hiciera un informe para el juez explicando el estado mental de su hermano y pidiendo que fuera considerado inimputable del crimen.

—¿Y?

—Que Rouviot no está convencido de que Javier haya sido el autor del hecho y convenció a Paula para que le dé un poco más de tiempo para investigar.

Del otro lado de la línea le llega un silencio pesado. Míguez no dice nada, simplemente espera ansioso la reacción del hombre de voz grave. Los segundos pasan y su inquietud aumenta. Sabe bien con quién está hablando, por eso tiene miedo.

—Doctor, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Sí, señor, por supuesto.

—Dígame una cosa, ¿usted es pelotudo o se hace?

—No entiendo.

—Ah, no entiende. Entonces voy a ser más claro. Usted me garantizó que el caso era sencillo y que nadie iba a remover nada, que había convencido a la familia acerca de cuál era la mejor estrategia a seguir y que la confesión del pendejo daba por cerrada la investigación. Es más, por si no lo recuerda, no sólo iba a cobrar una hermosa suma de dinero por representar a Javier Vanussi sino que en su cuenta se acreditó una cantidad nada despreciable a modo de… digamos, agradecimiento por la celeridad con la que había resuelto el tema. ¿Lo recuerda?

—Sí, por supuesto que lo recuerdo.

—Bien. Entonces, ¿por qué ahora me viene con toda esta mierda? Yo no sé si es consciente de lo que me está diciendo, pero hemos sido muy generosos con usted y esperábamos que estuviera a la altura de las circunstancias, debo confesarle que me encuentro ante un dilema.

—No entiendo.

—Claro, me pone usted en la situación de decirle a la gente que puso ese dinero que no ha sido complacida con sus servicios, y entenderá que eso no será bien recibido.

A esta altura de la conversación Míguez tiembla tanto que le cuesta sostener el teléfono en la mano.

—Le juro que si esto no se soluciona voy a devolver hasta el último peso.

—A ver… Me parece que no está entendiendo. Por mí, puede meterse la plata en el culo, billete por billete. No es eso lo que nos interesa. Quedamos en que la investigación se cerraba y eso es lo que usted se comprometió a darnos. Nosotros hemos cumplido. Espero que usted también lo haga. Si no, comprenderá que me veré obligado a tomar decisiones que preferiría no tomar. Supongo que me está entendiendo.

—Sí.

Se hace un largo silencio después del cual el hombre le habla en un tono mucho más relajado y comprensivo.

—Mire, doctor, hagamos algo. Por ahora esta conversación queda entre nosotros. No me parece necesario preocupar a nadie todavía. La gente para la que trabajo puede ponerse nerviosa y eso no sería conveniente para usted; y yo, se lo juro, no tengo ninguna intención de causarle problemas. Nadie quiere que se remueva este asunto porque eso podría traer consecuencias desagradables para todos, de modo que me permito darle un consejo. Encárguese de convencer a Paula Vanussi de lo equivocado de su pedido. Dígale que va a terminar exponiendo a su hermano innecesariamente, que corre el riesgo de terminar en la cárcel o que debido a los tiempos judiciales ya es tarde para cambiar la presentación anterior… no sé, usted sabe más que yo de esto. Lo dejo en sus manos. Yo voy a esperar su llamado confirmando que el tema está resuelto para que todos nos quedemos tranquilos, ¿le parece?

—Bueno, le prometo que voy a intentarlo.

—No, doctor. —La voz vuelve a endurecerse—. No lo intente, simplemente hágalo… y pronto, porque si no me voy a ver en la obligación de informar lo que está ocurriendo y le aseguro que las consecuencias no van a gustarle nada. Pero no tiene de qué preocuparse. Sólo haga bien su trabajo y todos amigos como siempre. ¿Fui claro?

—Sí.

—Bueno, hasta pronto, entonces —se detiene antes de cortar—. Ah, perdón… ¿Cuál me dijo que era el nombre del psicólogo este?

—Rouviot, Pablo Rouviot.

—Perfecto. Muchas gracias.